– No, no, el senor Leclerc me dejaba siempre notas a maquina. Por su profesion, supongo.
Adamsberg iba a colgar cuando la mujer prosiguio.
– Por lo que se refiere a su descripcion, no es cosa facil. Solo le vi una vez, comprendalo, y no mucho tiempo. Ademas, hace cuatro anos de eso.
– ?Cuando se instalo? ?Le vio usted?
– Naturalmente. A fin de cuentas una no puede trabajar en casas de desconocidos.
– Senora Coutellier -dijo Adamsberg con voz mas ansiosa-, intente ser lo mas precisa posible.
– ?Acaso ha hecho algo malo?
– Muy al contrario.
– Me habria extranado mucho. Un hombre limpio, muy meticuloso. Es una pena que se haya puesto enfermo. Digamos que, segun lo recuerdo, tenia unos sesenta, no mas. Y por lo que se refiere a su aspecto, era normal.
– Intentelo de todos modos. Su talla, su peso, su peinado…
– Un segundo, comisario.
Denise Coutellier puso orden en la pelea infantil y volvio al aparato.
– Digamos que era un hombre no muy alto, mas bien gordo, con el rostro colorado. En cuanto al pelo, era gris, estoy segura, con grandes entradas. Llevaba un traje de terciopelo pardo y una corbata, siempre recuerdo la ropa.
– Aguarde, tomare nota.
– De todos modos, no se fie -dijo la mujer, gritando de nuevo-. Porque la memoria puede jugarnos siempre malas pasadas, ?no es cierto? Le he dicho «bajo», pero con el tiempo he podido deformarlo. Su ropa era mas grande que la talla que yo recordaba. Digamos que para un hombre de un metro ochenta, aunque yo lo imaginaba de un metro setenta. Cuando lo ves, la corpulencia hace parecer mas bajo a un hombre. Lo del pelo ya se lo he dicho, gris, pero en el cuarto de bano o en la ropa interior solo he encontrado, siempre, cabellos blancos. Claro que, en cuatro anos, ha podido encanecer, eso sucede deprisa a esa edad. Por eso se lo digo, lo que uno recuerda a veces no es la verdad.
– Senora Coutellier, ?tiene la mansion dependencias, pabellones?
– Hay un antiguo establo, un granero y, ademas, el pabellon del guarda. Pero estaba abandonado y yo no debia encargarme de el. En el establo dejaba su coche. Y el jardinero tenia acceso al granero, para las herramientas.
– ?Podria decirme la marca y el color del coche?
– Nunca lo vi, comisario, porque el senor ya se habia marchado cuando yo llegaba. Y yo no tenia las llaves de las dependencias, ya se lo he dicho.
– Y en la casa -pregunto Adamsberg pensando en el valioso tridente-, ?tenia usted acceso a todas las habitaciones?
– Salvo al desvan, que estuvo siempre cerrado. El senor Leclerc decia que no valia la pena perder el tiempo en aquel nido de polvo.
El escondite de Barba Azul, habria dicho el comandante Trabelmann. La habitacion prohibida, el reducto de los espantos.
Adamsberg consulto su reloj. Sus relojes, mas bien. El que se habia decidido a comprar hacia dos anos y el que Camille le habia dado en Lisboa, un reloj de hombre que ella acababa de ganar en una tombola. Y que el quiso llevar como prenda de su encuentro, y hasta la vispera de su ruptura. Desde entonces, curiosamente, no se habia quitado aquel segundo reloj, sumergible y deportivo, provisto de multiples botones, cronometros y pequenos cuadrantes cuyo uso ignoraba. Uno de ellos, al parecer, podia indicar en cuantos segundos iba a caerte encima un rayo. Muy practico, habia pensado Adamsberg. No por ello se habia quitado su propio reloj, sujeto con una vieja pulsera de cuero algo ancha, y que chocaba con su vecino. De modo que, desde hacia un ano, llevaba dos relojes en la muneca izquierda. Todos sus adjuntos le habian indicado el hecho y el les habia respondido que tambien se habia dado cuenta. Pero se quedo con los dos relojes, sin saber por que, pues al acostarse y al levantarse necesitaba mas tiempo para quitarselos y volverselos a poner.
Uno de los relojes marcaba las tres menos un minuto, el otro las tres y cuatro. El de Camille siempre iba por delante, pero Adamsberg no tenia interes en saber cual de ellos daba la hora exacta, ni en igualarlos. Aquella diferencia le convenia porque calculaba la media entre ambos, que para el representaba la hora exacta. Las tres y un minuto y medio, pues. Tenia tiempo de tomar de nuevo un tren hacia Estrasburgo.
El joven enviado por la agencia, cuyos ojos verdes y sorprendidos le recordaban al brigadier Estalere, le recogio en la estacion de Haguenau a las dieciocho cuarenta y siete y le condujo al
– No hay muchos vecinos, ?eh? -dijo Adamsberg recorriendo cada una de las habitaciones de la casa abandonada.
– El senor Leclerc habia especificado que, ante todo, deseaba tranquilidad. Un hombre muy solitario. Se ven algunos en su profesion.
– ?Una especie de misantropo, a su entender?
– O tal vez la vida le hubiera decepcionado -aventuro el joven- y preferia vivir alejado del mundo. La senora Coutellier decia que tenia muchos libros. A veces, es la prueba.
Con la ayuda del joven, puesto que tenia el brazo en cabestrillo, Adamsberg paso largo rato tomando huellas donde esperaba que la senora Coutellier no hubiera pasado su trapo, sobre todo en las puertas, manecillas y pestillos, y en los interruptores. El desvan, casi vacio, estaba cubierto de un entablado de madera basta, reticente al desciframiento. Sin embargo, los seis primeros metros no daban la impresion de una superficie que no se hubiera tocado desde hacia cuatro anos, y algunas disparidades casi imperceptibles turbaban la uniformidad del polvo. Bajo una viga, una linea un poco mas clara destacaba en el suelo oscuro. Era osado afirmarlo, pero si el hombre habia depositado un tridente en alguna parte, podia ser alli, donde el mango habia dejado su fugaz huella. Dedico una especial atencion al gran cuarto de bano. La senora Coutellier habia demostrado su celo por la manana, pero la amplitud del cuarto le daba alguna esperanza. En el estrecho intersticio que separaba el pie del lavabo de la pared, encontro un poco de polvo amontonado del que sobresalian algunos pelos blancos, sin brillo.
El joven, paciente y pasmado, le abrio el granero y, luego, el establo. El suelo de tierra batida habia sido barrido, borrando cualquier huella de neumaticos. Maxime Leclerc se habia desvanecido con la levedad de un fantasma.
Los cristales del pabellon estaban oscurecidos por la mugre, pero no habia sido abandonado, segun creia la senora Coutellier. Como Adamsberg esperaba, algunas senales indicaban una presencia puntual: la suciedad del enlosado, un sillon de mimbre limpio y, en el unico estante, unos tenues rastros, probablemente de varias pilas de libros. Alli se escondia Maxime Leclerc durante las tres horas del lunes y el jueves, leyendo en aquel sillon al abrigo de las miradas de la asistenta y del jardinero. Sillon y lectura solitaria que recordaron a Adamsberg a su padre desplegando el periodico, con la pipa en la mano. Toda una generacion habia fumado en pipa y recordo que el juez poseia una, de espuma, como decia con admiracion su madre.
– ?Huele usted? -le dijo al joven-. ?Ese aroma? ?No es el olor a miel del tabaco para pipa?
Aqui, la silla, la mesa y los pomos de las puertas habian sido limpiados todos con detenimiento. A menos, habria dicho Danglard, que no se hubiera limpiado nada, pues los muertos no dejan huellas, asi es. Aunque, aparentemente, leen como todo el mundo.
Adamsberg despidio al empleado pasadas las nueve de la noche en la estacion de Estrasburgo, adonde el joven considero un deber acompanarle, pues ningun tren pasaba ya a aquellas horas por Haguenau. Esta vez, el tren salia al cabo de seis minutos y no habia medio de comprobar si algun dragon extraviado habia ido a meterse en el portico de la catedral. Se habria sabido, estimo Adamsberg.
Tomo notas mientras regresaba, apuntando desordenadamente los detalles descubiertos en el Schloss. Los cuatro anos que Maxime Leclerc habia pasado alli mostraban signos de la mayor discrecion. Una discrecion que rayaba en la evaporacion, una evanescencia significativa.
El hombre gordezuelo con el que habia hablado la senora Coutellier no era Maxime Leclerc, sino uno de sus