Comprobo una vez mas la disposicion de las heridas, que formaban una linea absolutamente recta, sin un milimetro de desviacion.

17,2 cm, se repetia subrayando esta medida. Tres milimetros mas que la longitud maxima del travesano que el conocia. Y sin embargo…

– ?Y la profundidad de las heridas, Laliberte?

– Aproximadamente seis pulgadas.

– ?Cuanto es eso?

El superintendente fruncio el ceno para efectuar mentalmente la conversion.

– Unos 15,2 cm -intervino el medico.

– ?La misma para los tres impactos?

– Identica.

– ?Tierra en las heridas? ?Suciedades? -le pregunto Adamsberg al medico-. ?O un instrumento nuevo y limpio?

– No, habia particulas de humus, de hojas y minusculas piedrecitas hasta el fondo de las heridas.

– Caramba -dijo Adamsberg.

Devolvio la regla y el metro a Laliberte y advirtio la expresion desconcertada del superintendente. Como si hubiera esperado, de su parte, algo muy distinto a aquel minucioso examen.

– ?Que ocurre, Aurele? ?No es eso lo que querias? ?Que yo la viera?

– Si -dijo Laliberte, vacilando-. Pero, criss, ?de que va todo eso de las medidas?

– ?El arma? ?La teneis?

– Ni rastro, ya puedes imaginarlo. Pero mis tecnicos me la han reconstruido. Es un gran punzon de hoja plana.

– Tus tecnicos saben mas de moleculas que de armas. Eso no lo ha hecho un punzon sino un tridente.

– ?Como lo sabes?

– Intenta clavar tres veces un punzon y obtener una linea recta y profundidades identicas. Dentro de veinte anos estarias todavia en ello. Es un tridente.

– Criss, ?estabas mirando eso?

– Eso y otra cosa, mucho mas profunda. Tan profunda como los lodos del lago Pink.

El superintendente seguia pareciendo desorientado, con los brazos cayendo a lo largo de su gran cuerpo. Los habia llevado hasta alli a una velocidad casi provocadora, pero la toma de medidas le habia desconcertado. Adamsberg se pregunto que habia esperado, realmente, Laliberte.

– ?Hay una contusion en la cabeza? -pregunto Adamsberg al medico.

– Un importante hematoma en la parte trasera del craneo, que aturdio a la victima sin producir la muerte.

– ?Como puedes saber lo del porrazo en el craneo? -pregunto Laliberte.

Adamsberg se volvio hacia el superintendente y cruzo los brazos.

– Me has hecho llamar porque yo tenia un expediente a este respecto, ?no?

– Si -respondio el superintendente, sin conviccion.

– ?Si o no, Aurele? Me haces atravesar el Atlantico para llevarme, a las dos de la madrugada, ante un cadaver, ?y que esperas de mi? ?Que te explique que esta muerta? Si me has traido hasta aqui es que sabias que yo conocia el asunto. En todo caso, es lo que me han dicho en Paris. Y es cierto, lo conocia. Pero eso no parece alegrarte. ?No era eso lo que tu querias?

– No es algo personal. Pero me sorprende, eso es todo.

– Y tus sorpresas no se han terminado.

– Levanta toda la sabana -ordeno Laliberte al medico.

Reynald enrollo la tela con gesto aplicado, como habia hecho Menard en Estrasburgo. Adamsberg se puso rigido al divisar cuatro pecas, formando un rombo, en la base del cuello. Lo que le dio apenas tiempo de ocultar el respingo. Bendijo la meticulosa lentitud del forense.

Era Noella, en efecto, la que yacia en el cajon. Adamsberg controlaba la respiracion y examinaba a la muerta sin parpadear, o eso esperaba. Laliberte no apartaba de el la mirada.

– ?Puedo ver el hematoma? -pregunto.

El medico inclino la cabeza para exponer la parte trasera del craneo.

– Golpe con un instrumento contundente -explico Reynald-. Es todo lo que puede decirse. Probablemente, de madera.

– El mango del tridente -preciso Adamsberg-. Lo hace siempre asi.

– ?Quien? -pregunto Laliberte.

– El asesino.

– ?Lo conoces?

– Si. Y me gustaria saber quien te lo ha dicho.

– Y a ella, ?la conocias?

– ?Piensas que conozco los nombres de los sesenta millones de franceses, Aurele?

– Si conoces al asesino, tal vez conozcas a sus victimas.

– No soy adivino, como tu mismo dirias.

– ?Nunca la has visto, vamos?

– ?Donde? ?En Francia? ?En Paris?

– Donde quieras.

– Nunca -respondio Adamsberg encogiendose de hombros.

– Se llama Noella Cordel. ?Te dice algo?

Adamsberg se aparto del cuerpo y se aproximo al superintendente.

– ?Por que te empenas en que me diga algo?

– Hacia seis meses que vivia en Hull. Habrias podido encontrarla por ahi.

– Y tu tambien. ?Que hacia en Hull? ?Casada? ?Estudios?

– Habia seguido a su chorbo pero comio avena.

– Traduce.

– Le dieron puerta. Trabajaba en un bar de Ottawa. El Caribu. ?Te recuerda algo?

– Nunca he puesto alli los pies. No juegas limpio, Aurele. No se lo que decia esa carta anonima, pero te andas con rodeos.

– ?Y tu no?

– No. Te contare todo lo que se manana. Es decir, todo lo que pueda ayudarte. Pero ahora quisiera dormir, no me tengo en pie y mi teniente tampoco.

Retancourt, sentada como una masa al fondo de la sala, aguantaba perfectamente.

– Antes charlaremos un poco -declaro Laliberte con una leve sonrisa-. Vayamos al despacho.

– Mierda, Aurele. Son mas de las tres de la madrugada.

– Son las nueve, hora local. No te retendre mucho. Podemos dejar libre a tu teniente, si lo deseas.

– No -dijo subitamente Adamsberg-. Se queda conmigo.

Laliberte se habia arrellanado en su sillon, vagamente imponente, enmarcado por sus dos inspectores, de pie, a ambos lados de su asiento. Adamsberg conocia aquella disposicion en triangulo, capaz de impresionar a un sospechoso. No habia tenido tiempo de pensar en el alucinante hecho de que Noella hubiera sido asesinada en Quebec con un tridente. Se concentraba en el ambiguo comportamiento de Laliberte, que podia indicar que conocia su vinculo con la muchacha. Nada seguro, tampoco. La partida en curso era ardua y era preciso plantar cara a cada una de las palabras del superintendente. Que se hubiera acostado con Noella nada tenia que ver con el asesinato. Debia olvidarlo imperativamente, de momento. Y prepararse para cualquier posibilidad, recurriendo al poder de sus fuerzas pasivas, la muralla mas segura de su ciudadela interior.

– Pide a tus hombres que se sienten, Aurele. Conozco el sistema y es molesto. Parece que olvidas que soy poli.

Con un ademan, Laliberte aparto a Portelance y Philippe-Auguste. Provistos de sendos cuadernos, se preparaban para tomar notas.

– ?Es un interrogatorio? -pregunto Adamsberg senalando a los inspectores-. ?O una cooperacion?

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