– ?Y no puedes calcularlo en tu cabeza, como todo el mundo?

– Asi voy mas deprisa -eludio Adamsberg.

– Como quieras. Hale, bienvenido, man, y hasta manana a las nueve.

Adamsberg condujo despacio, atento a los arboles, a las calles, a la gente. Al salir del parque de la Gatineau, entraba en la ciudad hermanada de Hull, a la que, personalmente, no habria llamado «ciudad», pues el burgo se extendia a lo largo de kilometros y kilometros de terreno llano, dividido en cuadrados por calles desiertas y limpias, y salpicado de casas con paredes de madera. Nada antiguo, nada desportillado, ni siquiera las iglesias, que se parecian, mas bien, a miniaturas de azucar que a la catedral de Estrasburgo. Nadie por aqui parecia tener prisa, todos conducian lentamente unos potentes pick-up capaces de acarrear seis estereos de lena.

Ni cafes, ni restaurantes, ni almacenes. Adamsberg descubrio algunos establecimientos aislados, unas «tiendas de conveniencia» que vendian de todo, una de las cuales estaba a cien metros de su edificio. Se dirigio alli caminando, con satisfaccion, haciendo que las placas de nieve crujieran bajo sus pies, sin que las ardillas se apartaran a su paso. Una diferencia importante con los gorriones.

– ?Donde puedo encontrar restaurantes, bares? -pregunto a la cajera.

– En el centro, alli encontraras todo lo necesario para los noctambulos -respondio ella amablemente-. Esta a cinco kilometros, tendras que tomar tu carro.

Le dijo buenos dias cuando se marcho, y buena velada, bye.

El centro era pequeno, y Adamsberg recorrio sus calles perpendiculares en menos de un cuarto de hora. Al entrar en el Cuarteto, interrumpio una lectura poetica ante un publico compacto y silencioso, y retrocedio cerrando la puerta a sus espaldas. Tendria que hablarle de esto a Danglard. Se refugio en un bar a la americana, Los cinco domingos, gran sala sobrecaldeada y decorada con cabezas de caribus, osos y banderas quebequesas. El camarero le sirvio la cena con paso apacible, tomandose su tiempo y hablando de la vida. El plato tenia el tamano de un banquete para dos. Todo es mayor, en Canada, y todo es mas tranquilo.

Al otro extremo de la sala, un brazo se agito en su direccion. Ginette Saint-Preux, con el plato en la mano, se acerco instalandose con toda naturalidad en su mesa.

– ?Te importa que me siente? -dijo-. Tambien yo cenaba sola.

Muy bonita, elocuente y rapida, Ginette se lanzo a multiples discursos. ?Y sus primeras impresiones de Quebec? ?Diferencias con Francia? ?Mas llano? ?Como era Paris? ?Como iba el trabajo? ?Animado? ?Y su vida? ?Ah, si? Ella tenia hijos y algunos hobbies, sobre todo la musica. Pero para un buen concierto era necesario ir a Montreal, ?era eso lo que le interesaba? ?Cuales eran sus hobbies? ?Ah, si? ?Dibujar, andar, sonar? ?Como era posible? ?Y como se hacia eso en Paris?

Hacia las once, Ginette se intereso por sus dos relojes.

– Pobre -concluyo levantandose-. Es cierto que, segun tu franja horaria, todavia son las cinco de la madrugada.

Ginette habia olvidado en la mesa el folleto verde que no habia dejado de enrollar y desenrollar durante la conversacion. Adamsberg lo desplego lentamente, con los ojos cansados. Concierto de Vivaldi en Montreal, 17-21 de octubre, quinteto de cuerda, clavecin y flautin. Era muy animosa, la tal Ginette, para recorrer mas de cuatrocientos kilometros por un pequeno quinteto.

XVIII

Adamsberg no tenia la intencion de pasarse todo el cursillo con los ojos clavados en las pipetas y los codigos de barras. A las siete de la manana habia salido ya, atraido por el rio. No, por el afluente, por el inmenso afluente de los indios outaouais. Recorrio la ribera hasta encontrar un camino silvestre. «Sendero de paso», leyo en un cartel, «utilizado por Samuel de Champlain en 1613». Lo tomo enseguida, contento de poner los pies en las huellas de los antiguos, cuando indios y viajeros llevaban las piraguas a la espalda. La pista no era facil de seguir pues el sendero, deshecho, caia a menudo mas de un metro. Espectaculo arrobador, rumor de las aguas, estruendo de las cascadas, colonias de pajaros, riberas enrojecidas por los arces. Se detuvo ante una piedra conmemorativa plantada entre los arboles y que narraba la historia de aquel tipo, del tal Champlain.

– Hola -dijo una voz a su espalda.

Una muchacha con pantalones tejanos estaba sentada en una roca plana que dominaba el rio, y fumaba un cigarrillo en el amanecer. Adamsberg habia descubierto en el acento de su «hola» algo muy parisino.

– Hola -respondio.

– Frances -afirmo la muchacha-. ?Que haces aqui? ?Viajas?

– Curro.

La muchacha expulso el humo y, luego, lanzo su colilla al agua.

– Yo estoy perdida. De modo que espero un poco.

– ?Como que estas perdida? -pregunto prudentemente Adamsberg, mientras descifraba las inscripciones de la piedra Champlain.

– En Paris encontre a un tipo en la facultad de Derecho, un canadiense. Me propuso que le siguiera y le dije que si. Parecia un chorbo formidable.

– ?Chorbo?

– Colega, amigo, amiguito. Queriamos vivir juntos.

– Ya -dijo Adamsberg, con cierta distancia.

– ?Y sabes que ha hecho, seis meses mas tarde, mi chorbo? Le ha dado puerta a Noella y la pobre se ha encontrado de patitas en la calle.

– ?Noella, eres tu?

– Si. Finalmente, ha logrado que una companera la acogiese.

– Ya -repitio Adamsberg, que no deseaba tanta informacion.

– De modo que espero -dijo la joven encendiendo otro cigarrillo-. Consigo algunos dolares en un bar de Ottawa y, en cuanto tenga bastante, regresare a Paris. Es una historia muy tonta.

– ?Y que estas haciendo aqui, tan temprano?

– Noella escucha el viento. Lo hace a menudo, por la manana y al anochecer. Me digo que, aunque estes perdida, debes encontrar un lugar. He elegido esta piedra. ?Y tu como te llamas?

– Jean-Baptiste.

– ?Y de apellido?

– Adamsberg.

– ?Y que haces?

– Madero.

– Eso es cojonudo. Los maderos, aqui, son «bueyes», «perros» o «puercos». A mi chorbo no le gustaban. «?Check a los bueyes!», decia. «?Mira la pasma!», o sea. Y se largaba enseguida. ?Trabajas tu con los cops de Gatineau?

Adamsberg inclino la cabeza y aprovecho el aguanieve que habia empezado a caer para batirse en retirada.

– Adios -dijo ella sin moverse de su piedra.

Adamsberg aparco a las nueve menos dos ante la GRC. Laliberte le hacia senales desde el umbral de la puerta.

– ?Entra rapido! -grito-. ?Esta mojando de verdad! Hey, man, ?que has hecho? -prosiguio, examinando el embarrado pantalon del comisario.

– Me he roto la cara en el sendero de paso -explico Adamsberg frotando los restos de tierra.

– ?Has salido esta manana? ?Es posible?

– Queria ver el rio. Las cascadas, los arboles, el viejo sendero.

– Criss, eres un maldito enfermo -dijo Laliberte riendose-. ?Y como ha sido lo del revolcon?

– ?Que quieres decir? No quisiera ofenderte, superintendente, pero no comprendo todo lo que dices.

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