literatura prohibida, en especial al repugnante
– ?Me garantiza usted que no me ocurrira nada mas? He oido decir que habian ejecutado a algunas personas por delitos menos importantes que este.
– ?Se dicen tantas cosas…! -repuso Paul Bielert-. Pero yo no soy un juez y no puedo garantizarle nada. Aunque tengo bastante experiencia sobre lo que les ocurre a los tipos como usted. Todo juicio dictado debe sernos sometido, y podemos modificar los juicios que no nos satisfacen. Si el juez se ha mostrado exageradamente blando, tenemos lo que llamamos los campos de seguridad, donde condenamos, a la vez, al condenado y al juez. Podemos transformar una condena a muerte en liberacion inmediata. -Sonrio-. Todo depende del deseo de colaboracion, mi teniente. La colaboracion nos interesa siempre. Tal vez le gustase trabajar con nosotros. Me interesa especialmente cierta informacion sobre su comandante, el coronel Hinka. Tambien tiene en su Regimiento al capitan de Caballeria Brockmann, que se las da de hombre ingenioso. Faciliteme informacion sobre esos dos hombres. Sobre todo, me interesa el capitan de Caballeria. Me gustaria ver su cabeza en el tajo. Ha vendido articulos alimenticios del Ejercito en el mercado negro. No me desagradaria conocer el nombre del comprador. Pero terminemos antes con su asunto. Confiese, cumpla su condena en Torgau y al cabo de tres semanas, ire a buscarle para reexpedirle a su Regimiento, como teniente. Todo de manera que les parezca normal a sus camaradas. Pronto podra demostrar que lamenta su estupida conducta. Pero nosotros no obligamos a nadie a colaborar. Usted mismo ha de decidirlo.
El teniente Ohlsen se agitaba en su silla. Miro durante mucho rato al consejero criminal, terriblemente palido, que ocultaba los ojos tras unas grandes gafas oscuras. Ohlsen tenia la impresion de estar sentado frente al diablo. Las gafas negras convertian a Bielert en un ser anonimo. Solamente la voz era personal. Un torrente de palabras malevolas.
– Senor consejero criminal, rechazo con firmeza sus acusaciones, y por lo que respecta a la colaboracion, conozco mi deber de ciudadano del Tercer Reich: comunicar inmediatamente cualquier sospecha de pensamientos o palabras dirigidos contra el Estado.
Bielert se echo a reir.
– No se embale demasiado. No soy tonto. ?No comprende lo que busco? Usted no me interesa. A quien quiero es a un miembro de su familia. Me contentare con uno solo. Podria detener a toda la familia, si quisiera, pero no lo hare. Solo precisamos un miembro de cada familia del pais. Es una necesidad.
El teniente Ohlsen se puso rigido.
– No acabo de entenderle, senor Bielert. No veo que relacion tiene mi caso con mi familia.
Bielert hojeo unos papeles que tenia delante. Arrojo la colilla de su cigarro por la ventana abierta.
– ?Que me diria si empezaramos por disponer una orden de detencion contra su padre? El 2 de abril de 1941, a las 11,19 horas, discutia de politica con dos amigos. En el transcurso de la conversacion dijo que habia dejado de creer en una victoria nazi, que consideraba al Estado como un gigante con pies de barro. Estas palabras no parecen muy graves, mi teniente, pero cuando las hayamos arreglado un poco, quedara usted sorprendido. No sera solo el apartado 91. Su hermano Hugo que sirve en el 31.° Regimiento Blindado, en Bamberg, ha expresado una opinion a la que podriamos calificar de extrana, sobre las estadisticas del Tercer Reich. Tambien podria enviar una invitacion a su madre o a su hermana. Fijemonos por un momento en su hermana. -Se recosto en la silla y ojeo unos documentos-. Es enfermera en un hospital militar del Ejercito del Aire, en Italia. Durante su servicio en un barco hospital, en Napoles, el 14 de septiembre de 1941, afirmo que maldecia la locura que Hitler habia implantado. Solo el era responsable de los sufrimientos de los heridos. Apartado 91, senor teniente. Como ve, lo sabemos todo. Ni un ciudadano, ni un prisionero puedo hacer o decir algo sin que lo sepamos. Escuchamos de dia y de noche. Nuestros ojos penetran hasta en los ataudes de los cementerios.
Dejo caer ruidosamente una mano sobre el monton de documentos.
– Tengo aqui un caso contra un alto funcionario del Ministerio de Propaganda. El muy imbecil se ha desahogado en presencia de su amante. Cuando le haya hablado de sus escapadas a Hamburgo, estara dispuesto a colaborar. Me gustaria muchisimo poner un poco de orden en el Ministerio del doctor Goebbels. Dos de mis hombres han salido hacia Berlin para entregar a ese burocrata del Ministerio de Propaganda una invitacion para que venga a conversar conmigo.
Bielert se rio de buena gana, enderezo su corbata de color gris palido, se quito un poco de ceniza que tenia en el traje negro.
– Es ridiculo. La gente se queja siempre de que nunca sale. Pero cuando les envio una invitacion para sostener una conversacion intima, no les gusta en absoluto. Y, sin embargo, tenemos la mesa dispuesta las veinticuatro horas del dia. Todos son bien venidos. Y sabemos escuchar. Esto es muy apreciable en sociedad.
– Tiene usted un curioso sentido del humor -no pudo dejar de comentar el teniente Olhsen.
Paul Bielert le miro con sus ojos, frios como el hielo en una noche de invierno.
– El humor no me interesa. Soy el jefe de la seccion ejecutiva de la policia secreta. No nos gustan las bromas. Cumplimos nuestro deber. Nuestra vida es el servicio. La seguridad del pais descansa en nosotros. Liquidamos a cualquier persona que no sepa vivir en nuestra sociedad. Firme la declaracion y dejare tranquilo al resto de su impertinente familia. Era la idea de Reinhard Heydrich. Espere a que hayamos ganado la guerra y vera como toda la poblacion de Europa saludan a los oficiales SS con una profunda reverencia. Hace unos meses, estuve en el Japon, donde vi a holandeses e ingleses inclinarse humildemente ante un teniente de Infanteria.
Se arrellano en el butacon acolchado y apoyo la cabeza en sus manos afiladas. En el brazo del sillon estaba esculpido el emblema de las SS, la calavera.
El teniente, Olhsen se estremecio. Solo faltaban unos cuervos para que pareciera el trono del diablo o el de una bruja. Miro por la ventana. La sirena de un barco silbaba en el Elba. Dos palomas se arrullaban amorosamente en la cornisa, y la bandera roja con la cruz gamada ondeaba sobre el puesto. Un emblema que habia nacido con sangre.
Dos gaviotas gritaban, disputandose un pedazo de carne. A Ohlsen habian dejado de gustarle las gaviotas el dia en que, despues de ser torpedeado en el Mediterraneo, habia visto como reventaban los ojos del comandante, que estaba medio muerto. Los cuervos y los buitres, e incluso las ratas y las hienas, esperaban a que la victima hubiese muerto. Pero las gaviotas no tenian paciencia. Picoteaban los ojos, los extraian en cuanto la victima ya no podia defenderse. Las gaviotas representaban a sus ojos, la Gestapo de los pajaros.
Miro a
Cogio la declaracion y la firmo, apatico. Ya todo le era igual. ?Habia dicho tantas cosas sobre el Fuhrer…! Cosas peores que las que estaban anotadas en aquel papel. El que le habia denunciado no tenia una memoria infalible. ?Si por lo menos pudiera averiguar quien era el soplon y enviar un mensaje al legionario y a Porta…! Se regocijo al pensar en lo que le ocurriria a aquel tipo. Ni siquiera un general de Brigada podria escapar. Porta se habia cargado a muchos tipos. Siempre llevaba un bolsillo lleno de cartuchos con entalladuras. Era con uno de estos que mato al capitan Meyer y a Brandt, miembro de la Gestapo, destinado un dia a la Compania, bajo el disfraz de cabo. Pero el legionario habia descubierto la insignia ovalada de la Policia. Al regresar del proximo reconocimiento, el cabo Brandt fue declarado desaparecido. Cuando la patrulla hubo roto filas, Porta dijo lo suficientemente fuerte para que todo el mundo le oyera: «Dios es bueno. Me ha dado un ojo