de cuello, una toalla, su propia camisa. O tal vez un lazo corredizo, un cordon, un panuelo de bolsillo.
Kate objeto:
– Pero en este caso debio procurar no apretarlo demasiado, para no estrangular a su victima. La causa de la muerte habia de ser la herida en la garganta. ?Y no hubiera dejado marcas un panuelo?
Dalgliesh contesto:
– No necesariamente. No, una vez terminada su labor de carnicero. Pero tal vez sepamos algo a traves de la autopsia de esta tarde.
Y de pronto, ella se encontro de nuevo en la sacristia pequena, viendo otra vez aquella cabeza medio seccionada, viendo todo el cuadro vividamente, nitidamente, tan claro como un grabado en color. Y esta vez no tuvo aquel bendito momento de preparacion, ninguna posibilidad de preparar su mente y sus musculos para lo que sabia que habia de contemplar. Sus manos, con los nudillos muy blancos, apretaron el volante. Por un momento, imagino que el coche se habia parado, que habia pisado el pedal del freno, pero seguian avanzando suavemente, a lo largo de Finchley Road. Era extrano, penso, que el horror, brevemente recordado, pudiera ser a veces mas terrible que la realidad. Pero su companero estaba hablando. Debia de haberse perdido unos segundos de lo que el estaba diciendo. Sin embargo, le habia oido hablar sobre la autopsia, diciendo que tal vez le gustara a ella asistir a la misma. Normalmente, esta sugerencia, que habia de traducir como una orden, le hubiera agradado. La hubiera recibido con satisfaccion, como una nueva afirmacion de que ella formaba parte, realmente, de su equipo. Pero ahora, por primera vez, noto un espasmo de repugnancia, casi una revulsion. Asistiria, desde luego. No seria esta su primera autopsia. No temia ponerse en ridiculo. Podia mirar, sin sentirse mareada. En la escuela de adiestramiento de detectives, habia visto a sus companeros varones tambalearse en la sala de autopsias, mientras ella se mantenia firme. Era importante estar presente en la autopsia, si el forense lo permitia. Se podian aprender muchas cosas, y ella ansiaba aprender. Su abuela y la asistenta social la estarian esperando a las tres, pero tendrian que limitarse a esperar. Habia intentado, aunque no con un gran afan, encontrar un momento en aquel dia para telefonear y decir que no podria ir. Sin embargo, se dijo que ello no era necesario, pues su abuela debia de saberlo ya. Intentaria ir un rato al finalizar la jornada, si no era demasiado tarde. Pero ahora, para ella y en este momento, los muertos habian de tener prioridad sobre los vivos. No obstante, por primera vez desde que se habia incorporado al CID, una vocecilla traicionera, que hablaba con un tono desconfiado, le preguntaba que era, exactamente, lo que su trabajo le estaba haciendo.
Habia elegido ser oficial de la policia deliberadamente, sabiendo que este trabajo era el apropiado para ella. Pero nunca, desde el primer momento, se habia hecho ilusiones al respecto. Era una tarea en que la gente, cuando necesitaba a la policia, exigia que esta se personara en el acto, incuestionablemente, efectivamente, y cuando no la necesitaba, preferia olvidar que existia. Era un trabajo en el que a veces se exigia actuar con gente cuya compania resultaba indeseable, y mostrar respeto a unos superiores que inspiraban muy poco respeto o ninguno, un trabajo en el que una podia encontrarse como aliada de hombres a los que se despreciaba y enfrentada a algunos hacia los que, mas a menudo de lo que cabia suponer, con mayor frecuencia de lo que convendria, se sentia simpatia, incluso compasion. Ella conocia las comodas ortodoxias segun las cuales la ley y el orden eran la norma y el crimen era la aberracion, y la vigilancia en una sociedad libre solo podia realizarse con el consentimiento de los vigilados, incluso, presumiblemente, en aquellas zonas donde la policia siempre habia sido considerada como enemigo y que ahora habia sido elevada a convenientes estereotipos de opresion. Pero ella tenia su propio credo. Mantenia la cordura sabiendo que la hipocresia podia ser politicamente necesaria, pero que no por ello habia que creer en ella. Mantenia la honradez, puesto que de lo contrario el oficio no tenia ningun sentido. Cumplia las ordenes para que los colegas del otro sexo la respetaran, incluso si resultaba excesivo esperar que simpatizaran con ella. Mantenia una vida privada limpia, sin embrollos. Habia suficientes hombres en el mundo sin verse una atrapada por lios de sexo con los colegas. No caia en el facil habito de la obscenidad, puesto que ella ya habia tenido suficientes conocimientos de ello en los Ellison Fairweather Buildings. Sabia hasta que punto podia esperar razonablemente ascender y como se proponia llegar a tales niveles. No se creaba enemigos innecesarios, pues ya le resultaba bastante dificil a una mujer ascender sin que le pusieran la zancadilla por el camino. Al fin y al cabo, todo trabajo presentaba sus desventajas. Las enfermeras se acostumbraban al olor de los vendajes y de las sabanas, de los cuerpos sin lavar, a los dolores de otras personas y al olor de la muerte. Ella habia decidido su opcion y ahora, mas que nunca, no se arrepentia de ello.
III
El hospital donde Miles Kynaston trabajaba como forense llevaba anos necesitando una nueva sala de autopsias, pero las instalaciones para los pacientes vivos habian gozado de prioridad sobre las destinadas a los difuntos. Kynaston refunfunaba al respecto, pero Dalgliesh sospechaba que en realidad no le importaba en demasia. Disponia del equipo que necesitaba y la sala de autopsias en la que trabajaba era un territorio familiar en el que el se encontraba tan comodo como si se hubiera enfundado en un batin viejo. No deseaba en realidad verse trasladado a un lugar mas amplio, mas lejano y mas impersonal, y sus quejas ocasionales no eran mas que unos ruidos rituales destinados a recordar al comite medico la existencia de un Departamento de Patologia Forense.
Sin embargo, era inevitable que cada vez se produjera un cierto apinamiento. Dalgliesh y sus oficiales se encontraban alli principalmente por interes mas que por necesidad, pero el sargento responsable de las pruebas, el oficial de huellas, los oficiales que habian explorado el escenario del crimen y recogido sus sobres, botellas y tubos, ocupaban un espacio necesario. La secretaria de Kynaston, una mujer obesa y de mediana edad, jovialmente eficiente como presidente del Instituto Femenino, vestida con su traje sastre de tela gruesa, estaba acurrucada en el rincon, con una gran bolsa a sus pies. Dalgliesh siempre esperaba que sacara de ella su labor de punto. A Kynaston siempre le habia desagradado utilizar un magnetofono, y de vez en cuando se dirigia hacia ella y le dictaba sus hallazgos con unas frases telegraficas y pronunciadas en voz baja, pero que ella parecia entender. Kynaston siempre trabajaba con musica, generalmente barroca y a menudo procedente de un cuarteto de cuerda: Mozart, Vivaldi, Haydn. Esa tarde, la grabacion era una que Dalgliesh reconocio inmediatamente, puesto que tambien el tenia el disco: Neville Marriner dirigiendo el Concierto en sol para viola, de Telemann. Dalgliesh se pregunto si su tono enigmatico y melancolico procuraba a Kynaston una catarsis necesaria, si era esta su manera de intentar dramatizar las indignidades rutinarias de la muerte, o si, como los pintores de brocha gorda y otros operarios con empleos menos singulares, simplemente le agradaba oir musica mientras trabajaba.
Dalgliesh observo, con una mezcla de interes y de irritacion, que Massingham y Kate mantenian los ojos clavados en las manos de Kynaston, con una atencion que sugeria que les asustaba apartar la mirada por si, inadvertidamente, llegaban a encontrar sus ojos. Se pregunto como supondrian que veia aquel ritual de destripamiento teniendo algo que ver con Berowne. El despego, que habia llegado a ser para el una segunda naturaleza, se veia ayudado por la practica eficiencia con que los organos eran extraidos, examinados, embotellados y etiquetados. Sentia exactamente lo mismo que cuando, siendo el un joven aspirante, habia presenciado su primera autopsia: sorpresa ante los brillantes colores de las espirales y bolsas que colgaban de las manos enguantadas y ensangrentadas del forense, y una admiracion casi infantil al pensar que una cavidad tan pequena pudiera contener una coleccion tan grande y diversa de visceras.
Despues, mientras se lavaban meticulosamente las manos en el lavabo, Kynaston por necesidad y Dalgliesh por una pulcritud que le hubiera resultado dificil explicar, este ultimo pregunto:
– ?Que puede decirse sobre la hora de la muerte?
– No hay motivo para alterar el calculo que hice en el lugar de autos. Las siete, como lo mas temprano. Digamos entre las siete y las nueve. Podre ser un poco mas preciso cuando se haya analizado el contenido del estomago. No habia senales de lucha. Y si Berowne fue atacado, no intento protegerse. No hay cortes en la palma de la mano. Bien, usted mismo lo ha visto. La sangre de la palma de la mano derecha procedia de la navaja, y no de cortes producidos al intentar defenderse de ella.
Dalgliesh pregunto:
– ?De la navaja o de la hemorragia de la garganta?
– Eso tambien es posible. Desde luego, la capa de sangre en la palma era algo mas gruesa de lo que cabia esperar. En cualquiera de los dos casos, nada viene a complicar la causa de la muerte. En ambos, se trata del clasico corte a traves del ligamento tiroideo, que lo secciona todo, desde la piel hasta la columna vertebral.