Voisenet habia decidido dedicar su fin de semana a correr por los bosques y los lagos, con los gemelos y la camara fotografica en la mano. Dado el restringido numero de coches, llevaba con el a Justin y Retancourt. Los otros cuatro agentes habian preferido la ciudad y se marchaban a Ottawa y Montreal. Adamsberg habia optado por dirigirse, a solas, hacia el norte. Antes de ponerse en camino, por la manana, fue a comprobar si la oca ruidosa de la vispera habia cedido a un colega su poder coercitivo. Pues era un macho, no lo dudaba.

No, la despotica oca marina no habia cedido nada. Las demas ocas seguian su estela, como automatas, virando sobre un ala en cuanto el boss cambiaba de direccion, inmovilizandose cuando pasaba a la accion, cuando volaba a ras de agua hacia los patos, a todo trapo, hinchando su plumaje para parecer mas grande. Adamsberg le lanzo un insulto levantando el puno y regreso a su coche. Antes de arrancar, se arrodillo para comprobar que ninguna ardilla se hubiera metido debajo.

Se dirigio hacia el norte, almorzo en Kazabazua y continuo por interminables pistas de tierra. Los quebequeses no se tomaban ya el trabajo de asfaltar mas alla de unos diez kilometros fuera de la ciudad, dado que el hielo se empenaba en hacer estallar, cada invierno, el asfalto. Si seguia conduciendo en linea recta, penso con intenso placer, se encontraria frente a Groenlandia. Esas cosas no pueden contarse en Paris, al salir del trabajo. Ni en Burdeos. Se extravio voluntariamente, giro de nuevo hacia el sur y se detuvo en el lindero de una arboleda, cerca del lago Pink. Los bosques estaban desiertos, el suelo lleno de hojas rojas y salpicado por placas de nieve. A veces, un cartel recomendaba tener cuidado con los osos y buscar las huellas de sus zarpas en los troncos de las hayas. «Sabed que los osos negros trepan a esos arboles para comer sus fabucos.» Bien, penso Adamsberg levantando la cabeza y rozando con el dedo las cicatrices de los zarpazos, mientras buscaba al animal entre el follaje. Hasta ahora solo habia visto presas de castores y excrementos de cervidos. Solo habia huellas y rastros, sin que las propias bestias fueran visibles. Un poco como Maxime Leclerc en el Schloss de Haguenau.

«No pienses en el Schloss y vete a ver el lago rosado.»

El lago Pink era descrito como un pequeno lago entre el millon que tenia Quebec, pero a Adamsberg le parecio ancho y hermoso. Puesto que, desde Estrasburgo, habia adoptado la costumbre de preocuparse por los carteles, Adamsberg se empeno en leer el del lago Pink, que le anuncio que habia dado con un lago estrictamente unico en su genero.

Retrocedio un poco. Aquella reciente tendencia a toparse con las excepciones le incomodaba.

Aparto aquellos pensamientos con su habitual ademan y prosiguio la lectura. El lago Pink alcanzaba una profundidad de veinte metros y su fondo estaba cubierto por tres metros de lodo. Hasta aqui, todo iba bien. Pero precisamente a causa de esta profundidad, las aguas de su superficie no se mezclaban con las del fondo. A partir de los quince metros, estas no se movian ya, nunca removidas, nunca oxigenadas, al igual que el lodo, que albergaba sus diez mil seiscientos anos de historia. Un lago de apariencia normal, a fin de cuentas, resumio Adamsberg, e incluso claramente rosado y azul, y que sin embargo cubria un segundo lago perpetuamente estancado, sin aire, muerto, un fosil. Lo peor era que un pez marino vivia aun alli, procedente de los tiempos en los que aquello era mar aun. Adamsberg examino el dibujo del pez, que parecia un hibrido entre carpa y trucha, con algunas puas. Por mucho que releyo el cartel, no encontro el nombre del pez desconocido.

Un lago vivo sobre un lago muerto, y que albergaba una criatura sin nombre de la que se tenia un esbozo, una imagen. Adamsberg se inclino por encima de la baranda de madera para intentar percibir, bajo el agua rosada, aquellas ocultas inercias. ?Por que razon todos sus pensamientos tenian que llevarle al Tridente? ?Como aquellos zarpazos de los osos en los troncos, como aquel lago muerto que vivia en silencio, acurrucado bajo una superficie de vida, lodoso, grisaceo, donde se movia un huesped heredado de una edad muerta?

Adamsberg vacilo, despues saco su cuaderno del anorak. Calentandose las manos, copio con precision el dibujo de aquel jodido pez que nadaba entre el cielo y el infierno. Habia pensado permanecer mas tiempo en el bosque, pero el lago Pink le hizo desistir. En todas partes se topaba con el juez muerto; en todas partes tocaba las inquietantes aguas de Neptuno y las huellas de su maldito tridente. ?Que habria hecho Laliberte ante el tormento que le perseguia? ?Se habria reido y liquidado el asunto con un movimiento de su gran zarpa, optando por el rigor, el rigor y el rigor? ?O habria agarrado a su presa para no volver a soltarla? Mientras se alejaba del lago, Adamsberg sintio que la persecucion se invertia y que la propia presa clavaba en el sus dientes. Sus puas, sus garras, sus puntas. En cuyo caso, Danglard tendria razon al sospechar que alimentaba una verdadera obsesion.

Se dirigio al coche con paso lento. En sus relojes, puestos ambos a la hora local, respetando sus cinco minutos de diferencia, eran las cuatro y doce minutos y medio de la tarde. Condujo a lo largo de carreteras desiertas, buscando la apatia en la uniforme inmensidad de los bosques, y luego decidio regresar a tierra habitada. Redujo la marcha cerca del aparcamiento de su edificio, luego volvio a ganar, lentamente, velocidad, dejo Hull a sus espaldas y tomo la direccion de Montreal. Precisamente lo que no deseaba hacer. Pero el coche iba solo, como un juguete teledirigido a una velocidad constante de 90 km/h, siguiendo las luces traseras del pick-up que le precedia.

Si el coche sabia que se dirigia a Montreal, Adamsberg, por su parte, recordaba perfectamente las indicaciones del papel verde, el lugar y la hora. A menos, penso al llegar a la ciudad, que optase por un cine o por un teatro, ?por que no? De no ser asi, tendria que cambiar de coche, abandonar ese jodido carro y encontrar otro que no le llevara al lago Pink ni al quinteto de Montreal. A las diez y treinta y seis y medio de la noche, se metio en la iglesia justo despues del entreacto y fue a sentarse en los bancos delanteros, al abrigo de una columna blanca.

XXI

La musica de Vivaldi le envolvia, produciendo oleadas de pensamientos tormentosos y confusos. La vision de Camille tocando su viola le conmovia mas de lo que hubiera deseado, pero solo se trataba de una hora robada y de una emocion clandestina que a nada comprometia. Por deformacion profesional, sentia que la musica se tensaba como un enigma insoluble, rechinaba casi de impotencia y, luego, se disolvia en una armonia inesperada y fluida, alternando complejidades y soluciones, preguntas y respuestas.

En uno de aquellos momentos en que las cuerdas iniciaban una respuesta, sus pensamientos regresaron como una flecha a la precipitada partida del Tridente, cuando abandono el Schloss de Haguenau. Siguio su pista, atento al arco de Camille. Siempre habia hecho huir al juez. Ese era el unico y pequeno poder que habia podido adquirir sobre el magistrado. Habia llegado a Schiltigheim el miercoles y Trabelmann habia derramado su indignacion al dia siguiente. Lo que habia dado al acontecimiento el tiempo suficiente para filtrarse y aparecer, el viernes, en las noticias locales. Aquel mismo dia, Maxime Leclerc ponia en venta y vaciaba la mansion. Si era asi, ahora eran dos. Adamsberg perseguia de nuevo al difunto pero este sabia que su cazador habia reaparecido. Y, en ese caso, Adamsberg perdia su unica ventaja y el poder del muerto podia cerrarle el paso en cualquier instante. Un hombre avisado vale por diez, pero el otro valia por mil. De regreso a Paris, tendria que adaptar su estrategia a esa nueva amenaza, escapar de los perros pastores que intentarian arrancarle las piernas. «Adelantate, muchacho. Contare hasta cuatro.» Y corre, Adamsberg, corre.

Asi estaban las cosas si su olfato no le enganaba. Dirigio un pensamiento a Vivaldi, que, a traves de los siglos, le mandaba aquella senal de peligro. Un buen tipo el tal Vivaldi, un tipo bueno de verdad servido por un quinteto excepcional. Su coche no le habia traido aqui en vano. Para hurtar una hora a la vida de Camille y para captar la valiosa advertencia del musico. En el punto al que habia llegado, en que oia ya a los muertos, muy bien podia escuchar los murmullos de Antonio Vivaldi, y estaba muy seguro de que el hombre se encontraba en muy buena compania. Un tio que produjo semejante musica solo puede susurrarte excelentes consejos.

Solo al final del concierto descubrio Adamsberg a Danglard, con los ojos clavados en su protegida. Aquella vision abolio en el cualquier placer.

Pero ?donde se metia aquel tipo? ?En todo? ?En toda su vida? Perfectamente informado de los conciertos, alli estaba, firme en su puesto, el bueno, el fiel, el irreprochable Danglard. Mierda, Camille no le pertenecia, carajo. Entonces, ?que intentaba el capitan con tan estrecha proteccion? ?Entrar a formar parte de su existencia? Sintio

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