– ?Y que buscaba? ?Las carpetas sobre el juez?
– Eso se me escapa. El movil. Hice tomar huellas en la llave. Solo las mias. O borre las precedentes o el visitante limpio la llave antes de colocarla en el cajon.
Adamsberg entorno los ojos. ?Quien, en efecto, estaria interesado en conocer los casos del Tridente, casos que el nunca habia ocultado? La tension del viaje y su jornada sin sueno gravitaban sobre sus hombros. Pero saber, sin duda, que Danglard no le habia traicionado le relajaba. Aunque no tuviera pruebas de la inocencia de su adjunto, salvo la legibilidad de su mirada.
– ?No interpreto usted ese «Peligro» de otro modo?
– Considere que algunos elementos del crimen de 1973 no debian enviarse a la GRC. Pero el visitante habia pasado antes que yo.
– Mierda -dijo Adamsberg incorporandose e incomodando el sueno del pequeno.
– Y lo habia devuelto todo a su lugar -concluyo el capitan.
Danglard se llevo la mano al bolsillo interior y saco tres hojas dobladas en cuatro.
– No se separan de mi -anadio tendiendoselas a Adamsberg.
El comisario les echo una ojeada. Eran, en efecto, los documentos que habia esperado que Danglard apartase. Y el capitan los llevaba encima desde hacia once dias. Prueba de que no habia intentado venderlo a Laliberte. Salvo si le habia enviado una copia.
– Esta vez, Danglard -dijo Adamsberg devolviendole las hojas-, me comprendio usted a mas de diez mil kilometros y solo con una senal infima. ?Como es posible que, a veces, no nos comprendamos estando a un metro?
Danglard lanzo otro globo por los aires.
– Nos preocupan los mimos temas, supongo -respondio con una leve sonrisa.
– ?Por que lleva encima estas hojas? -prosiguio Adamsberg tras una pausa.
– Porque desde su huida me vigilan permanentemente. Hasta en mi inmueble, adonde esperan que venga usted a verme si se les escapa. Algo que, por otra parte, se disponia a hacer de inmediato. Por eso estamos en esta escuela.
– ?Brezillon?
– Evidentemente. Sus hombres registraron oficialmente su apartamento en cuanto la GRC dio la alerta. Brezillon tiene ordenes y esta hecho una furia. Uno de sus comisarios asesino y fugitivo. De comun acuerdo con las autoridades canadienses, el Ministerio se ha comprometido a echarle mano si pone los pies en tierra francesa. Toda la pasma del pais ha sido avisada. Es inutil, claro esta, que asome usted la nariz por su casa. Y por el taller de Camille, idem. Todos sus potenciales puntos de llegada estan rodeados.
Adamsberg acariciaba maquinalmente la cabeza del nino y eso parecia sumirle en un sueno mas profundo aun. Si Danglard le hubiera traicionado, no le habria llevado a esa escuela para evitar que cayera en manos de la pasma.
– Perdone mis sospechas, capitan.
– La logica no es su punto fuerte, eso es todo. En el futuro, desconfie de ella.
– Se lo repito desde hace anos.
– No, no de la logica en si. Solo de la suya. ?Se le ocurre algun escondrijo? Su maquillaje no aguantara mucho tiempo.
– He pensado en la vieja Clementine.
– Esta muy bien -aprobo Danglard-. No va a ocurrirseles y estara usted tranquilo.
– Y acabado para el resto de mis dias.
– Lo se. Pienso en esto desde hace una semana.
– ?Esta seguro, Danglard, de que no forzaron mi cerradura?
– Seguro. El visitante utilizo la llave. Es alguien de los nuestros.
– Hace un ano, yo no conocia a ningun miembro del equipo, salvo a usted.
– Tal vez uno de ellos le conociese. Puso usted entre rejas a bastantes tipos. Lo que puede suscitar odios, revanchas. El miembro de una familia decidido a hacerselo pagar. Alguien que monta la jugada contra usted, utilizando ese viejo caso.
– ?Quien podia conocer la historia del Tridente?
– Todos los que le vieron marcharse a Estrasburgo.
Adamsberg movio la cabeza.
– No era posible establecer el vinculo entre Schiltigheim y el juez -dijo-. A menos que yo mismo lo expusiera. Solo un hombre podia establecer la relacion. El.
– ?Cree usted que su muerto viviente entro en la Brigada? ?Que tomo sus llaves y examino sus carpetas solo para saber que habia averiguado usted de Schiltigheim? De todos modos, un muerto viviente no necesita llaves, atraviesa las paredes.
– Es muy cierto.
– Si esta usted de acuerdo, establezcamos una cosa para el Tridente. Llamelo usted el Juez o Fulgence si quiere, y dejeme que yo le llame el Discipulo. Un ser del todo vivo que culminaria, eventualmente, el recorrido del difunto juez. Es todo lo que puedo concederle, y eso nos evitara molestias.
Danglard lanzo otro globo por los aires.
– ?Me ha dicho usted -prosiguio cambiando bruscamente de tema- que Sanscartier se mostraba reticente?
– Segun Retancourt. ?Le importa eso?
– Me gustaba ese tipo. Muy lento, si, pero me gustaba. Su reaccion sobre el terreno me interesa. ?Y Retancourt? ?Que le ha parecido?
– Excepcional.
– Me habria gustado librar con ella ese combate cuerpo a cuerpo -anadio Danglard con un suspiro que contenia, al parecer, una autentica pesadumbre.
– No creo que hubiera aguantado el peso con su tamano. La experiencia fue prodigiosa, Danglard, pero no vale la pena matar por eso.
La voz de Adamsberg se habia hecho mas sorda. Ambos se alejaron lentamente hacia el fondo de la sala, pues Danglard habia decidido que el comisario saliera por la puerta del garaje. Adamsberg seguia llevando al nino dormido en brazos. Sabia en que tunel sin salida se metia ahora, y Danglard tambien.
– No tome el metro ni el autobus -le aconsejo Danglard-. Vaya a pie.
– Danglard, ?quien puede saber que perdi la memoria el 26 de octubre? ?Ademas de usted?
Danglard reflexiono unos instantes, haciendo tintinear unas monedas en su bolsillo.
– Solo otra persona -declaro por fin-. La que logro arrebatarsela.
– Logico.
– Si. Mi logica.
– ?Quien, Danglard?
– Alguien que nos acompano hasta alli, uno de los otros ocho. Menos usted, Retancourt y yo, igual a cinco. Justin, Voisenet, Froissy, Estalere y Noel. El o la que busca en sus carpetas.
– ?Y que hace usted con el Discipulo?
– No gran cosa. Primero pienso en elementos mas concretos.
– ?Como…?
– Como sus sintomas la noche del 26. Me preocupan, si. Me preocupan mucho. La flojera en las piernas me confunde.
– Yo estaba borracho como una cuba, ya lo sabe.
– Precisamente. ?Tomaba usted, entonces, algun medicamento? ?Algun calmante?
– No, Danglard. Creo que los calmantes estan contraindicados en mi caso.
– Es cierto. Pero las piernas le fallaban, ?no es eso?
– Si -dijo Adamsberg sorprendido-. No podian aguantarme.
– ?Solo tras golpearse con la rama? ?Es eso lo que me ha dicho? ?Esta seguro?
– Claro que si, Danglard. ?Y que?
– Pues bien, la cosa no cuadra. ?Y no hubo dolor, al dia siguiente? ?Golpes? ?Cardenales?