El capitan examino la mirada sorprendida del comisario.

– ?Pero si esta muerto! -grito Danglard-. ?Muerto! ?Como piensa usted organizar la entrevista?

Adamsberg parecio petrificarse, la luz de su rostro se extinguio como si anocheciera.

– ?Esta muerto? -repitio en voz baja-. ?Lo sabe usted?

– Carajo, ?usted me lo dijo! Que habia perdido a su hermano. Que se habia suicidado despues del asunto.

Adamsberg se apoyo en el respaldo y tomo aire profundamente.

– Regreso de muy lejos, amigo, he creido que tenia usted alguna informacion. Perdi a mi hermano, si, hace casi treinta anos. Es decir que se exilio y que nunca mas he vuelto a verle. Pero, dios mio, sigue vivo. Y debo verle. No vamos a hacer bailar las mesas, Danglard, sino a utilizar discos duros. Me lo buscara usted en la red: Mexico, Estados Unidos, Cuba o cualquier otro lugar. Itinerante, muchas ciudades, muchos oficios, al menos al principio.

El comisario dibujaba con el dedo algunas curvas en la mesa, su mano seguia el camino errabundo de su hermano. Recupero la palabra con dificultad.

– Hace veinticinco anos, era viajante de comercio en el estado de Chihuahua, cerca de la frontera con los Estados Unidos. Vendio cafe, vajilla, ropa interior, mezcal, cepillos. Y tambien retratos, los dibujaba en las plazas publicas. Era un magnifico dibujante.

– Lo siento de verdad, comisario -dijo Danglard-. No lo habia comprendido. Hablaba usted de el como de alguien desaparecido.

– Y es lo que es.

– ?No tiene informaciones mas concretas, mas recientes?

– Mi madre y yo evitamos el tema. Pero hace cuatro anos, en el pueblo, encontre una postal enviada desde Puerto Rico. Le mandaba besos. Es lo ultimo que he sabido.

Danglard escribio algunas lineas en un papel.

– ?Su nombre completo? -pregunto.

– Raphael Felix Franck Adamsberg.

– ?Fecha de nacimiento, lugar, padres, estudios, lugares de interes?

Adamsberg le proporciono todos los datos posibles.

– ?Lo hara usted, Danglard? ?Va a buscarlo?

– Si -mascullo Danglard, que se reprochaba haber enterrado a Raphael antes de tiempo-. Al menos voy a intentarlo. Pero con todo ese curro retrasado, hay otras prioridades.

– La cosa empieza a ser urgente. El rio ha derribado sus diques, ya se lo he dicho.

– Hay otras urgencias -murmuro el capitan-. Y estamos a sabado.

El comisario encontro a Retancourt arreglando a su modo la fotocopiadora, bloqueada de nuevo. Le informo de su mision y de la hora del vuelo. La orden de Brezillon le arranco, de todos modos, una expresion de sorpresa. Deshizo su corta cola de caballo y volvio a anudarla con gesto automatico. Un modo como otro de ganar tiempo, de reflexionar. De modo que podia ser cogida por sorpresa.

– No comprendo -dijo-. ?Que ocurre?

– No lo se, Retancourt, pero volvemos a marcharnos. Quieren mis ojos. Siento que el jefe de division le haya destinado a esa mision. Como proteccion -preciso.

Adamsberg estaba en la sala de embarque, a media hora de la salida, en silencio junto a su rubia y solida teniente, cuando vio entrar a Danglard flanqueado por dos vigilantes del aeropuerto. El capitan tenia aspecto fatigado y jadeaba. Habia corrido. Adamsberg jamas lo habria creido posible.

– Estos tipos han estado a punto de volverme loco -dijo senalando a sus guardianes-. Se negaban a dejarme pasar. Tome -dijo a Adamsberg tendiendole un sobre-. Y buena suerte.

Adamsberg no tuvo tiempo para agradecerselo pues los vigilantes acompanaron de inmediato al capitan hasta la zona publica. Examino el sobre pardo que tenia en la mano.

– ?No lo abre? -pregunto Retancourt-. Parece urgente.

– Lo es. Pero dudo.

Con manos vacilantes, levanto la solapa del sobre. Danglard le daba una direccion en Detroit y un oficio, taxista. Habia anadido la copia de una foto, sacada de una pagina web que agrupaba a algunos dibujantes. Observo aquel rostro que no habia visto desde hacia treinta anos.

– ?Usted? -pregunto Retancourt.

– Mi hermano -dijo Adamsberg en voz baja.

Que seguia pareciendose a el. Una direccion, un oficio, una foto. Danglard era un buscador superdotado de desaparecidos, pero habia tenido que currar como un buey para conseguir ese resultado en menos de siete horas. Volvio a cerrar el sobre con un estremecimiento.

XXXI

Pese a la cordialidad formal del recibimiento en el aeropuerto de Montreal, donde Portelance y Philippe- Auguste habian ido a esperarles, Adamsberg tuvo la sensacion de que le arrestaban. Destino: el deposito de cadaveres de Ottawa, pese a lo tarde que era para los dos franceses, pasada la medianoche. Al comenzar el trayecto, Adamsberg intento obtener algunas informaciones de sus companeros, que permanecieron distantes como conductores anonimos. Deber de reserva, era inutil insistir. Adamsberg hizo un gesto de renuncia a Retancourt y aprovecho el respiro para dormir. Eran mas de las dos de la madrugada cuando les despertaron en Ottawa.

El superintendente les reservo un saludo mas calido, sacudio con viveza las manos y agradecio a Adamsberg que hubiera aceptado desplazarse.

– No he tenido eleccion -respondio Adamsberg-. Dime, Aurele, estamos hechos polvo, ?tu cadaver no puede esperar a manana?

– Lo siento, luego os llevaremos al hotel. Pero la familia nos apremia para la repatriacion. Cuanto antes lo veas, mejor sera.

Adamsberg vio desviarse la mirada del superintendente a causa de la mentira. ?Pretendia Laliberte explotar su estado de fatiga? Una vieja astucia de cerdo, que el solo utilizaba con algunos sospechosos y no con los colegas.

– Bueno, permiteme entonces un cafe solo -dijo-. Muy cargado.

Adamsberg y Retancourt, con los gigantescos vasos en la mano, siguieron al superintendente hasta la sala de los cadaveres, donde dormitaba el medico de guardia.

– No nos hagas esperar, Reynald -ordeno Laliberte al medico-, estan cansados.

Reynald levanto la sabana azul que cubria a la victima.

– Stop -ordeno Laliberte cuando la tela hubo subido hasta los hombros-. Ya basta. Ven a ver esto, Adamsberg.

Adamsberg se inclino sobre el cuerpo de una mujer muy joven, y entorno los ojos.

– Mierda -mascullo.

– ?Sorprendido? -pregunto Laliberte con una sonrisa petrificada.

Adamsberg se vio brutalmente proyectado al deposito de las afueras de Estrasburgo, ante el cuerpo de Elisabeth Wind. Tres agujeros alineados habian perforado el abdomen de la joven muerta. Aqui, a diez mil kilometros del territorio del Tridente.

– Una regla de madera, Aurele -pidio en voz baja, tendiendo la mano-, y un metro flexible. En centimetros, por favor.

Extranado, Laliberte dejo de sonreir y mando al medico a buscar el material. Adamsberg hizo sus mediciones en silencio, tres veces, exactamente como habia actuado tres semanas antes con la victima de Schiltigheim.

– 17,2 cm de longitud y 0,8 cm de altura -murmuro anotando las cifras en su cuaderno.

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