compromiso por la tecnica. El policia desilusionado de su oficio. Dudaba que Mapleton intentara que sus palabras resultaran ofensivas, pues aquel hombre era tan insensible para el lenguaje como para la gente. Replico:

– Nunca he estado del todo seguro de donde reside el atractivo, excepto que el trabajo no resulta aburrido y me concede una vida privada.

Berowne hablo entonces con subita amargura:

– Es un trabajo en el que hay menos hipocresia que en la mayoria. A un politico se le exige escuchar patranas, hablar de patranas y dejar pasar patranas. Lo maximo que podemos esperar en este aspecto es que no lleguemos a creerlas realmente.

La voz, mas que las palabras, desconcerto a Mapleton, que finalmente decidio considerarlo como una broma y solto una risita. Despues se volvio hacia Dalgliesh.

– ?Y a que se dedica ahora, comandante? Aparte del grupo de trabajo, desde luego…

– Doy una semana de conferencias en el curso de mandos superiores de Bramshill. Despues, he de volver aqui para poner en marcha la nueva brigada.

– Bien, supongo que eso le tendra muy ocupado. ?Y que ocurre si yo asesino al diputado por Chesterfield Oeste, cuando el grupo de trabajo este reunido?

Lanzo otra risita, divertido ante su propia audacia.

– Espero que resista usted la tentacion.

– Si, lo intentare. La comision es demasiado importante para que los intereses de la policia esten representados solo a tiempo parcial. Y a proposito, hablando de asesinatos, sale hoy, en la Paternoster Review, un parrafo muy curioso sobre usted, Berowne. No demasiado elogioso, diria yo.

– Si -respondio Berowne secamente-. Ya lo he visto.

Acelero el paso para que Mapleton, que aun no habia recuperado el aliento, tuviera que elegir entre hablar o utilizar sus energias para seguir el paso de sus acompanantes. Cuando llegaron al Ministerio de Hacienda, habia decidido, evidentemente, que la recompensa no merecia tanto esfuerzo y, con un saludo casual, desaparecio hacia Parliament Street. Pero si Berowne habia estado buscando un momento para hacer nuevas confidencias, ese momento se habia desvanecido. El semaforo de peatones se habia puesto en verde. Ningun peaton, al ver la luz a su favor en Parliament Square, vacila. Berowne le dirigio una mirada apenada, como si quisiera decir: «Ya ve que incluso los semaforos conspiran contra mi», y atraveso la calle con paso vivo. Dalgliesh le vio cruzar Bridge Street, contestar al saludo del policia de guardia y desaparecer en New Palace Yard. Habia sido un encuentro breve y poco satisfactorio. Tenia la sensacion de que Berowne se encontraba en un apuro mas grave y mas sutilmente inquietante que aquellos mensajes anonimos. Regreso a Scotland Yard diciendose a si mismo que si Berowne queria hacer alguna confidencia, lo haria en el momento que el juzgara mas conveniente.

Pero aquel momento no llegaria nunca. Y habia sido a su regreso de Bramshill una semana mas tarde cuando, al conectar la radio, oyo la noticia de que Berowne habia dimitido de su cargo ministerial. Los detalles fueron escasos. Como unica explicacion, Berowne dijo que habia llegado en su vida el momento de tomar una nueva direccion. La carta del primer ministro, publicada en el Times del dia siguiente, habia sido convencionalmente elogiosa, pero breve. El gran publico britanico, al que en su mayoria le hubiera sido dificil nombrar a tres miembros del Gabinete, en este o cualquier otro gobierno, estaba ocupado buscando el sol en uno de los veranos mas lluviosos de los ultimos anos, y acepto la perdida de un joven ministro con ecuanimidad. Aquellos chismosos parlamentarios que permanecian en Londres, soportando el aburrimiento de la epoca de calma, esperaban, expectantes, el escandalo que se produciria, y Dalgliesh esperaba con ellos. Sin embargo, al parecer no habia escandalo y la dimision de Berowne seguia sumida en el misterio.

Desde Bramshill, Dalgliesh habia reclamado ya los informes sobre las investigaciones efectuadas sobre la muerte de Theresa Nolan y Diana Travers. A la vista de los documentos, no habia motivo de preocupacion. Theresa Nolan, despues de pasar por un confinamiento medico por motivos psiquiatricos, habia dejado una nota para sus abuelos, que estos habian confirmado como escrita sin duda por ella y en la que dejaba bien clara su intencion de poner fin a sus dias. Y Diana Travers, despues de beber y comer con exceso, al parecer se habia zambullido en el Tamesis para nadar hasta la barcaza donde sus companeros se estaban divirtiendo. A Dalgliesh le habia quedado una sensacion de duda en el sentido de que ninguno de los dos casos era tan claro como los informes pretendian demostrar, pero, por otra parte, tampoco habia pruebas prima facie de juego sucio en ninguna de las dos muertes. No tenia la menor certeza acerca de que profundidad habia de dar a sus investigaciones, o de si, dada la dimision de Berowne, habia alguna motivacion para ellas. Habia decidido no hacer nada mas de momento y dejar que Berowne diera el primer paso al respecto.

Y ahora Berowne, presunto portador de la muerte, habia muerto a su vez, por su propia mano o por la de alguna otra persona. Cualquiera que fuera el secreto que queria confiarle en aquel breve paseo hasta la Camara, quedaria ignorado para siempre. Pero, si de hecho habia sido asesinado, entonces los secretos saldrian a relucir: a traves de su cadaver, a traves de los intimos detritos de su vida, a traves de las bocas, sinceras, traicioneras, balbuceantes o titubeantes, de su familia, sus enemigos y sus amigos. El asesinato era el principal destructor de la intimidad, como lo era de tantas otras cosas. Y a Dalgliesh el hecho de que debiera ser el, el hombre ante el cual Berowne habia mostrado cierta disposicion a la confianza, quien ahora se pusiera en marcha para iniciar ese proceso inexorable de violacion, le parecia un giro ironico del destino.

IV

Casi habian llegado a la iglesia cuando por fin pudo volver sus pensamientos al momento presente. Massingham habia observado, en atencion a el, un silencio inusual, como si percibiera que su jefe le agradecia este breve intervalo entre el conocimiento y el descubrimiento. Y no le fue necesario preguntar el camino. Como siempre, habia trazado el mapa de su ruta antes de partir. Avanzaban por la carretera de Harrow y acababan de pasar ante el complejo del Hospital Saint Mary, cuando de pronto aparecio ante ellos, a su izquierda, el campanario de Saint Matthew. Con sus petreos motivos cruzados, sus altos ventanales arqueados y su cupula de cobre, recordo a Dalgliesh las torres que, en su infancia, habia erigido laboriosamente con su juego de construcciones, colocando precariamente una pieza sobre otra, hasta que finalmente se derrumbaban todas, en ruidoso desorden, en el suelo del cuarto de jugar. Este le ofrecia ahora la misma fragilidad y, mientras lo miraba, casi esperaba ver como se inclinaba y se derrumbaba.

Sin decir palabra, Massingham enfilo el siguiente desvio a la izquierda y una estrecha carretera flanqueada en ambos lados por una serie de casitas. Eran todas ellas identicas, con sus ventanucos de la planta superior, sus porches estrechos y su cuadrada ventana principal, pero era evidente que aquella carretera se adentraba en un mundo. Algunas de las casas todavia mostraban los signos indicativos de una ocupacion multiple; cesped cuidado, pintura que se caia y cortinas corridas para mantener los secretos del interior. Pero a estas casas las sucedian otras con mayor colorido, de cierta aspiracion social, con puertas recien pintadas, farolillos, alguna que otra maceta colgante con flores, y el jardin delantero pavimentado para permitir el aparcamiento del coche. Al finalizar el camino, la enorme mole de la iglesia, con sus paredes majestuosas de ladrillo ennegrecido por el humo, parecia tan extrana al lugar como distante de la escala que observaba toda aquella serie de pequenas viviendas unifamiliares.

El gran portico del norte, de un tamano propio para una catedral, estaba cerrado. Junto a el, un mugriento tablero indicaba el nombre y la direccion del parroco y el horario de las misas, pero nada mas sugeria que aquella puerta se abriera en alguna ocasion. Avanzaron lentamente por un estrecho camino asfaltado, entre el muro sur de la iglesia y la barandilla que bordeaba el canal, pero sin observar ningun signo de vida. Era evidente que la noticia del asesinato todavia no habia circulado. Habia tan solo dos coches aparcados ante el porche sur. Uno de ellos, supuso, pertenecia al sargento de detectives Robins, y el Metro rojo a Kate Miskin. No le sorprendio que esta hubiera llegado antes que ellos. Ella misma abrio la puerta antes de que Massingham pudiera llamar, con su ovalado y atractivo rostro bien maquillado bajo la aureola de cabellos de color castano claro, y ofreciendo, con su camisa, sus pantalones y su chaqueta de cuero, un aspecto tan elegante como si acabara de llegar de un paseo por la campina. Dijo:

– Respetuosos saludos del inspector de distrito, senor, pero ha tenido que regresar a la comisaria. Ha habido

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