que le habia dado resultaba, sin duda, chocante. Por un lado le daba, como nunca le habia dado, una idea de la intimidad de sus relaciones con Agnes, le mostraba como algo brutalmente real el hecho de que la relacion que habia tenido con la francesa no era de naturaleza meramente platonica; eso, ciertamente, la hacia sentirse incomoda. Por otro lado, significaba un importante cambio en su vida y, sobre todo, una afrenta a la moral de la buena sociedad de Rio Maior. Pero, al fin y al cabo, y por mucho que protestase, a Afonso no le cabia la menor duda de que Carolina acabaria conformandose con la situacion. Por otra parte, no habia otro remedio. La decision ya estaba tomada.

Soporto con infinita paciencia las recriminaciones, el reproche, las lagrimas, la furia y las amenazas, y una manana de mayo, decidido y esperanzado, cogio el tren hasta Lisboa, desde donde siguio hacia Madrid, despues a Paris y, finalmente, a Flandes.

Fue un viaje largo, hecho en silencio, con la mente sumida en un torbellino de pensamientos. Le preocupaba lo que iba a encontrar, la forma en que su hija reaccionaria ante su presencia y como el se comportaria ante la de ella. Serian extranos de la misma sangre, unidos por una unica mujer, ella huerfana de madre, el viudo del amor que no habia vivido, ambos victimas de acontecimientos que no controlaban, meros juguetes en manos del destino, hojas arrojadas al viento por el soplo de una terrible y asombrosa tormenta.

Cuando el tren recorria velozmente la melancolica planicie de Flandes, Afonso sintio un deseo irresistible de reencontrarse con el pasado, de enfrentarse con los fantasmas que diariamente ensombrecian su sueno. Decidio por ello, en un impetu, en un arrebato, hacer escala en Aire-sur-la-Lys antes de proseguir viaje hasta Lille. Se apeo en la estacion de Aire, admiro el aspecto familiar que tenian las cosas, le extranaron los pequenos cambios, las paredes reconstruidas, las calles arregladas. Habia aun muchas ruinas, pero se sentia el aroma de las cosas nuevas. Se subio a un taxi y le pidio al chauffeur que lo llevase a las antiguas trincheras del sector entre Fauquissart y Ferme du Bois. El pequeno Peugeot siguio hasta Laventie y paso al lado del cementerio militar. Afonso le ordeno parar y fue a visitar el recinto. Consulto a un responsable y descubrio algunas tumbas que buscaba. Estaban alli la de Joaquim y la de Vicente, el Manitas, que habian muerto en Picantin Post, pero no habia senales de las sepulturas del sargento Rosa, de Abel, el Canijo, y de Baltazar, el Viejo, probablemente enterrados deprisa por los alemanes en una fosa comun. Las lapidas de Joaquim y de Vicente, el Manitas, igual que las restantes, estaban descuidadas; el cementerio daba sensacion de abandono. Se arrodillo sobre ambas tumbas, conmovido, y rezo en memoria de los hombres a quienes habia dirigido hasta el momento de su muerte.

Volvio despues al taxi y prosiguio hasta Fauquissart. Reconocio la Rue Tilleloy, ahora bien arreglada, la carretera reparada, los campos verdes a un lado, dorados de trigo al otro, los arboles vigorosos y las flores garridas, el rocio reluciente en los petalos coloridos, semejante a lagrimas frescas y cristalinas. El horizonte se llenaba de robustos chopos, platanos, tilos, olmos, se veian perezosas vacas pastando donde antes solo se encontraba desolacion; la vida habia renacido bajo los crateres y todo se habia transformado. En vez de que la despanzurrasen granadas, los instrumentos agricolas removian ahora la tierra para plantar patatas, cereales, remolacha, avena, zanahorias. Las viejas trincheras se veian irreconocibles, tapadas por la vegetacion, la naturaleza se habia encargado de ocultar con plantas aquellas cicatrices abiertas en el suelo. Identifico por aproximacion el lugar donde habia estado situado el Picantin Post, escenario de tantas pesadillas, volvio a acordarse de Joaquim y de Vicente, el Manitas, que habian caido alli. Sintio una emocion enorme al pasar por el antiguo puesto, pero no habia duda de que todo habia cambiado, se habia vuelto diferente, mas apacible, incluso acogedor.

Bajo hasta Neuve Chapelle y fue a visitar el memorial de la guerra, en la Mairie, y la iglesia de Saint Christophe, ya reconstruida, que albergaba uno de los celebres Cristos de las trincheras, que, durante la guerra, tanto impresionaron a los soldados portugueses. Aquella estatua de Cristo en la cruz habia sobrevivido a la destruccion de la iglesia; la cruz se mantuvo plantada en medio de las ruinas, a cielo abierto, la figura de Jesus practicamente intacta, en una obstinada resistencia que habia despertado la veneracion respetuosa de los atemorizados soldados portugueses. Afonso se acerco tambien a Bethune para volver a ver el anexo donde habia vivido con Agnes. La casa seguia igual, pero el anexo se habia transformado en un garaje, con una de las paredes sustituida por un porton. Al ver aquel recinto donde paso dias tan intensamente felices, un dolor desgarrador le oprimio el corazon, la vieja herida volvia a abrirse. Con un nudo en la garganta y los ojos humedos, se alejo rapidamente, la dolorosa nostalgia era un sufrimiento que no queria revivir, no con aquella intensidad.

Al ponerse el sol, cansado y abatido, doblegado por la triste melancolia de quien acaba de remover la herida aun sin cicatrizar, exhausto de reavivar la ulcera de su sufrimiento diario, pidio al taxista que lo llevase finalmente a Lille. No estaba muy lejos, ahora que los alemanes no obstruian el camino. Cuando arranco el Peugeot, pego la cara al cristal trasero, vio por ultima vez el paisaje que ensombrecia sus pesadillas, se despidio en silencio de los companeros caidos, dijo adios al pasado y a los recuerdos que lo afligian, vio desaparecer la vieja linea del frente en el lugubre hilo del horizonte, banado por los taciturnos rayos dorados del crepusculo, y se enderezo en el asiento, sintiendose subitamente leve y aliviado, sereno y en paz consigo mismo.

Tal como diez anos antes, entro en Lille por la Porte de Bethune y subio por la Rue d'Isly por el Boulevard Vauban hasta llegar a la Citadelle. Una vez ahi, giro a la derecha, hacia el Boulevard de la Liberte, y entro por la primera a la izquierda, por la Rue Nationale, hasta desembocar en la Grande Place. Le dijo al taxista que aguardase y fue hasta la Vieille Bourse a buscar el Chateau du Vin. Encontro la tienda de los vinos, pero estaba cerrada, lo que no lo sorprendio, ya que eran mas de las ocho de la noche. Sin desanimarse, golpeo todas las puertas en busca de indicaciones sobre el paradero del viejo Paul Chevallier. Una senora de mediana edad le sugirio que hablase con el guardian de las tiendas y le indico el sitio donde encontrarlo. Afonso se encontro por fin con el hombre, pero le resulto algo dificil convencerlo para que le confiase la direccion de la casa del dueno del Chateau du Vin, lo que solo obtuvo despues de darle un billete de diez francos.

A las nueve de la noche, el taxi se detuvo enfrente de una de las puertas de la Rue do Palais Rihour, contigua a la Grande Place. Afonso examino la fachada, se trataba de un edificio antiguo en pleno centro de la ciudad, los balcones bien cuidados, multicolores, mignonnes, como diria Agnes. La noche estaba helada, como en los viejos tiempos, el aire humedo crecia en nubes de vapor frente a la boca, y una niebla se cernia sobre los tejados, abrazandolos con celo. Respiro hondo y cruzo la calle. Toco el timbre y oyo el sonido en el interior de la casa. Aguardo un instante. Sintio pasos lentos que se acercaban. Se abrio la puerta y se asomo un viejo alto y delgado, con el rostro surcado de arrugas y marcado por pomulos salientes. Tenia los ojos de un color azul cristalino; los cabellos tan blancos que parecian nieve.

– Oui? S'il vous plait?

– Monsieur Paul Chevallier?

– C'est moi.

– Bon soir. Soy el capitan Afonso Brandao, de Portugal.

Se hizo el silencio. El viejo abrio sus ojos azules, lo miro con intensidad, abrio la boca y la cerro de nuevo, pero volvio a abrirla.

– ?Capitan Alphonse?

Afonso sonrio con carino, resonaba otra voz en aquel Alphonse.

– C'est moi. Finalmente.

El viejo lo miro con desconfianza.

– ?Usted es realmente el capitan Alphonse?

– Si, soy yo.

– ?De Portugal?

– Si, si, soy yo.

El viejo parecia turbado.

– Zur alors! -exclamo-. Pero yo recibi una carta hace diez anos, creo que de su madre, diciendo que usted habia muerto -vacilo-. Incluso me pidio que no volviese a escribir.

Esta vez le toco a Afonso sorprenderse. «Maldita Isilda -penso-. No se le escapo nada. Lo previo todo esa vieja del demonio. Que arda en el Infierno.»-Monsieur -

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