ultimas horas de libertad con los palidos rasgos de Jean-Pierre Emile para almorzar en un cafe, como un tipo normal. Retancourt vacilo y, luego, acepto, aliviada por su salida, lograda a la perfeccion, y por los centenares de viandantes que recorrian la plaza.
– Haremos como si no -dijo Adamsberg una vez instalado ante su plato, muy erguido, como hubiera hecho Jean-Pierre Emile-. Como si no lo fuera. Como si no lo hubiera hecho.
– Episodio cerrado, comisario -declaro Retancourt en un tono reprobatorio, dando una expresion inesperada al rostro de Henriette Emma-. Todo ha terminado y usted no lo hizo. Estamos en Paris, en su territorio, y usted vuelve a ser poli. No puedo creerlo por los dos. Podemos hacer un cuerpo a cuerpo pero no un pensamiento a pensamiento. Tendra que recuperar el suyo.
– ?Por que lo cree usted, Retancourt?
– Ya hemos hablado de eso.
– Pero ?por que -insistio Adamsberg-, si no le gusto?
Retancourt lanzo un suspiro hastiado.
– ?Que importa eso?
– Me gustaria comprender. De verdad.
– Ignoro si es conveniente aun, tal vez hoy o manana.
– ?Por lo de mi caida quebequesa?
– Entre otras cosas. Ya no lo se.
– Aun asi, Retancourt. Quiero saberlo.
Retancourt lo penso unos instantes dandole vueltas con los dedos a su taza de cafe vacia.
– Tal vez no volvamos a vemos, teniente -prosiguio Adamsberg-. Condiciones extremas, no es ya hora de respeto. Y lamentare siempre no haberlo comprendido.
– Condiciones extremas, de acuerdo. Lo que todos alababan en la Brigada me contrariaba. Ese desenfadado modo de desentranar los casos como un paseante solitario, como un sonador que disparaba directamente al blanco. Singular, claro esta, pero yo veia en ello otra cara, un modo de estar placidamente convencido de sus propias certidumbres. Una autonomia de pensamiento, si, pero tambien una discreta soberania que dispensaba a los demas de pensar.
Retancourt hizo una pausa, dudando en proseguir.
– Continue -pidio Adamsberg.
– Admiraba la intuicion, como todo el mundo, pero no la indiferencia que mostraba, no aquel modo de desdenar las opiniones de sus adjuntos, de escucharlas solo a medias. No ese despreocupado aislamiento, esa indiferencia casi impermeable. No se explicarme. Las dunas del desierto son ductiles y su arena suave, pero le resulta arida a quien lo atraviesa. El hombre que lo recorre lo sabe, pero no puede vivir alli. El desierto no es generoso.
Adamsberg la escuchaba con atencion. Las duras palabras de Trabelmann volvieron a su memoria y aquella convergencia se hizo una bola de sombras, que paso rapidamente por su frente con un aleteo oscuro. Atender solo a si mismo, apartar a los demas, confundirles, siluetas alejadas e intercambiables cuyos nombres entremezclaba. Y, sin embargo, estaba convencido de que la teniente se equivocaba.
– Eso me parece una historia triste -dijo sin levantar la mirada.
– Bastante. Pero tal vez estuviera usted, siempre, un poco en otra parte, y muy lejos, en compania de Raphael, formando circulo con el. Lo he pensado en el avion. Formaban un circulo en aquella cafeteria, un circulo exclusivo.
Retancourt dibujo una circunferencia en la mesa y Adamsberg fruncio sus depiladas cejas.
– Con su hermano -explico-, para no abandonarle nunca, para apoyarle sin descanso en su huida. En el desierto, con el.
– En el lodazal del Torque -propuso Adamsberg dibujando lentamente otra circunferencia.
– Si le parece a usted.
– ?Que otra cosa lee usted, en mi propio libro?
– Que, por las mismas razones, debe escucharme cuando digo que no ha matado. Para matar, como minimo, hay que apasionarse por los demas, verse arrastrado por las propias tormentas e, incluso, obsesionarse por lo que representan. Matar exige una alteracion del vinculo, un exceso de reaccion, de confusion con el otro. Una confusion tal que el otro ya no existe en si, sino como una propiedad que puede utilizarse como victima. Le creo muy lejos de ello. Un hombre como usted, zigzagueando sin verdadero contacto, no mata a los demas. Porque no esta lo bastante cerca de ellos, y menos aun para sacrificarlos a sus pasiones. No estoy diciendo que no ame usted a nadie, pero a Noella no. No la habria matado en ningun caso.
– Prosiga -repitio Adamsberg apretando la mano contra su mejilla.
– Esta usted destrozando la base de su maquillaje, dios mio. Le dije que no lo tocara.
– Perdon -dijo Adamsberg apartando la mano-. Prosiga.
– Eso es todo. Quien acaricia de lejos no esta lo bastante cerca para matar.
– Retancourt -comenzo Adamsberg.
– Henriette -corrigio la teniente-. Preste atencion, carajo.
– Henriette, espero estar algun dia a la altura de la ayuda que me ha prestado. Pero, de entrada, siga creyendo en esa noche que se me escapa. Siga creyendo que no mate, transforme en eso su energia. Sea masa, poste, confie. Entonces yo sere masa y confiare.
– Su propio pensamiento -insistio Retancourt-. Ya se lo he dicho. Su solitaria certidumbre. Asi pues, utilicela esta vez.
– He comprendido, teniente -dijo Adamsberg tomandola del brazo-. Pero su energia servira de palanca. Mantengala por mi, algun tiempo.
– No tengo ninguna razon para cambiar de idea.
Adamsberg solto a reganadientes el brazo, como si abandonara su arbol, y se marcho.
XL
El comisario verifico en un escaparate que su maquillaje aguantaba y se aposto, a partir de las seis de la tarde, en un punto del trayecto de regreso de Adrien Danglard. Vio a lo lejos su gran cuerpo blando pero el capitan no reacciono al cruzarse con Jean-Pierre Emile Roger Feuillet. Adamsberg le agarro rapidamente del brazo.
– Ni una palabra, Danglard, adelante.
– Dios mio, pero ?que le pasa? -dijo Danglard intentando soltar su brazo-. ?Quien es usted?
– Yo, un hombre de negocios. Yo, Adamsberg.
– Mierda -dijo Danglard en un suspiro, examinando rapidamente aquel rostro para adivinar los rasgos de Adamsberg bajo aquella piel palida, aquellos ojos enrojecidos, aquel craneo medio calvo.
– ?Ya esta, Danglard?
– Debo hablar con usted -dijo el capitan lanzando una mirada a su alrededor.
– Yo tambien. Tomaremos por aqui, subiremos a su casa. Nada de gilipolleces.
– En mi casa de ningun modo -dijo Danglard con una voz baja y firme-. Finja que me ha pedido usted una informacion y marchese. Nos veremos dentro de cinco minutos en la escuela de mi hijo, segunda calle a la derecha. Pregunte por mi al bedel, nos encontraremos en la sala de juegos.
El blando brazo de Danglard escapo del comisario, que le vio marcharse y doblar la esquina.
En la escuela encontro a su adjunto, aguardandole en una silla infantil de plastico azul, rodeado de un monton de globos, libros, cubos y cocinitas. Sentado a treinta centimetros del suelo, Danglard le parecio ridiculo. Pero no tuvo mas remedio que acomodarse a su lado, en una silla de la misma altura, aunque roja.
– ?Le sorprende ver que he escapado de las garras de la GRC? -pregunto Adamsberg.
– Reconozco que si.
– ?Le decepciona? ?Le inquieta?
Danglard le miro sin responder. Aquel tipo calvo y blanco como el yeso, del que salia la voz de Adamsberg, le