factotum delegado para aquella corta mision. El juez tenia en su poder una importante cohorte de hombres para todo, una organizacion perfectamente estructurada que se habia constituido durante sus largos anos de magistratura. Una reduccion de pena, una indulgencia concedida, un hecho ocultado y el acusado se veia absuelto o condenado a una corta pena. Pero caia entonces en el cesto de aquellos seres deudores que Fulgence utilizaba, luego, a voluntad. Esa organizacion extendia sus brazos tanto por el mundo de los malhechores como por el de la burguesia, los negocios, la magistratura y la propia policia. Obtener documentos falsos a nombre de Maxime Leclerc no suponia ninguna dificultad para el Tridente. Ni tampoco dispersar a sus vasallos por las cuatro esquinas de Francia, si era necesario. O reunir una pandilla en un momento para un traslado inmediato. Ninguno de aquellos rehenes podia deshacerse de la tutela del juez sin revelar su falta y arriesgarse a un nuevo proceso. Uno de esos ex acusados habia acudido, brevemente, a representar el papel del propietario ante la asistenta. Luego, el juez Fulgence habia tomado posesion del lugar con el nombre de Maxime Leclerc.
Comprendia que el juez se mudara. Pero le sorprendia lo repentino de la operacion. Aquella urgencia entre la puesta en venta y la evacuacion del lugar no se correspondia con la poderosa capacidad de prevision de Fulgence. Salvo si se habia visto sorprendido por un hecho inesperado. Ciertamente no Trabelmann, que ignoraba su identidad.
Adamsberg fruncio el ceno. ?Que habia dicho Danglard, precisamente, con respecto a la identidad del juez, a su nombre? Algo en latin, como el cura del pueblo. Adamsberg renuncio a llamar a su adjunto que, a causa de Camille, del muerto viviente y del boeing, estaba cada dia mas hostil. Se decidio a seguir el consejo de Clementine y se devano mucho tiempo los sesos. Habia ocurrido en su casa, tras el incidente de la botella.
Danglard ventilaba el vaso de ginebra y habia declarado que el nombre de Fulgence le sentaba al juez «como un guante». Y Adamsberg habia asentido.
Fulgence, «el rayo, el relampago», esas habian sido las palabras de Danglard. El relampago; es decir, en frances,
El tren frenaba para entrar en la estacion del Este. El orgullo hace caer a los hombres mas grandes, se dijo Adamsberg. Y por eso iba a ser suyo. Si su propia catedral se elevaba goticamente hasta los ciento cuarenta y dos metros, y era algo que debia probarse, la de Fulgence debia perforar las nubes. Dictando desde arriba su ley, tirando hoces de oro al campo de estrellas. Arrojando a su hermano, como a tantos otros, a los tribunales y las mazmorras. Se sintio de pronto muy pequeno. «Desaparezca», habia ordenado Brezillon. Pues bien, es lo que estaba haciendo, llevandose sin embargo, en su bolsa, algunos pelos que se le habian caido a un muerto.
XVI
El martes 14 de octubre, los ocho miembros de la mision de Quebec aguardaban el embarque a bordo del boeing 747, despegue a las dieciseis cuarenta, llegada prevista a medianoche, las dieciocho hora local. Adamsberg sentia como aquel termino de «llegada prevista», repetido por la voz adormecedora de los altavoces, provocaba las nauseas de Danglard. Le vigilaba con atencion desde que, hacia dos horas, daban vueltas por el aeropuerto de Roissy.
El resto del equipo experimentaba una regresion; la brigada se habia transformado en un grupo de adolescentes nerviosos. Lanzo una ojeada a la teniente Froissy, una mujer de espiritu bastante alegre aunque tocado, aun, por un episodio depresivo: mal de amores, por lo que habia oido decir en la Sala de los Chismes. Aunque ella no participara en la agitacion infantil de sus colegas, aquel parentesis parecia distraerla y la habia visto sonreir de vez en cuando. Pero no a Danglard. Nada parecia poder arrancar al capitan de sus funebres augurios. Su largo cuerpo, ya blando naturalmente, se licuaba a medida que se acercaba la hora de la partida. Como si sus piernas no pudieran aguantarlo ya, no abandonaba su asiento metalico moldeado, que parecia retenerlo como una jofaina el agua. Por tres veces, Adamsberg le habia visto hurgar en su bolsillo y llevarse un comprimido a los descoloridos labios.
Conscientes de su malestar, sus colegas le ignoraban por discrecion. El escrupuloso Justin, que siempre dudaba en dar su opinion por temor a danar al otro o alterar una idea, alternaba bromas tipicas y una febril revision de las insignias quebequesas. Al reves que Noel, pura accion, que participaba en todo y demasiado deprisa. Cualquier movimiento era bueno para Noel y ese viaje no podia dejar de gustarle. Al igual que a Voisenet. El ex quimico y naturalista esperaba de aquella estancia algunos hallazgos cientificos pero tambien emociones geologicas y faunicas. Para Retancourt, naturalmente, ningun problema; era la adaptacion hecha mujer, zambullendose con excelencia en la situacion que se le planteara. En cuanto al joven y timido Estalere, sus grandes ojos verdes, asombrados, solo pedian posarse en cualquier nueva fuente de curiosidad. Saldria de alli mas asombrado aun. En resumen, se dijo Adamsberg, cada cual encontraba en el viaje cierto provecho o libertad, produciendo una ruidosa excitacion colectiva.
Excepto Danglard. Sus cinco hijos habian sido confiados a la generosa vecina del sexto, con la
Sus plazas formaban un grupo compacto en mitad del boeing y Adamsberg se las arreglo para que Danglard quedara a su derecha, lo mas lejos posible de la ventanilla. Las instrucciones de supervivencia gestualizadas por una joven azafata, en caso de explosion, de despresurizacion de la cabina, caida al mar y alegre salida por los toboganes, no arreglaron la cosa. Danglard busco tanteando su chaleco salvavidas.
– Es inutil -le dijo Adamsberg-. Cuando esto estalla, sales por la ventanilla sin darte cuenta, echo picadillo como el sapo, paf, paf, paf, y explosion.
Nada, ni un brillo en el rostro livido del capitan.
Cuando el aparato se detuvo para hacer rugir sus reactores a plena potencia, Adamsberg creyo que iba a perder realmente a su adjunto, exactamente como al jodido sapo. Danglard sufrio el despegue con los dedos incrustados en los brazos del asiento. Adamsberg aguardo a que el avion hubiera concluido su ascenso para intentar distraerle.
– Aqui tiene usted una pantalla -le explico-. Suelen poner buenas peliculas. Tambien hay una cadena cultural. Mire -anadio consultando el programa-, un documental sobre los comienzos del Renacimiento italiano. No esta mal a fin de cuentas. El Renacimiento italiano.
– Me lo se -murmuro Danglard con el rostro fijo y los dedos atornillados aun a los brazos de la butaca.
– ?Tambien los comienzos?
– Tambien me los se.
– Si conecta su radio, hay un debate sobre el concepto de la estetica en Hegel. Es algo que vale la pena, ?no?
– Me lo se -repitio sombrio Danglard.
Bueno, si ni los comienzos del Renacimiento ni Hegel podian cautivar a Danglard, la situacion era casi desesperada, estimo Adamsberg. Le echo una ojeada a su vecina, Helene Froissy, que, con el rostro vuelto hacia la ventanilla, se habia dormido ya o volvia a sus tristes pensamientos.
– Danglard, ?sabe usted lo que hice el sabado? -pregunto Adamsberg.
– Me importa un bledo.
– Fui a visitar la ultima morada de nuestro juez fallecido, cerca de Estrasburgo. Morada que abandono como si saltara la tapia seis dias despues del crimen de Schiltigheim.
En los abatidos rasgos del capitan, Adamsberg percibio un leve respingo que le parecio alentador.
– Voy a contarselo.
Adamsberg hizo que el relato se alargara, sin omitir detalle alguno, el desvan de Barba Azul, su establo, su pabellon, su cuarto de bano, y denominando al propietario solo como «el juez» o «el muerto» o «el espectro». A