Aquel prior por nombramiento propio y extranamente vestido de obispo, le habia dado la impresion de un fanatico de mucho cuidado. Luego de despotricar contra el Vaticano II y las nuevas reformas introducidas en la Iglesia, habia criticado con encono los peligros de la moderna vida secular. Elena llego a la conclusion de que, en lo religioso, era un seguidor del cardenal Lefevre y, en politica, le situaba bastante a la derecha del desaparecido general Franco. Al preguntarle ella por la Orden de la Palma, declaro que no pasaba de ser una nueva fundacion que habia existido antano en el mismo lugar, y que su rito se basaba en el de los premonstratenses.
Se dedico, en el recogimiento de la celda, a estudiar el folleto de orientaciones destinado a los ejercitantes laicos, por el cual supo que contaban con que asistiese siete veces al dia, en la capilla, en compania de los hermanos y hermanas del convento, a la celebracion de las horas canonicas. Las comidas se servirian en el refectorio despues de prima, sexta y completas, y no habria platos de carne durante la Semana Santa, hasta el Domingo de Pascua. Podia intervenir a diario, si asi era su deseo y se consideraba en el debido estado de contricion, a las procesiones penitenciales. El propio padre Sanandres la confesaria, igualmente si asi lo deseaba. El resto de sus horas libres podia dedicarlo a la contemplacion, aunque quiza le gustara ayudar de vez en cuando a las hermanas en sus labores domesticas y otras tareas.
Elena se puso en pie y, asomandose a la ventanita enrejada, miro hacia la estrecha calle de la Concepcion. Se preguntaba si encontraria la manera de establecer un medio de comunicacion seguro con la sala policial de operaciones de la avenida de Andalucia. El comisario Bernal le habia pedido que cuidase de estar disponible cuando llegaran por las tardes las mujeres de la Adoracion Diurna: trataria de organizarle un contacto por medio de una de ellas. Su unica alternativa era participar en las procesiones como penitente descalza cuando los pasos salieran del convento y, una vez en la calle, buscar un telefono.
Despojandose de su costoso vestido de Courreges, lo colgo con pesar en el minusculo armario. El habito castano tenia un tacto aspero y desagradable -mas proximo, penso, a la arpillera que a la lana de merino-, pero se lo puso rapidamente y se lo ajusto con el cinturon de canamo, tras lo cual se calzo las alpargatas, de color azul. Viendo que disponia de una hora hasta la tercia, salio silenciosamente al corredor, cuyas ventanas daban al mayor de los dos patios rectangulares. Abajo, a considerable distancia, vio al padre Sanandres, vestido como antes con sus galas de obispo, hablando muy serio con dos oficiales del ejercito: un coronel y un capitan, le parecio, por las estrellas que lucian en sus gorras caqui. Aunque sus voces resonaban en la quietud del claustro lleno de palmas, la altura era mucha para poder oir lo que decian. Decidio trasladarse a la planta baja, a fin de estar mas cerca de ellos.
El inspector Angel Gallardo, que ya habia encontrado alojamiento en una limpia pension proxima al puerto de pescadores de Rota, se encontraba en su ambiente favorito: un cafe de los muelles, lleno de humo. El largo mostrador cubierto de cristal exhibia una enorme variedad de mariscos y pescados de la zona, asi como de tapas a base de carne y hortalizas. El suelo aparecia sembrado, casi hasta la altura de los tobillos, de pieles de gamba, huesos de aceituna, mojadas colillas de puros y de cigarrillos, manchadas y rotas servilletas de papel y rasgados «cromos» o boletos fallidos. El ruido de las asperas voces de los pescadores era ensordecedor.
Radiante de satisfaccion, Angel habia invitado a una ronda de copitas de manzanilla a un grupo de cinco pescadores, que aceptaron gustosos la hospitalidad del locuaz turista madrileno y daban suelta a su descontento por los metodos de las autoridades marroquies y a su desden por la falta de redanos que mostraba el gabinete de Calvo Sotelo en la negociacion de un acuerdo pesquero que les permitiese faenar en condiciones mas ventajosas en la costa africana. Llevaban cuatro dias sin hacerse a la mar, debido al apresamiento en Tanger de una de las embarcaciones de sus amigos.
Mientras les alentaba en su parloteo, Angel encargo una racion de ostras rebozadas y empezo a desviar lentamente la conversacion hacia el tema de los arrastreros sovieticos. Uno de sus interlocutores menos jovenes y mas curtidos, cuya musculatura realzaba un ajustado niqui a rayas azules y blancas, acogio con sonora risa la pregunta del simpatico madrileno.
Los vemos casi todas las noches, por lo regular en parejas, y le aseguro a usted que, de pescar, nada. Esos no nos hacen la competencia. Con todas las antenas que llevan montadas en las jarcias, es otra pesca la que persiguen. Muy simpaticos, cuando nos acercamos: a veces nos echan una botella de vodka ruso, del mejor. Pero si ellos se acercan demasiado, los americanos les envian una corbeta y los echan.
– ?Y que me dices, Eusebio, del submarino que estuvo a punto de volcar al
Angel aguzo el oido.
– Un asunto raro, aquel. Hace unas semanas, un sabado por la noche era, estabamos pescando con el
– ?Y que era? -pregunto el mas joven de los marineros-. El submarino ese, quiero decir.
– No pudimos enterarnos. Una cosa negra, de entre cuatro y cinco metros de largo y uno y medio de ancho, que salio a la superficie justo debajo del
La conversacion paso de forma natural a la base norteamericana y a lo mucho que la vida habia cambiado en Rota desde la llegada de los yanquis en 1953.
– Hay que reconocer que ha traido mucho dinero a la ciudad -apunto uno de los jovenes.
– Pero la pesca no ha vuelto a ser lo que era -objeto Eusebio, el de mas edad-. La mejor epoca fue en los anos cuarenta y cincuenta, cuando escaseaba la comida y sacabamos buenos precios por las capturas. Ahora, con todos esos aparatos de sonar y todas esas redes antisubmarino, los peces se asustan, y a nosotros nos complican el entrar y salir del puerto, por no decir nada, cuando por fin hemos salido, de los condenados marroquies.
Ese comentario les hizo volver a sus preocupaciones cotidianas. No obstante, Angel considero que se habia hecho con una informacion muy interesante para Bernal.
Escudada por una talluda datilera, al lado norte del claustro principal de la Casa de la Palma, Elena Fernandez se habia sentado en un banco de marmol y, con un rosario entre los dedos, fingia leer un misalito de tapas de pergamino blanco. Iba acostumbrandose ya a la aspereza del habito, e incluso apreciaba la proteccion que le ofrecia frente al helado asiento, donde quedaba oculta por una serie de grandes macetas de azucenas y amarilis carmesi cuyo intenso perfume la tenia algo mareada.
Rompia unicamente el silencio el argentino murmullo de una fuente en la que la estatua de un angel sostenia ante la boca una trompeta de la cual brotaba el fino chorrillo intermitente. El suave eco del agua apenas permitia a Elena captar la atenuada voz del padre Sanandres y de los dos oficiales, que mantenian una conversacion ambulante, de modo que confio en que orientasen sus pasos hacia donde ella estaba. Distinguia claramente ambos extremos de la arcada norte del claustro, al parecer menos frecuentada por los religiosos de la casa que su lado sur, el que unia el vestibulo principal con la capilla.
A medida que se acercaban las voces masculinas, se acurruco en un rincon del banco, fingiendose todavia mas absorta en sus devociones. Alcanzo entonces a oir unas cuantas palabras: «… castillo de Santa Catalina… operacion nocturna… lugar seguro…», y mas tarde frases completas, que atribuyo al oficial de mas edad, el coronel:
– Desde luego, todo ese asunto ha sido un escandalo. El jefe de la JUJEM no tendria que haberse inmiscuido. Y la actitud de la policia fue una pura traicion.
Elena capto los murmullos desaprobadores del padre Sanandres.
– Bien, padre, encontramos que el mejor momento seria el sabado por la noche, cuando la guarnicion estara menos protegida, a causa de los permisos de fin de semana.
– ?Pero no bloquearan en seguida las carreteras? -oyo Elena que preguntaba el oficial joven.