– Nunca son pulgones, Froissy, sino altos muros. No es deshonroso que el ascenso parezca dificil.

– Gracias -murmuro Froissy.

– Ya sabe usted, teniente, que a Retancourt no le gusto.

Froissy no lo desmintio.

– ?Le ha dicho por que? -pregunto el.

– No, nunca habla de usted.

Una torre de ciento cuarenta y dos metros puede vacilar por el simple hecho de que una gorda Retancourt no considere ni siquiera necesario hablar de ti, penso Adamsberg. Echo una ojeada a Danglard. El sueno le devolvia los colores y las turbulencias iban apaciguandose.

El avion estaba en plena aproximacion cuando el capitan desperto, sorprendido.

– Ha sido la azafata -explico Adamsberg-. Es una especialista. Por suerte, estara aqui en el vuelo de regreso. Aterrizamos dentro de veinte minutos.

Salvo dos reflujos de angustia, cuando el aparato saco ruidosamente el tren de aterrizaje y cuando las alas desplegaron sus frenos, Danglard, aun bajo los efectos del masaje lenificante, paso casi correctamente la prueba del aterrizaje. Al llegar, era un hombre nuevo, mientras los demas miembros mostraban un aspecto entumecido. Dos horas y media mas tarde, cada cual habia aparcado en su habitacion. Teniendo en cuenta la diferencia horaria, el cursillo no comenzaria hasta el dia siguiente, a las dos de la tarde, hora local.

A Adamsberg le habia correspondido un estudio doble en el quinto piso, tan nuevo y blanco como un piso piloto, y con un balcon. Privilegio gotico. Se asomo largo rato para contemplar el inmenso rio Outaouais que corria, abajo, entre sus salvajes riberas y, mas alla, al otro lado del rio, las luces de los rascacielos de Ottawa.

XVII

Al dia siguiente, tres coches de la GRC estacionaban ante el edificio. Muy vistosos, llevaban en sus laterales blancos una cabeza de bisonte, de expresion entre placida y terca, rodeada de hojas de arce y con la corona de Inglaterra encima. Tres hombres de uniforme los aguardaban. Uno de ellos, al que Adamsberg identifico como el superintendente principal gracias a su charretera, se inclino hacia su colega muy proximo.

– ?Quien crees tu que es el comisario? -le pregunto.

– El mas bajo. El moreno de la chaqueta negra.

Adamsberg percibia poco mas o menos sus palabras. Brezillon y Trabelmann habrian estado contentos: «el mas bajo». Al mismo tiempo, atraian su atencion unas pequenas ardillas negras que brincaban por la calle, tan tranquilas y vivaces como gorriones.

– Criss, no digas tonterias -prosiguio el superintendente-. ?El que va vestido como un pedigueno?

– No te excites, te digo que es el.

– ?No sera mas bien el gran slac, bien vestido?

– Te digo que es el moreno. Y es un boss importante; alli, todo un as. De modo que cierra la boca.

El superintendente Aurele Laliberte inclino la cabeza y se dirigio hacia Adamsberg, con la mano tendida.

– Bienvenido, comisario principal. ?Muy hecho polvo por el viaje?

– Gracias, todo va bien -respondio prudentemente Adamsberg-. Celebro mucho conocerle.

Se estrecharon las manos, en un molesto silencio.

– Siento que haga este tiempo -declaro Laliberte con su poderosa voz y una ancha sonrisa-. Las escarchas han llegado de pronto. Suban a los carros, tenemos diez minutos de camino. Hoy no haremos que se deslomen trabajando -anadio, tras invitar a Adamsberg a subir a su coche-. Un simple y breve reconocimiento.

La delegacion de la GRC se hallaba en mi parque arbolado que parecia tan extenso como un bosque frances. Laliberte conducia lentamente y Adamsberg tenia tiempo, casi, de contemplar con detalle cada uno de los arboles.

– Tienen ustedes espacios enormes -dijo, impresionado.

– Si. Como dicen por aqui, no tenemos historia pero tenemos geografia.

– ?Y esto, son arces? -pregunto senalando con el dedo a traves del cristal.

– Eso es.

– Creia que sus hojas eran rojas.

– ?No te parecen bastante rojas, comisario? Las hojas no son como en la bandera. Las hay rojas, anaranjadas, amarillas. De lo contrario nos aburririamos. ?De modo que, actualmente, eres tu el gran jefe?

– Sin duda.

– Para ser comisario principal, no es que lleves tu forty-five. ?Os dejan vestiros asi, en Paris?

– En Paris, la policia no es el ejercito.

– Tranquilo. No tengo puerta trasera y voy al grano. Mejor sera que lo sepas. ?Ves esos edificios? Son la GRC, y aqui nos quedamos -dijo frenando.

El grupo de Paris se reunio ante unos grandes cubos nuevos y flamantes de ladrillo y cristal, entre los arboles rojos. Una ardilla negra custodiaba la puerta mordisqueando. Adamsberg permanecio tres pasos por detras, para interrogar a Danglard.

– ?Es costumbre tutear a todo el mundo?

– Si, lo hacen con toda naturalidad.

– ?Debemos hacer lo mismo?

– Haremos lo que queramos y lo que podamos. Uno se adapta.

– ?El titulo que le ha dado hace un rato? Lo de gran slac, ?que quiere decir?

– El alto y blando, desgarbado.

– Comprendido. Como el mismo dice, Aurele Laliberte no tiene puerta trasera.

– No lo parece -confirmo Danglard.

Laliberte condujo al equipo frances hasta una gran sala de reunion -una especie de Sala del Concilio, en cierto modo- e hizo rapidamente las presentaciones. Miembros del modulo quebeques: Mitch Portelance, Rheal Ladouceur, Berthe Louisseize, Philibert Lafrance, Alphonse Philippe-Auguste, Ginette Saint-Preux y Fernand Sanscartier. Luego, el superintendente se dirigio con firmeza a sus agentes:

– Cada uno de vosotros se agarrara a uno de los miembros de la Brigada de Paris, y cambiaremos de pareja cada dos o tres dias. Emplearos a fondo pero sin machacaros, que ellos no estan mancos. Estan en periodo de entrenamiento, se inician. De modo que, para empezar, formadlos paso a paso. Y no os andeis con aspavientos si no os comprenden o hablan de un modo distinto al nuestro. No son mas blandengues que vosotros por mucho que sean franceses. Cuento con vosotros.

En suma, mas o menos el mismo discurso que Adamsberg les habia soltado a los de su equipo, unos dias antes.

Durante la aburrida visita a los locales, Adamsberg se dedico a descubrir la maquina de las bebidas, que distribuia esencialmente «sopas» pero tambien cafes del tamano de una jarra de cerveza, y tambien examino los rostros de sus colegas provisionales. Sintio una simpatia inmediata por el sargento Fernand Sanscartier, el unico suboficial de la unidad, cuyo rostro lleno y rosado, perforado por dos ojos pardos saturados de inocencia, parecia asignarle de inmediato el papel del bueno. Iba a gustarle hacer pareja con el. Pero, para los tres dias siguientes, iba a verselas con el energico Aurele Laliberte, jerarquia obliga. Fueron liberados a las seis en punto y llevados a sus vehiculos oficiales, provistos de neumaticos para la nieve. Solo el comisario disponia de un coche autonomo.

– ?Por que llevas dos relojes? -pregunto Laliberte a Adamsberg, cuando este se puso al volante.

Adamsberg vacilo.

– Por lo de la diferencia horaria -explico de pronto-. Tengo que proseguir con algunas investigaciones en Francia.

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