la Brigada. El vestibulo estaba helado, el especialista que debia acudir a las siete no habia ido.
Saludo al centinela de guardia y entro sin ruido en el despacho de su adjunto, tratando de que el equipo de guardia no advirtiera su presencia. Se limito a encender la lampara de la mesa y busco el periodico. Danglard no era de los que lo dejaban abandonado en la mesa y Adamsberg lo encontro guardado en el archivador. Sin tomarse el tiempo de sentarse, volvio las paginas buscando alguna senal neptuniana. Fue algo peor. En la pagina 7, y bajo el titular «Joven asesinada de tres cuchilladas en Schiltigheim», una mala foto mostraba un cuerpo en una camilla. Pese a la ancha trama del cliche, se distinguia el jersey azul palido de la muchacha y, en lo alto del vientre, tres agujeros rojos alineados.
Adamsberg rodeo la mesa y se sento en el sillon de Danglard. Tenia entre sus dedos el ultimo fragmento del claroscuro, las tres heridas entrevistas. Aquella marca sanguinolenta vista tantas veces en el pasado, que senalaba el paso del asesino que yacia en su memoria, inerte desde hacia dieciseis anos, y que aquella foto habia despertado con un sobresalto, provocando la terrible alarma y el regreso del Tridente.
Ahora estaba tranquilo. Saco la hoja del periodico, la doblo y la metio en su bolsillo interior. Todo estaba en su lugar y las rafagas no regresarian. Tampoco el Tridente, exhumado por un simple cruce de imagenes. Y que, tras aquel breve malentendido, regresaria de nuevo a su caverna de olvido.
VI
La reunion de los ocho miembros de la mision de Quebec tuvo lugar a una temperatura de ocho grados en un ambiente hurano que languidecia por el frio. Tal vez la partida se hubiera perdido sin la capital presencia de la teniente Violette Retancourt. Sin guantes ni gorro, no mostraba el menor signo de desagrado. Al contrario de sus colegas, que, con los maxilares crispados, se expresaban con voz tensa, ella mantenia su timbre fuerte y bien templado, amplificado por el interes que sentia por la mision de Quebec. Estaba flanqueada por Voisenet, con la nariz metida en su bufanda, y el joven Estalere, que rendia a la polivalente Retancourt un verdadero culto, como a una diosa omnipotente, una corpulenta Juno mezclada con una Diana cazadora y una Shiva de doce brazos. Retancourt alentaba, demostraba, concluia. Visiblemente, hoy habia convertido su energia en fuerza de conviccion y Adamsberg, sonriente, la dejaba dirigir el juego. A pesar de su noche caotica, se sentia relajado y de vuelta a su estado normal. La ginebra ni siquiera le habia dejado una barrena en la frente.
Danglard observaba al comisario que se balanceaba en su asiento, recuperada toda su indolencia, como si hubiera olvidado su resentimiento de la vispera e, incluso, su conversacion nocturna sobre el dios del mar. Retancourt seguia hablando, contrarrestando los argumentos negativos, y Danglard sentia que estaba perdiendo rapidamente terreno, que una fuerza ineluctable le empujaba hacia las puertas de aquel boeing con los reactores atiborrados de estorninos.
Retancourt gano la partida. A las doce y diez se voto, con siete votos contra uno, la salida hacia la GRC de Gatineau. Adamsberg levanto la sesion y fue a anunciar su decision al prefecto. Retuvo a Danglard en el pasillo.
– No se preocupe -dijo-, sujetare el hilo. Lo hago muy bien.
– ?Que hilo?
– El hilo del que cuelga el avion -explico Adamsberg apretando el pulgar y el indice.
Adamsberg inclino la cabeza para avalar su promesa y se alejo. Danglard se pregunto si el comisario acababa de tomarle el pelo. Pero parecia serio, como si pensara realmente que podia sujetar los hilos de los aviones, impidiendo que cayeran. Danglard se paso la mano por el pompon, convertido desde aquella noche en un asidero apaciguador. Y, curiosamente, la idea del hilo y de Adamsberg sujetandolo le tranquilizo un poco.
En la esquina de la calle se levantaba una gran cerveceria donde se vivia bien y se comia mal, mientras que enfrente se abria un pequeno cafe donde se vivia mal y se comia bien. Esa eleccion vital, bastante crucial, se presentaba practicamente a diario a los miembros de la brigada, que vacilaban entre saciar el apetito en un lugar sombrio y mal caldeado y la comodidad de la vieja cerveceria, que habia conservado sus bancos de los anos treinta, pero habia reclutado un calamitoso cocinero. Ese dia prevalecio la cuestion del caldeado sobre cualquier otra consideracion y una veintena de agentes confluyo en el restaurante. Se llamaba Cerveceria de los Filosofos, lo que tenia algo de incongruente puesto que unos sesenta policias desfilaban diariamente por alli, poco inclinados en conjunto al manejo de los conceptos. Adamsberg observo la direccion del flujo de sus hombres y se volvio hacia el mal caldeado tugurio, El Matorral. Apenas habia comido desde hacia veinticuatro horas, puesto que habia tenido que abandonar su plato irlandes ante los embates de la rafaga.
Al terminar el plato del dia, saco la pagina del periodico que se arrugaba en su bolsillo interior y la desplego sobre el mantel, atraido por aquel crimen de Schiltigheim que le habia extraviado en la tormenta. La victima, Elisabeth Wind, de veintidos anos, habia sido asesinada, probablemente hacia medianoche, cuando regresaba en bici desde Schiltigheim hasta su aldea, a tres kilometros de alli, un recorrido que hacia todos los sabados por la noche. Su cuerpo habia sido encontrado en la maleza, a unos diez metros de la carretera local. Las primeras conclusiones mencionaban una contusion en el craneo y tres punaladas en el vientre, que le habian producido la muerte. La joven no habia sido violada ni desnudada. Un sospechoso habia sido detenido rapidamente, Bernard Vetilleux, de treinta y ocho anos, soltero y sin domicilio, descubierto a quinientos metros del lugar del crimen. Estaba totalmente borracho y dormia en la cuneta de la carretera. Los gendarmes aseguraban tener contra Vetilleux una prueba abrumadora mientras que el hombre, segun decia, no guardaba recuerdo alguno de la noche del crimen.
Adamsberg leyo dos veces la noticia. Sacudio lentamente la cabeza, mirando aquel jersey claro perforado por tres agujeros. Imposible, evidentemente. Nadie mejor que el podia saberlo. Paso la mano por el papel de periodico, vacilo, luego tomo su movil.
– ?Danglard?
Su adjunto le respondio desde Los Filosofos, con la boca llena.
– ?Podria usted encontrarme al comandante de la gendarmeria de Schiltigheim, en el Bajo Rin?
Danglard se sabia al dedillo los nombres de los comisarios de todas las ciudades de Francia, pero conocia peor la gendarmeria.
– ?Es tan urgente como la identificacion de Neptuno?
– No del todo pero digamos que del mismo orden.
– Le llamare dentro de un cuarto de hora. Ya puestos, no olvide darle un toque al de la calefaccion.
Adamsberg terminaba su cafe doble -mucho menos conseguido que el de la vaca nutricia de la Brigada- cuando su adjunto volvio a llamarle.
– El comandante Thierry Trabelmann. ?Tiene algo para apuntar el numero?
Adamsberg lo anoto en el mantel de papel. Espero a que hubieran dado las dos en el viejo reloj del Matorral para llamar a la gendarmeria de Schiltigheim. El comandante Trabelmann se mostro relativamente distante. Habia oido hablar del comisario Adamsberg, bien y mal, y vacilaba sobre la conducta que debia seguir.
– No tengo la intencion de arrebatarle el caso, comandante Trabelmann -le aseguro de entrada Adamsberg.
– Siempre se dice eso, pero ya sabemos como termina. Los gendarmes cargan con el trabajo sucio y, en cuanto la cosa se pone interesante, los policias se lo mangan.
– Solo necesito una simple confirmacion.
– No se que le ronda por la cabeza, comisario, pero sepa que ya tenemos al tipo, y a buen recaudo.
– ?Bernard Vetilleux?
– Si, y es algo solido. Hemos encontrado el arma a cinco metros de la victima, sencillamente abandonada entre las hierbas. Corresponde exactamente a las heridas. Con las huellas de Vetilleux en el mango.
Asi de facil. Todo muy sencillo. Adamsberg se pregunto brevemente si iba a proseguir o a recular.
– Pero ?Vetilleux niega los hechos? -prosiguio.
– Estaba aun borracho como una cuba cuando mis hombres le echaron el guante. Apenas era capaz de mantenerse en pie. Sus negativas no valen un comino: no recuerda nada, salvo haber empinado el codo como un descosido.