– Hasta el martes -le grito Noella.
Adamsberg tomo la carretera y corrio hasta su edificio. Respirando con rapidez, subio a su coche y arranco en direccion al bosque, girando en los caminos de tierra, a demasiada velocidad. Aflojo la marcha ante un puesto aislado, compro una cerveza y una porcion de pizza. Trago como un oso, sentado en un tocon en el lindero del bosque. Habia caido del todo en la trampa, sin refugio alguno donde protegerse de aquella muchacha medio loca que le tenia agarrado por el cuello. Tan descentrado que estaba seguro de que la veria llegar al aeropuerto, el martes, para instalarse en su casa de Paris. Habria debido darse cuenta, comprender al verla en aquella piedra, tan directa y tan extrana, que Noella estaba alucinada. Por lo demas, los primeros dias la habia evitado. Pero aquel jodido asunto del quinteto le habia arrojado, como un bobo, en los tentaculares brazos de la muchacha.
La cena y el intenso frio que caia con la noche le devolvieron la energia. Su desconcierto se convirtio en rabia. Hostia, nadie tenia derecho a tenderle una trampa como esa a un tipo. La lanzaria en pleno vuelo del avion, la arrojaria al Sena en Paris.
Carajo, penso levantandose, habia ya demasiada rabia y demasiada gente a la que deseaba aplastar o, directamente, asesinar: Favre, el Tridente, Danglard, el nuevo padre y, ahora, esta muchacha. Como Sanscartier habria dicho, se le habia ido la pinza. Y no podia seguir asi. Ni experimentando rabias asesinas ni deambulando por sus nubes, en las que, por primera vez, no le gustaba andar a paladas. Las visiones recurrentes del muerto viviente, del tridente, de zarpazos de oso y de lagos maleficos comenzaban a oprimirle y le parecia estar perdiendo el control de sus propias nubes. Si, era posible que se le hubiese ido la pinza.
Volvio a su estudio arrastrando los pies, deslizandose por el sotano como un culpable o un hombre sitiado por si mismo.
XXVI
Mientras Voisenet salia corriendo hacia el lago Pink con Froissy, Retancourt y otros dos se abalanzaban de nuevo sobre los bares de Montreal, arrastrando al escrupuloso Justin, y Danglard recuperaba su retraso de sueno, Adamsberg pasaba su fin de semana desplazandose furtivamente. La naturaleza siempre le habia sentado bien - exceptuando el solapado lago-, y mas valia ir a zambullirse alli que dar vueltas por aquel estudio donde corria el peligro de ver aparecer a Noella. Se deslizo fuera al amanecer, antes de la hora en que todos despertaban, y se largo al lago Meech.
Paso alli largas horas, cruzando los puentes de madera, flanqueando sus contornos, frotandose los brazos en la nieve, hasta los codos. Considero mas prudente no dirigirse a Hull para pasar la noche y dormir en un hostal de Maniwaki, rogando que Shawi el profeta no apareciese por su habitacion para llevarle a la fuerza a su iluminada discipula. Empleo el dia siguiente recorriendo los bosques, recogiendo virutas de abedules, hojas mas rojas que el rojo, y buscando un abrigo donde agazaparse aquella noche.
Poesia. ?Y si iba a cenar a aquel bar de poesia? El Cuarteto no atraia a los jovenes y a Noella no se le ocurriria buscarle alli. Dejo el coche bastante lejos de su casa y tomo por el gran bulevar y no por aquel maldito sendero.
Cansado, crispado y, al mismo tiempo, privado de ideas, devoraba un plato de patatas fritas escuchando por un solo oido los poemas que iban sucediendose. Danglard aparecio de pronto a su lado.
– ?Buen fin de semana? -pregunto el capitan, buscando la reconciliacion.
– ?Y usted, Danglard? ?Ha dormido mejor? -respondio nerviosamente Adamsberg-. La traicion devora la conciencia y, por las noches, desgasta, fatiga.
– ?Como dice?
– La traicion. No estoy hablando en algonquino, como dice Laliberte. Meses de secreto y de silencio, sin contar mil seiscientos kilometros de carretera acumulados en los ultimos dias por amor a Vivaldi.
– Ah -murmuro Danglard apoyando sus dos manos en la mesa.
– Eso es. Aplaudir, llevar el material, acompanar, abrir la puerta. Todo un caballero.
– ?Y luego?
– ?Y antes, Danglard? Usted tomo partido por el otro. Por el tipo de los dos labradores y los cordones nuevos. Contra mi, Danglard, contra mi.
– No le sigo. Lo siento -dijo Danglard levantandose.
– Un momento -dijo Adamsberg sujetandole por la manga-. Hablo de su eleccion. El nino, el apreton de manos al nuevo padre y bienvenido a casa. ?No es eso, capitan?
Danglard se paso los dedos por los labios. Luego, se inclino hacia Adamsberg.
– En mi propio libro, como dicen nuestros colegas, es usted un verdadero gilipollas, comisario.
Adamsberg se habia quedado en la mesa, petrificado. El imprevisto insulto de Danglard le resonaba en el craneo. Algunos clientes, atentos a la poesia, le hicieron comprender que su amigo y el les molestaban desde hacia un buen rato en su recogimiento. Adamsberg abandono el cafe, en busca del bar mas lamentable del centro, una taberna de hombres borrachos donde la loca Noella no entraria. Vana busqueda, ningun hermoso bar mugriento en aquellas calles limpias y puras. Mientras que en Paris aquellos tugurios brotaban como flores silvestres en las fisuras de los tejados. Se contento con el mas modesto de los establecimientos, cuyo cartel anunciaba La Esclusa. Las palabras de Danglard debian haber sido un buen golpe, pues comenzaba a tener un buen dolor de cabeza, algo que solo sucedia una vez cada diez anos.
«En mi propio libro, es usted un verdadero gilipollas, comisario.»
Sin olvidar las frases de Trabelmann, de Brezillon, de Favre y las del nuevo padre. Sin mencionar las temibles de Noella. Afrentas, traiciones, amenazas.
Y puesto que el dolor de cabeza no le abandonaba, seria preciso responder a lo excepcional con lo excepcional y ahogar, directamente, todo aquello en una autentica borrachera. Adamsberg era naturalmente sobrio y no recordaba su ultima borrachera, muy joven, en una fiesta de pueblo, ni los efectos que aquello podia producir. Pero en conjunto, y segun algunos testimonios, la gente parecia bastante satisfecha despues. El olvido, se decia. Era precisamente eso lo que necesitaba.
Se instalo en el bar, entre dos quebequeses empapados ya de cerveza, y se ventilo tres whiskies seguidos, para empezar. Los muros no daban vueltas, todo iba bien y el turbio contenido de su cabeza se trasvasaba directamente a su estomago. Con el brazo apoyado en el mostrador, pidio una botella de vino, sabiendo que, segun testimonios siempre fiables, la mezcla producia resultados validos. Bebio cuatro vasos y exigio un conac para completarlo. «Rigor, rigor y rigor, no conozco otro medio de tener exito.» Maldito Laliberte. Maldito tio.
El barman comenzaba a mirarle con inquietud. Anda y que te jodan, man, estoy buscando una salida, y esa salida le habria convenido, incluso, a Vivaldi. Imaginate pues.
Por prudencia, Adamsberg habia depositado de antemano suficientes dolares en el mostrador para pagar lo bebido, por si se caia del taburete. El conac le propino un interesante golpe de gracia, una sensacion de radical perdida de sus puntos de referencia, estelas de furor mezcladas con bolas de carcajada, una conviccion de poder tambien, ven a pelear aqui si eres un oso, un pibe, un muerto, un pez o no importa que chiste de ese tipo. «Si te acercas, te empitono», le habia dicho su abuela con la horca en la mano a un soldado aleman que avanzaba con la intencion de violarla; que cona. Pensar en ello le hacia troncharse aun. Era la hostia la abuela. Escucho la voz del barman, procedente de muy lejos.
– No te excites, man, pero mejor seria que soltaras la mamancia esta noche y fueras a darle a las piernas. Estas hablando solo.
– Te hablo de mi abuela.
– Tu abuela me importa una mierda. Estoy viendo que te has lanzado a una buena y que la cosa terminara mal. Ni siquiera se te puede hablar.
– No me he lanzado a nada. Estoy sentado aqui, en mi taburete.
– Abre tus oidos, frances. Estas borracho como una cuba y tienes los ojos hechos manteca. ?Te ha dado puerta alguna rubia? No es razon para revolearte por el suelo. ?Vamos, aire! No te servire mas.
– Si -afirmo Adamsberg tendiendo su vaso.
– Cierra el pico, frances. Largate de aqui o llamo a los puercos.