podriamos poner en marcha el plan previsto para estos casos, consistente en interceptar los accesos a este lado de la Puerta de Tierra, con lo cual quedan virtualmente cerradas las salidas de la ciudad vieja, y situar otro control en este lado de La Cortadura, que equivale a aislar a Cadiz-2 de la bahia. Pero la operacion nos llevaria probablemente unos cinco o diez minutos.

Conociendo la velocidad con que solian moverse los andaluces, se pregunto Bernal si los calculos de Fragela no pecarian de cierto optimismo.

– Asi pues, la idea de llevar a los excarcelados a una casa franca cercana no es tan mala, despues de todo, ?no? -tanteo-. En especial si mantienen alli a los evadidos durante cosa de una semana, a la espera de que se hayan aquietado los animos.

Fragela reconocio que el plan podia dar muy buenos resultados.

– El unico riesgo esta en que les viesen entrar en el convento.

– Pero los vecinos de esa calle estan acostumbrados a las idas y venidas de los oficiales que lo visitan. Y la ciudad estara en fiestas esa noche -dijo Bernal. Tras un momento de reflexion, anadio-: Quiero que indague de forma discreta la identidad del coronel y el capitan que visitan al padre Sanandres. Yo entretanto hablare con el Ministerio de Defensa por el telefono con selector de frecuencias.

El sol poniente tenia de rojo sangre las aguas de la bahia de Cadiz en tanto Angel Gallardo y el chofer de paisano, en su Seat 600 rojo, seguian a discreta distancia, por la comarcal que sale de Rota hacia el este, el Cadillac de matricula marroqui. En las estrechas calles del Puerto de Santa Maria se vieron retenidos a causa de una procesion: la de la Cofradia de Maria Santisima del Desconsuelo, cuya Virgen, de cerosos rasgos e impasible mirada fija en el infinito, avanzaba cabeceante, banada en el fulgor amarillo de sus cirios de talladas pantallas de cristal, sobre la plataforma espesamente alfombrada de claveles rojos y blancos, impelida su enorme carga por los costaleros penitentes bajo el rapido avance de las sombras.

Cuando el Cadillac, que habia conseguido escabullirse por travesias secundarias, entro en la anchurosa Nacional VI, bordeada por las famosas bodegas de Terry y las de otros exportadores de vino, el chofer moro piso el acelerador, con lo que el resplandeciente turismo casi se perdio de vista.

– Como no le des un poco de cana a tu famoso motor trucado -le dijo Angel a su acompanante-, los perdemos.

En cuanto entraron en la serie de cerradas curvas que forma la Nacional VI entre las colinas, al este del Puerto, el pequeno Seat empezo a acortar distancias, y al cabo de cinco kilometros alcanzaron la bien senalizada variante que da acceso al nuevo casino, producto, como todos los demas, de la liberalizacion posfranquista.

– Acorta un poco -pidio Angel-; no es cuestion de entrar en el establecimiento pegados al trasero de ellos.

La pequena carretera serpeaba un corto trecho entre altozanos con vistas a la bahia ya en sombras, hasta que repentinamente divisaron el iluminadisimo edificio de dos plantas que, metido en un hondon y con sus enjalbegados muros, era la viva estampa de un dar tetuani. Sus sencillos arcos, de verdes celosias, que cubrian en ambas plantas su fachada desprovista de autenticas ventanas, le daban, en efecto, el aire de una mansion arabe.

Habiendo estacionado el coche K, los dos policias entraron en el vestibulo, donde las arcadas se repetian en constante motivo decorativo de audaces colores primarios en tomo a una escalera central, de caracol, adornada en su hueco axial por lo que parecia ser un olivo seco.

– ?Crees que nos dejaran entrar con este trapio? -le pregunto Angel al gaditano.

– No siendo noche de gala, por supuesto. A los turistas no les exigen chaqueta y corbata. ?Pero no seria mejor que hablases con el jefe de seguridad? Es un antiguo policia.

Angel echo un vistazo a la cola de los que sacaban entrada. Ni rastro de los cuatro marroquies. Reparo en los precios de los billetes: cuatrocientas pesetas por una sola visita; dos mil por el abono semanal, cuatro mil por el mensual y diez mil por todo el ano. Pensando en lo rapidamente que habian entrado los moros, dedujo que tenian abonos.

El recepcionista dedico a ambos policias una mirada de supremo desden, a todas luces disconforme con su atuendo.

– El jefe de seguridad vendra en seguida. ?Quieren pasar por aqui, por favor? -y les mostro el camino hacia un cuarto situado a la derecha del acceso a la sala de juego.

Angel se sento en la mesa que habia en mitad de la habitacion y encendio un Marlboro. Un momento mas tarde aparecia el responsable de la seguridad, de chaqueta negra y pantalones a rayas.

– ?El inspector Gallardo? -pregunto con cierto titubeo.

– Soy yo -dijo Angel, al tiempo que le mostraba la plateada placa, de grueso relieve y funda de cuero-. Este es el sargento Perez, de Cadiz.

– ?En que puedo servirle, inspector?

– Tenemos discretamente vigilados a cuatro marroquies que acaban de entrar en el casino. Aqui tiene las fotocopias de sus pasaportes. ?Querria consultar el archivo y decirme con que frecuencia les visitan?

– Desde luego, inspector. Con el ordenador, tendremos la informacion en unos minutos. ?Esperaran aqui?

– Prefeririamos esperar en la sala, para ver que hacen.

– Siganme por aqui. En seguida les traere los datos.

– Mejor sera que nos veamos en el bar, dentro de diez minutos -repuso Angel.

Le impresionaron el tamano y la elegancia de la sala de juego principal, con sus hileras de mesas de ruleta francesa y americana y, a los extremos, las pequenas consolas para el black-jack. Tambien alli se insistia en los paneles de colores primarios y en el motivo decorativo de los arcos simples. Dado lo temprano de la hora, solo cuatro mesas de ruleta estaban abiertas, pero la despierta mirada de Angel reparo en una serie de senoras de aspecto acomodado, maduras pero bien conservadas, que jugando simultaneamente en dos o tres maquinas tragaperras, no prestaban atencion alguna al juego de las danzantes ruedecillas ni se dignaban tan siquiera ocuparse de sus ganancias, mas fija su atencion en los jovenes que mas prometian de entre los presentes en la sala. Con su entrada, el y el sargento habian causado cierto revuelo entre aquellas aburridas frecuentadoras de la sala de juego.

Por cubrir las apariencias, Angel se acerco a la mas proxima mesa de ruleta y entrego al croupier un billete de cinco mil pesetas, para que se lo cambiase por fichas. Aunque vio a un par de arabes de albornoz blanco, al fondo de la sala, en las mesas donde las apuestas minimas eran mas altas, se daba cuenta de que no le convenia demostrar demasiado su interes. El y su acompanante empezaron a apostar, el sargento a base de fichas de a cien pesetas, a rojo o a negro, y el, como la mayoria de los jugadores, a plenos elegidos al azar. Cuando, pasados cerca de diez minutos, Perez habia gastado ya todas sus fichas, Angel le hizo una sena y, recogiendo sus considerables ganancias, lanzo una propina al croupier, que rastrillandola habilmente, la metio en la caja de las gratificaciones, instalada en una esquina de la mesa.

Camino del bar, vieron que los dos arabes seguian junto a la mesa de boule.

– ?Estas seguro de que son de los nuestros? -pregunto Angel-. A mi todos me parecen iguales.

Pidio una cerveza Skol y pago con dos fichas de sus ganancias. El jefe de seguridad aparecio en una puerta lateral, y como le hiciera una sena, Angel se le acerco con naturalidad, llevando consigo el vaso.

– Aqui estan las fichas de asistencia de dos de sus marroquies, que tienen abono anual. Como vera, son clientes muy estimados. El piloto y el otro no habian estado aqui con anterioridad. A los dos primeros el director suele invitarlos a la sala privada, donde no hay limite ni de apuestas ni de ganancias, y pueden jugar al chemin de fer, que es su juego favorito. Lo habia en la sala principal, pero lo retiramos hace poco, porque traia mas problemas que ganancias.

– ?Y es ahi donde estan ahora -quiso saber Angel-, en la sala privada?

– Si, y los otros dos se reuniran con ellos despues de haber echado un vistazo por aqui abajo, aunque no creemos que sean jugadores serios.

– ?Habria manera de que observasemos la sala privada sin ser vistos?

– Tendre que consultar con el director -respondio el jefe de seguridad, vacilando.

– A ver si me lo consigue -pidio Angel-. Le espero en el bar.

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