Tal como Kote habia imaginado, a la noche siguiente volvieron todos a la Roca de Guia para cenar y beber. Hubo unos cuantos intentos desganados de contar historias, pero fracasaron rapidamente. Nadie estaba de humor para historias.

De modo que todavia era temprano cuando la conversacion abordo asuntos de mayor trascendencia. Comentaron los rumores que circulaban por el pueblo, la mayoria inquietantes. El Rey Penitente estaba teniendo dificultades con los rebeldes en Resavek. Eso era motivo de preocupacion, aunque solo en terminos generales. Resavek quedaba muy lejos, e incluso a Cob, que era el que mas habia viajado, le habria costado localizarlo en un mapa.

Hablaron de los aspectos de la guerra que les afectaban directamente. Cob predijo la recaudacion de un tercer impuesto despues de la cosecha. Nadie se lo discutio, pese a que nadie recordaba un ano en que se hubieran cobrado tres impuestos.

Jake auguro que la cosecha seria buena, y que por lo tanto ese tercer impuesto no arruinaria a muchas familias. Excepto a los Bentley, que ya tenian dificultades. Y a los Orisson, cuyas ovejas no paraban de desaparecer. Y a Martin el Chiflado, que ese ano solo habia plantado cebada. Todos los granjeros con dos dedos de frente habian plantado judias. Eso era lo bueno que tenia la guerra: que los soldados comian judias, y que los precios subirian.

Despues de unas cuantas cervezas mas, empezaron a expresar otras preocupaciones mas graves. Los caminos estaban llenos de desertores y de otros oportunistas que hacian que hasta los viajes mas cortos resultaran peligrosos. Que los caminos estuvieran mal no era ninguna novedad; eso lo daban por hecho, como daban por hecho que en invierno hiciera frio. La gente se quejaba, tomaba sus precauciones y seguia ocupandose de vivir su vida.

Pero aquello era diferente. Desde hacia dos meses, los caminos estaban tan mal que la gente habia dejado de quejarse. La ultima caravana que habia pasado por el pueblo la formaban dos carromatos y cuatro guardias. El comerciante habia pedido diez peniques por media libra de sal, y quince por una barra de azucar. No llevaba pimienta, canela ni chocolate. Tenia un pequeno saco de cafe, pero queria dos talentos de plata por el. Al principio, la gente se habia reido de esos precios. Luego, al ver que el comerciante se mantenia firme, lo insultaron y escupieron en el suelo.

Eso habia ocurrido hacia dos ciclos: veintidos dias. Desde entonces no habia pasado por el pueblo ningun otro comerciante serio, aunque era la estacion en que solian hacerlo. De modo que, pese a que todos tenian presente la amenaza de un tercer impuesto, la gente miraba en sus bolsitas de dinero y lamentaba no haber comprado un poco de algo por si las primeras nevadas se adelantaban.

Nadie hablo de la noche anterior, ni de esa cosa que habian quemado y enterrado. En el pueblo si hablaban, por supuesto. Circulaban muchos rumores. Las heridas de Carter contribuian a que esos rumores se tomaran medio en serio, pero solo medio en serio. Mas de uno pronuncio la palabra «demonio», pero tapandose la sonrisa con una mano.

Solo los seis amigos habian visto aquella cosa antes de que la enterraran. Uno de ellos estaba herido, y los otros habian bebido. El sacerdote tambien la habia visto, pero su trabajo consistia en ver demonios. Los demonios eran buenos para su negocio.

Al parecer, el posadero tambien la habia visto. Pero el era un forastero. El no podia saber esa verdad que resultaba tan obvia a todos los que habian nacido y habian crecido en aquel pueblecito: las historias se contaban alli, pero sucedian en algun otro sitio. Aquel no era un sitio para los demonios.

Ademas, la situacion ya estaba lo bastante complicada como para buscarse mas problemas. Cob y los demas sabian que no tenia sentido hablar de ello. Si trataban de convencer a sus convecinos, solo conseguirian ponerse en ridiculo, como Martin el Chiflado, que llevaba anos intentando cavar un pozo dentro de su casa.

Sin embargo, cada uno de ellos compro una barra de hierro frio en la herreria, la mas pesada que pudieran blandir, y ninguno dijo en que estaba pensando. Se limitaron a protestar porque los caminos estaban cada vez peor. Hablaron de comerciantes, de desertores, de impuestos y de que no habia suficiente sal para pasar el invierno. Recordaron que tres anos atras a nadie se le habria ocurrido cerrar las puertas con llave por la noche, y mucho menos atrancarlas.

A partir de ahi, la conversacion fue decayendo, y aunque ninguno revelo lo que estaba pensando, la velada termino en una atmosfera deprimente. Eso pasaba casi todas las noches, dados los tiempos que corrian.

2 Un dia precioso

Era uno de esos dias perfectos de otono tan comunes en las historias y tan raros en el mundo real. El tiempo era agradable y seco, el ideal para que madurara la cosecha de trigo o de maiz. A ambos lados del camino, los arboles mudaban de color. Los altos alamos se habian vuelto de un amarillo parecido a la mantequilla, mientras que las matas de zumaque que invadian la calzada estaban tenidas de un rojo intenso. Solo los viejos robles parecian reacios a dejar atras el verano, y sus hojas eran una mezcla uniforme de verde y dorado.

Es decir, que no podia haber un dia mas bonito para que media docena de ex soldados armados con arcos de caza te despojaran de cuanto tenias.

– No es una yegua muy buena, senor -dijo Cronista-. Apenas sirve para arrastrar una carreta, y cuando llueve…

El hombre lo hizo callar con un ademan brusco.

– Mira, amigo, el ejercito del rey paga muy bien por cualquier cosa con cuatro patas y al menos un ojo. Si estuvieses completamente majara y fueras por el camino montado en un caballito de juguete, tambien te lo quitaria.

El jefe del grupo tenia un aire autoritario. Cronista dedujo que debia de ser un ex oficial de baja graduacion.

– Apeate -ordeno serio el individuo-. Acabemos con esto y podras seguir tu camino.

Cronista bajo de su montura. Le habian robado otras veces, y sabia cuando no se podia conseguir nada discutiendo. Esos tipos sabian lo que hacian. No gastaban energia en bravuconadas ni en falsas amenazas. Uno de los soldados examino la yegua y comprobo el estado de los cascos, los dientes y el arnes. Otros dos le registraron las alforjas con eficacia militar, y pusieron en el suelo todas sus posesiones materiales: dos mantas, una capa con capucha, la cartera plana de cuero y el pesado y bien provisto macuto.

– No hay nada mas, comandante -dijo uno de los soldados-. Salvo unas veinte libras de avena.

El comandante se arrodillo y abrio la cartera plana de piel para examinar su contenido.

– Ahi dentro solo hay papel y plumas -dijo Cronista.

El comandante giro la cabeza y le miro por encima del hombro.

– ?Eres escribano?

Cronista asintio.

– Asi es como me gano la vida, senor. Y eso a usted no le sirve para nada.

El hombre rebusco en la cartera, comprobo que era cierto y la dejo a un lado. A continuacion vacio el macuto sobre la capa extendida de Cronista y reviso su contenido.

Se quedo casi toda la sal de Cronista y un par de cordones de bota. Luego, para consternacion del escribano, cogio la camisa que Cronista se habia comprado en Linwood. Era de hilo bueno, tenida de color azul real, oscuro, demasiado bonita para viajar. Cronista ni siquiera habia tenido ocasion de estrenarla. Dio un suspiro.

El comandante dejo todo lo demas sobre la capa y se levanto. Los otros se turnaron para rebuscar entre los objetos personales de Cronista.

El comandante dijo:

– Tu solo tienes una manta, ?verdad, Janns? -Uno de los soldados asintio-. Pues quedate esa. Necesitaras otra antes de que termine el invierno.

– Su capa esta mas nueva que la mia, senor.

– Cogela, pero deja la tuya. Y lo mismo te digo a ti, Witkins. Si te llevas ese yesquero, deja el tuyo.

– El mio lo perdi, senor -dijo Witkins-. Si no, lo dejaria.

Todo el proceso resulto asombrosamente civilizado. Cronista perdio todas sus agujas menos una, sus dos pares de calcetines de repuesto, un paquete de fruta seca, una barra de azucar, media botella de alcohol y un par

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