elegante villa eduardiana al borde del seto, evidentemente construida cuando un hombre rico podia satisfacer sus deseos de aire fresco, de una vista amplia y una conveniente proximidad con respecto a Londres, sin encontrarse acosado por las autoridades de planificacion o los conservacionistas preocupados por la intrusion en terrenos publicos. Mientras el Rover avanzaba lentamente entre el crujido de la gravilla, Dalgliesh observo que los antiguos establos a la derecha de la casa habian sido convertidos en garajes, pero apenas se observaban otros cambios arquitectonicos, al menos exteriormente. Se pregunto cuantas camas podia acomodar aquella clinica. Probablemente no mas de treinta, como maximo. Sin embargo, las actividades de Stephen Lampart no se limitaban a su tarea en aquella propiedad suya. Formaba parte, como habia averiguado ya Dalgliesh, de la plantilla de dos de los principales hospitales de Londres, con sus respectivas escuelas de medicina, y sin duda operaba tambien en clinicas privadas, aparte de Pembroke Lodge. Pero este era su domicilio personal y Dalgliesh no dudaba que debia de ser altamente rentable.

La puerta exterior estaba abierta. Daba paso a un vestibulo ovalado y elegante con un par de puertas ornamentadas y un letrero que invitaba a los visitantes a entrar. Se encontraron en una primera sala, cuadrada y muy luminosa. La escalera, con su balaustrada delicadamente tallada, estaba iluminada por un enorme ventanal con vidrios de color. A la izquierda habia una chimenea de marmol jaspeado y, sobre ella, un cuadro al oleo, al estilo de un Gainsborough de la ultima epoca: una joven madre, de cara muy seria y rodeando con sus blancos brazos a dos hijas vestidas de saten azul y encajes. A la derecha, habia un escritorio de caoba pulimentada, mas decorativo que util, complementado con un jarron de rosas y presidido por una recepcionista de bata blanca.

El olor a desinfectante era perceptible, pero quedaba apagado por el aroma mas intenso de las flores. Era evidente que habia llegado recientemente una remesa de estas. Grandes manojos de rosas y gladiolos, dispuestos formalmente en cestillos con cintas y otros ejemplos mas osados del ingenio de los floristas se acumulaban junto a la puerta, esperando su distribucion. El aura de feminidad mimada era casi abrumadora. No era un lugar en el que un hombre pudiera sentirse a gusto, y sin embargo Dalgliesh noto que era Kate la que se sentia menos a sus anchas. Vio que dirigia una mirada de fascinado disgusto a una de las mas extravagantes ofrendas de felicitacion conyugal: una cuna de mas de medio metro de longitud, densamente recubierta con capullos de rosas tenidas de azul, y con una almohada y una colcha de claveles blancos similarmente decapitados, y toda esa monstruosidad estaba embellecida por un enorme lazo azul. Al avanzar hacia la mesa de recepcion, a traves de una alfombra lo bastante gruesa como para hundir en ella los pies, un carrito lleno de botellas de colores, pintura para las unas y todo un surtido de tarros, fue empujado a traves de la sala por una elegante mujer de cierta edad, vestida con chaqueta y pantalones de un rosado palido, que era evidentemente la cosmetologa. Dalgliesh recordo una conversacion que habia oido casualmente en una cena, unos meses antes: «Pero querida, el lugar es divino. Una se siente rodeada de atenciones apenas llega. La peluquera, la masajista, un menu Cordon Bleu, y champana en vez de Valium si una se siente deprimida. Hay de todo. Sin embargo, lo malo es que no se si se exceden un poco. Una se siente absolutamente violentada cuando empieza el parto y comprende que hay ciertas humillaciones e incomodidades que ni siquiera nuestro querido Stephen puede evitar». Dalgliesh se pregunto, de pronto y sin que viniera a cuento, si las pacientes de Lampart se morian alguna vez delante de el. Probablemente no, al menos no alli. Las que presentaran un riesgo debian de ingresar en otra parte.

Aquel lugar tenia su propia aura sutil de mal gusto, pero el mal gusto definitivo de la muerte y el fracaso debia de estar rigurosamente excluido.

La recepcionista, al igual que la decoracion, habia sido cuidadosamente elegida para tranquilizar, no para amenazar. Era una mujer de mediana edad y aspecto agradable sin ser bella, educadisima y con un peinado impecable. Desde luego, se les esperaba. El senor Lampart no haria esperar al comandante mas de unos pocos minutos. ?Les apetecia tomar cafe? ?No? En ese caso, les rogaba que esperaran en el salon.

Dalgliesh miro su reloj. Supuso que Lampart llegaria al cabo de unos cinco minutos, un retraso perfectamente calculado, lo suficientemente largo para demostrar ausencia de toda ansiedad, pero lo suficientemente breve para no irritar a un hombre que era, despues de todo, un alto funcionario del Yard.

El salon en el que se encontraban era espacioso y de techo alto, con una gran ventana central y otras dos mas pequenas, una a cada lado, que ofrecian la vision del cesped y una vista mas distante del seto. Parte de su formalidad eduardiana y de su calido ambiente se centraba en la alfombra Axminster, los grandes sofas situados en angulo recto con la chimenea, y en esta, con sus carbones sinteticos ardiendo bajo la repisa labrada. Stephen Lampart habia resistido a toda tentacion de combinar el aspecto hogareno de aquella habitacion con un gabinete de consulta. No habia ningun divan discretamente oculto detras de un biombo, ni tampoco un lavabo. Era una habitacion en la que, por unos momentos, podian olvidarse las realidades clinicas. Tan solo la mesa de caoba recordaba al visitante que era tambien una habitacion destinada al trabajo.

Dalgliesh contemplo los cuadros. Habia un Frith sobre la chimenea y se acerco a el para estudiar mas atentamente el meticuloso romanticismo con el que representaba una escena victoriana. Se trataba de una vista de una estacion ferroviaria de Londres, con heroes uniformados que regresaban de alguna aventura colonial. Los coches de primera clase aparecian en primer plano. Damas lujosamente vestidas y tocadas, acompanadas por sus hijas, decorosamente ocultas las piernas por pantalones con volantes, saludaban decorosamente a los recien llegados varones de sus casas, en tanto que las bienvenidas menos comedidas que se dedicaban a la tropa ocupaban la periferia de la tela. En la pared opuesta habia una serie de disenos teatrales, decorados y trajes para lo que parecian ser unas obras de Shakespeare. Dalgliesh supuso que el mundo del teatro proporcionaba a Lampart algunas de sus principales pacientes, y que aquellos dibujos eran un acto de agradecimiento por los servicios prestados. Una mesa lateral estaba cubierta de fotografias dedicadas y enmarcadas en plata. Dos de ellas, con unas rubricas complicadas, eran de figuras menores de monarquias europeas destronadas. Las demas eran de madres impecablemente ataviadas, anhelantes, sentimentales, triunfantes o renuentes, que sostenian sus bebes entre brazos inexpertos. Habia, al fondo, la inconfundible aura de nodrizas y amas. Esta falange de maternidad en una habitacion que, por otra parte, era esencialmente masculina, ofrecia una nota de incongruencia. Pero al menos, penso Dalgliesh, el hombre no habia desplegado sus diplomas medicos en la pared.

Dalgliesh dejo a Kate estudiando el Frith y se dirigio hacia las ventanas. El gran castano que se alzaba en medio del cesped tenia todavia su follaje estival, pero el muro de hayas que en parte ocultaba el seto mostraba ya el primer bronce del otono. La luz matinal se difundia a traves de un cielo que al principio se habia mostrado tan opaco como la leche cremosa, pero que ahora se habia aclarado para convertirse en plata. No habia sol, pero Dalgliesh sabia que brillaba por encima de aquella gasa de nubes y que el aire era fresco. Por el camino paseaban lentamente dos figuras, una enfermera con gorro blanco y capa, y una mujer con un casco de cabellos amarillos y un grueso abrigo de pieles que parecia demasiado pesado para aquella jornada de principios de otono.

Exactamente seis minutos despues llego Stephen Lampart. Entro sin prisas, se excuso por la tardanza y les saludo con tranquila cortesia, como si se tratara de una visita social. Si le sorprendio encontrar a Dalgliesh acompanado por una detective, supo ocultarlo admirablemente. Sin embargo, al presentarlos Dalgliesh y mientras se estrechaban la mano, pudo observar en Lampart una mirada aguda y calculadora. Era como si saludara a una posible paciente, calculando a traves de su larga experiencia, en aquel primer encuentro, si era probable que ella pudiera causarle problemas.

Vestia ropa cara, pero no formal. El traje de lana, gris oscuro y con una raya casi invisible, y la inmaculada camisa azul claro, sin duda tenian la mision de distanciarlo de la ortodoxia mas intimidadora propia del medico de gran exito. Dalgliesh penso que hubiera podido ser un banquero, un academico o un politico. Pero, cualquiera que fuese su actividad, habria brillado en ella. Su cara, sus ropas, su mirada llena de confianza en si mismo, ostentaban la huella inconfundible del exito.

Dalgliesh esperaba que se sentara ante la mesa, lo que le hubiera proporcionado una posicion de dominio, pero, en cambio, les indico el bajo sofa y se sento ante ellos, en un sillon mas alto y de respaldo recto. Esto le concedia una ventaja mas sutil y al propio tiempo reducia la entrevista al nivel de una conversacion intima, incluso agradable, sobre un problema mutuo. Dijo:

– Desde luego, se por que estan aqui. Es un asunto muy desagradable. Todavia me es dificil creerlo. Supongo que todos los parientes y amigos les dicen siempre lo mismo. Un asesinato tan brutal es una de esas cosas que les ocurren a los extranos, pero no a la gente a la que uno conoce.

Dalgliesh pregunto:

– ?Como se entero?

– Lady Berowne me telefoneo poco despues de que ustedes le dieran la noticia, y apenas me fue posible me presente en la casa. Deseaba ofrecerles toda la ayuda posible a ella y a lady Ursula. Pero todavia no conozco los

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