– Tranquilo, no me lo tomo como algo personal. Y llamame Aurele. Quiero decir: ?como has caido?

– En una de las bajadas del sendero, he resbalado con una piedra.

– No te habras roto nada, al menos.

– No, todo va bien.

– Uno de tus colegas no ha llegado todavia. El gran slac de ayer.

– No le llames asi, Aurele. El entiende el quebeques.

– ?Como es posible?

– Lee por diez. Sin duda parece blando, pero no hay ni medio gramo de slac en su cabeza. Solo que, por la manana, le cuesta arrancar.

– Tomaremos un cafe esperandole -dijo el superintendente dirigiendose a la maquina-. ?Llevas piastras encima?

Adamsberg saco de su bolsillo un punado de monedas desconocidas y Laliberte tomo la apropiada.

– ?Quieres un descafeinado o uno normal?

– Uno normal -aventuro Adamsberg.

– Esto va a ponerte en pie -dijo Aurele tendiendole un gran vaso ardiente-. De modo que, asi, por las buenas, te tomas un respiro.

– Salgo a caminar, por la manana, durante el dia o por la noche, no importa. Me gusta y lo necesito.

– Pse -dijo Aurele con una sonrisa-. A menos que estes explorando. ?Buscas una rubia? ?Una muchacha?

– No. Pero habia una, extranamente sentada, sola, cerca de la piedra Champlain, apenas eran las ocho de la manana. Me ha parecido raro.

– Quieres decir que eso huele mal, incluso. Una rubia sola en el sendero esta buscando algo. Nunca hay nadie por alli. No te dejes encorsetar, Adamsberg. Encontrarse mal emparejado no cuesta nada, y luego quedas como un tonto.

Conversacion de hombres en la maquina de las bebidas, penso Adamsberg. Aqui como en cualquier otra parte.

– Hala, vamos -concluyo el superintendente-. No estaremos de palique horas y horas sobre mujeres, hay curro.

Laliberte dio las consignas a los equipos reunidos en la sala. Cuando estuvieron constituidos, Danglard se encontro emparejado con el inocente Sanscartier. Laliberte habia agrupado a las mujeres entre si, por correccion probablemente, asociando a Retancourt con la fragil Louisseize y a Froissy con Ginette Saint-Preux. Hoy: terreno. Tomas en ocho casas de ciudadanos que habian aceptado prestarse al experimento. Con un carton especial que permitia la adherencia de substancias corporales, proclamaba Laliberte mostrandoles el objeto con las manos levantadas como si fuese una hostia consagrada. Neutralizando las contaminaciones bacterianas o virales sin necesidad de congelacion.

Innovacion que proporciona, primero, economia de ciencia; segundo, ahorro de dinero y, tercero, de espacio.

Mientras escuchaba la estricta exposicion del superintendente, Adamsberg se inclinaba sobre su silla, con las manos en los bolsillos mojados aun. Sus dedos encontraron el folleto verde que habia recogido en la mesa para darselo a Ginette Saint-Preux. Estaba en mal estado, empapado, y lo saco con precaucion para no desgarrarlo. Discretamente, lo extendio sobre la mesa con la palma de la mano para devolverle la forma.

– Hoy -proseguia Laliberte- tomas de, primero, sudor; segundo, saliva y, tercero, sangre. Manana: lagrimas, orines, mocos y polvo cutaneo. Esperma para los ciudadanos que hayan aceptado llenar la probeta.

Adamsberg dio un respingo. No a causa de la probeta del ciudadano sino por lo que acababa de leer al alisar el papel mojado.

– Comprobad bien -concluyo con fuerza Laliberte volviendose hacia el equipo de Paris- que los codigos de los cartones correspondan a los de los estuches. Como yo digo siempre, hay que saber contar hasta tres: rigor, rigor y rigor. No conozco otro medio de conseguirlo.

Las ocho parejas se dirigieron a los coches, provistas de las direcciones de los ciudadanos que prestaban, amablemente, su morada y su cuerpo a la prueba de las tomas. Adamsberg detuvo, de paso, a Ginette.

– Queria devolverle esto -dijo tendiendole el papel verde-. Se lo dejo en el restaurante y a usted parecia interesarle.

– Y mucho, estaba preguntandome donde lo habia metido.

– Lo siento, la lluvia lo ha mojado.

– No te preocupes. Corro a dejarlo en mi mesa. ?Puedes decirle a Helene que llegare enseguida?

– Ginette -dijo Adamsberg tomandola del brazo y senalando el folleto-. Esa Camille Forestier, la de la viola, ?pertenece al quinteto de Montreal?

– Pues, no. Alban me dijo que la viola del grupo habia tenido un pequeno. Tuvo que guardar reposo al cuarto mes de embarazo, cuando comenzaban los ensayos.

– ?Alban?

– El primer violin, uno de mis chorbos. Encontro a la tal Forestier, una francesa, y le hizo una audicion. Quedo entusiasmado y, zas, la contrato al vuelo.

– ?Hey! ?Adamsberg! -grito Laliberte-. ?Mueves esos zuecos o que?

– Gracias, Ginette -dijo Adamsberg dirigiendose hacia su companero.

– ?Que estaba diciendote? -prosiguio el superintendente hundiendose en el coche con una carcajada-. Tu tienes que andar siempre haciendo salon, ?no? Y con una de mis inspectoras ademas, y al segundo dia. ?Que cara tienes!

– En absoluto, Aurele, hablabamos de musica. De musica clasica, ademas -anadio Adamsberg, como si aquel «clasica» certificase la honorabilidad de sus relaciones.

– ?Musica my eye! -se rio el superintendente arrancando-. No te hagas el santurron, no soy inocente. La viste ayer noche, right?

– Por casualidad. Estaba cenando en Los cinco domingos y vino a mi mesa.

– Suelta la cana, con Ginette. Esta casada y bien casada.

– Le devolvia un papel, eso es todo. Creeme si quieres.

– No te pongas nervioso. Estoy bromeando.

Tras una laboriosa jornada punteada por los potentes gritos del superintendente, y tomadas ya todas las muestras en casa de la servicial familia de Jules y Linda Saint-Croix, Adamsberg subia a su coche oficial.

– ?Que vas a hacer esta noche? -le pregunto Laliberte, asomando la cabeza por la ventanilla.

– Ir a ver el rio, pasear un poco. Y luego cenar en el centro.

– Tienes una serpiente en el cuerpo, tu, siempre estas moviendote.

– Me gusta, ya te lo he dicho.

– Lo que te gusta, sobre todo, es salir de pesca. Yo nunca voy a echarles el ojo a las muchachas en el centro. Alli me conocen demasiado. De modo que, cuando sufro de impaciencia, voy a Ottawa. ?Vamos, man, hazlo best! -anadio palmeando la portezuela-. Buenos dias y hasta manana.

– Lagrimas, orines, mocos, polvo y esperma -recito Adamsberg dandole al contacto.

– Esperemos que esperma -dijo Laliberte frunciendo el ceno y recuperando todo su sentido profesional-. Si Jules Saint-Croix acepta hacer un pequeno esfuerzo esta noche. Habia dicho yes al principio pero me da la impresion de que no esta ya tan dispuesto. Criss, no podemos forzar a nadie.

Adamsberg dejo a Laliberte entregado a sus preocupaciones de probeta y se dirigio directamente al rio.

Tras haberse empapado del rumor del oleaje del Outaouais, se metio por el sendero de paso para ir a pie hasta el centro. Si habia comprendido bien la topografia, el camino debia desembocar en el gran puente de las cascadas de la Caldera. Desde alli, solo estaba ya a un cuarto de hora del centro. El camino, lleno de baches, estaba separado de una carretera por una franja de bosque que le sumia en una completa oscuridad. Habia pedido prestada una linterna a Retancourt, el unico miembro del equipo que podia haber llevado ese tipo de material. Lo hizo mas o menos bien, evitando por poco un laguito que formaba el rio en sus riberas, escapando de las ramas bajas. No sentia ya el frio cuando llego a la salida del sendero, a dos pasos del puente de hierro, gigantesca obra cuyas vigas cruzadas le evocaron una triple torre Eiffel caida sobre el Outaouais.

Вы читаете Bajo los vientos de Neptuno
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату