Susan Kendrick, que envolvia expertamente articulos de porcelana en papeles de periodico, hundidos los pies hasta los tobillos en las virutas de madera procedentes de sus cajas de embalaje, se mostro energicamente informativa, pero poco mas tranquilizadora.

– Necesita que la vigilen. Su cocina es sencilla y bastante buena, aunque su repertorio sea un tanto limitado. Sin embargo, ya no es tan de fiar en lo que se refiere al trabajo de la casa. Necesitara usted puntualizar desde un buen principio lo que desea. Si fija las reglas precisas y ella sabe que no puede enganarle, todo ira bien. Lleva aqui largo tiempo, desde luego, desde la epoca del padre Collins. No seria facil sacarla de aqui. Y, por otra parte, es un miembro muy leal de la feligresia. Al parecer, por alguna razon Saint Matthew parece caerle bien. Como he dicho, puntualice desde el primer momento lo que desea. Y otra cosa, vigile el jerez. No es que no sea de fiar. Puede dejar donde quiera lo que desee: dinero, el reloj, comida…, pero le gusta echar un trago de vez en cuando. Lo mejor es ofrecerle uno en alguna que otra ocasion, y asi la tentacion es menor. Le seria dificil tenerlo siempre encerrado.

– No, claro que no -habia dicho el-. No, lo comprendo perfectamente.

Sin embargo, fue la senora McBride la que indico desde el principio como habian de funcionar las cosas. Desde el primer momento, no dejo la menor esperanza. El todavia recordaba, con una sensacion de verguenza, aquella primera y definitiva entrevista. El se habia sentado delante de ella, en aquella pequena habitacion cuadrada que era utilizada como estudio, como si fuese el quien aspirase al puesto de trabajo, y habia visto los agudos ojillos de ella, negros como dos moras, recorrer la habitacion, observando los huecos en los estantes, alli donde habia guardado el padre Kendrick sus libros encuadernados en piel, la vieja alfombrilla frente a la estufa de gas, sus escasos libros apilados junto a la pared. Y eso era todo lo que ella habia asumido. Desde el primer momento, le tomo las medidas, vio su timidez, su ignorancia en lo que se referia a llevar una casa, su falta de autoridad como hombre o como cura. Y sospechaba, ademas, que ella habia observado otros secretos mas intimos. Su virginidad, su temor casi vergonzoso ante la abrumadora y calida feminidad de ella, su inseguridad en el aspecto social, por haber nacido en aquella casa pequena junto al rio en Ely, donde habia vivido con su madre viuda, criado entre desesperadas dificultades, con las pequenas decepciones de una pobreza respetable, aquellas privaciones que resultaban mucho mas humillantes que la pobreza autentica de las ciudades del interior. Podia imaginar incluso las palabras que pronunciaria ella mas tarde ante su marido:

– En realidad, no es un caballero, no es como el padre Kendrick. En seguida salta a la vista. Despues de todo, el padre del padre Kendrick era un obispo, y la senora Kendrick es, bien mirado, una sobrina de lady Nichols. Sabe Dios de donde procede este.

A veces, sospechaba que ella adivino incluso cuan mermada estaba su reserva de fe, y que era esta carencia esencial, y no su inadecuacion general, la causa principal del menosprecio de ella.

El ultimo libro que habia sacado de la biblioteca era una obra de Barbara Pym. Habia leido con envidiosa incredulidad la amable pero ironica historia de una parroquia rural, donde los curas eran agasajados, alimentados y generalmente mimados con exceso por los miembros femeninos de la feligresia. Penso que la senora McBride no tardaria en poner punto final a una situacion semejante en Saint Matthew. Y, efectivamente, asi lo habia hecho. Durante su primera semana, la senora Jordan le visito con un pastel de frutas de confeccion casera. Ella lo vio sobre la mesa al ir el miercoles y comento:

– Es de Ethel Jordan, ?verdad? Sera mejor que la vigile, padre, por ser usted un cura soltero.

Estas palabras flotaron en el aire, cargadas de intencion, y asi se echo a perder un gesto de simple amabilidad. Al comer el pastel, este le supo como una pasta insipida, y cada bocado del mismo le parecio un acto de indecencia compartida.

Llego a la hora en punto. Cualesquiera que fuesen sus otras negligencias, la senora McBride era una maniatica de la puntualidad. Oyo su llave en la puerta y, un minuto despues, se presento en la cocina. No parecio sorprendida al verle sentado todavia alli, con su mantel, y evidentemente recien llegado de su misa, y el supo en seguida que ella se habia enterado ya de los asesinatos. La miro mientras se quitaba cuidadosamente el panuelo de la cabeza, revelando las ondas desordenadas de un cabello de un negro poco natural, mientras colgaba su abrigo en el armario del recibidor, cogia el delantal colgado en el gancho detras de la puerta de la cocina, se quitaba los zapatos y metia los pies en sus zapatillas caseras. No hablo hasta que hubo puesto sobre el fogon la cafetera para preparar su cafe matinal.

– Un bonito suceso para la parroquia, padre. Dos muertos, o al menos asi lo decia Billy Crawford en el quiosco. Y uno de ellos el pobre Harry Mack.

– Mucho me temo que si, senora McBride. Uno de ellos era Harry.

– ?Y quien era el otro? ?O es que la policia todavia no lo sabe?

– Creo que no tendremos mas remedio que esperar hasta que se informe al pariente mas proximo, antes de que nos den esa informacion.

– Pero usted lo vio, padre. ?Acaso no lo vio con sus propios ojos? ?Y no supo reconocerle?

– En realidad, no debe preguntarme eso, senora McBride. Debemos esperar a que hable la policia.

– ?Y quien podia matar a Harry? Desde luego, no pudieron matarle por algo que llevase encima, pobre diablo. No fue tampoco un suicidio, ?verdad que no, padre? ?Uno de esos pactos entre suicidas? ?O es que la policia cree que lo hizo Harry?

– Todavia no saben lo que ocurrio. Desde luego, no deberiamos hacer suposiciones.

– Pues bien, yo no lo creo. Harry Mack no era un asesino. Mas bien creo que el otro individuo, ese sobre el cual usted guarda tanto silencio, ese sobre el que no quiere decir nada, fue el que mato a Harry. Harry era un tipo desagradable, un pillastre mal hablado, que Dios le haya perdonado, pero era totalmente inofensivo. La policia no tiene derecho a cargarle el muerto a Harry.

– Estoy seguro de que no piensan hacerlo. Pudo haber sido cualquier otro, alguien que entrase alli para robar, o alguien al que dejara entrar el propio sir Paul Berowne. La puerta de la sacristia estaba abierta cuando llego la senorita Wharton esta manana.

Se volvio hacia la estufa, para que ella no pudiera ver el rubor que habia invadido su rostro al advertir que se le habia escapado el nombre de Berowne. Y a ella no le habia pasado por alto, pues no hubiera sido propio de ella. ?Y por que le habia hablado de aquella puerta sin cerrar? ?Intentaba tranquilizarla a ella o a si mismo? No obstante, ?que importaba aquello? No tardarian en hacerse publicos los detalles y parecia extrano que el se mostrara demasiado reticente y suspicaz. Pero ?por que suspicaz? Seguramente, nadie, ni siquiera la senora McBride iba a sospechar de el. Reconocio, con una confusion familiar de reproche y desaliento, que estaba diciendo mas de lo que debiera en su intento usual de congraciarse con aquella mujer, de conseguir que estuviera a su lado. Era algo que nunca habia conseguido y que tampoco conseguiria ahora. Ella no parecio captar el nombre de Berowne, pero el sabia que lo habia archivado con toda seguridad en su mente. Sentado frente a ella, observo la nota de triunfo en sus ojillos astutos y oyo en su voz la nota de un jubilo maligno.

– De modo que se trata de un asesinato sangriento, ?verdad? ?Bonita cosa para la parroquia! Va a necesitar que le fumiguen la iglesia, padre.

– ?Que la fumiguen?

– Bueno, quiero decir que la rieguen con agua bendita, o algo por el estilo. Tal vez sea oportuno que mi Tom hable con el padre Donovan. El nos podria enviar un poco de Saint Anthony.

– Tenemos aqui nuestra propia agua bendita, senora McBride.

– En un caso como este, no se pueden correr riesgos. Sera mejor obtener una poca del padre Donovan. Para estar mas seguros. Mi Tom puede traerla el domingo, despues de la misa. Aqui tiene su cafe; hoy lo he hecho mas fuerte. Lo cierto es que ha tenido usted una impresion muy desagradable.

Como siempre, el cafe era del tipo mas barato de grano envasado. Resultaba ahora incluso menos bebible, puesto que su concentracion permitia distinguir su sabor. En la superficie marron, nadaban y se empujaban entre si unos globulos de leche casi agria. Habia, en el borde de la taza, una mancha de lo que parecia ser lapiz de labios, y la aparto lentamente de su boca, haciendo girar la taza, para que ella no lo observara. Sabia que hubiera debido llevarse el cafe al ambiente relativamente sereno de su estudio, pero no tuvo el valor necesario para ponerse de pie. Y, por otra parte, marcharse antes de que se hubieran vaciado las dos tazas hubiera sido ofenderla a ella. En su primera manana en la casa, ella habia dicho: «La senora Kendrick y yo siempre tomabamos juntas una taza de cafe antes de que yo empezara mi trabajo, como dos buenas amigas». No habia tenido la oportunidad de comprobar si eso era verdad, pero de este modo se habia establecido aquella pauta de falsa intimidad.

– Ese Paul Berowne era diputado del Parlamento, ?verdad? Recuerdo haber leido en el Standard que dimitio,

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