– ?Tiene antecedentes? ?Otras agresiones?

– No. Pero por algo se empieza.

– La noticia habla de tres punaladas. ?Se trata de un cuchillo?

– Un punzon.

Adamsberg guardo silencio unos instantes.

– Poco habitual -comento.

– No tanto. Esos indigentes acarrean una autentica caja de herramientas. Un punzon sirve para abrir latas de conserva y forzar cerraduras. No le busque tres pies al gato, comisario, le garantizo que tenemos al tipo.

– Una cosa mas, comandante -dijo rapidamente Adamsberg, sintiendo que la impaciencia de Trabelmann aumentaba-. ?Es nuevo el punzon?

Hubo un silencio en la linea.

– ?Como lo sabe? -pregunto Trabelmann en un tono suspicaz.

– Es nuevo, ?no es cierto?

– Afirmativo. ?Que cambia eso las cosas?

Adamsberg apoyo la frente en su mano y miro la foto del periodico.

– Sea bueno, Trabelmann. Envieme unas fotos del cuerpo, unas tomas cercanas de las heridas.

– ?Y por que iba a hacerlo?

– Porque yo se lo pido con amabilidad.

– ?Simplemente?

– No se lo quitare -repitio Adamsberg-. Tiene usted mi palabra.

– ?Que le ronda por la cabeza?

– Un recuerdo de infancia.

– En ese caso… -dijo Trabelmann, respetuoso de pronto y bajando la guardia, como si los recuerdos de infancia fueran sagrados y abrieran todas las puertas sin discusion.

VII

El profesional que se hacia esperar habia llegado por fin a su destino, al igual que cuatro fotos del comandante Trabelmann. Uno de los cliches mostraba claramente las heridas de la joven victima, tomadas desde arriba, en vertical. Adamsberg se las arreglaba bien, ahora, con su correo electronico, pero no sabia como ampliar aquellas imagenes sin la ayuda de Danglard.

– ?De que se trata? -murmuro el capitan sentandose en el sitio de Adamsberg para tomar los mandos de la maquina.

– Neptuno -respondio Adamsberg con una sonrisita-. Imprimiendo su marca en el azul de las olas.

– Pero ?que es eso? -repitio Danglard.

– Siempre me hace usted preguntas y, luego, no le gustan nunca mis respuestas.

– Me gusta saber que estoy manipulando -eludio Danglard.

– Los tres agujeros de Schiltigheim, los tres impactos del tridente.

– ?De Neptuno? ?Es una idea fija?

– Es un crimen. Una muchacha asesinada con tres golpes de punzon.

– ?Nos lo envia Trabelmann? ?Se lo hemos quitado?

– De ningun modo.

– ?Entonces?

– Entonces, no lo se. No se nada antes de tener esa ampliacion.

Danglard se enfurruno mientras comenzaba la transferencia de las imagenes. Detestaba aquel «no lo se», una de las frases mas recurrentes de Adamsberg, que con frecuencia le habia llevado por caminos no muy claros, verdaderos lodazales a veces. Era, para Danglard, el preludio de las cienagas del pensamiento, y a menudo habia temido que Adamsberg se hundiera en ellas, algun dia, en cuerpo y alma.

– He leido que habian atrapado al tipo -preciso Danglard.

– Si. Con el arma del crimen y sus huellas.

– ?Y que te chirria entonces?

– Un recuerdo de infancia.

Aquella respuesta no tuvo sobre Danglard el efecto apaciguador que habia producido en Trabelmann. Muy al contrario, el capitan sintio aumentar su aprension. Selecciono una ampliacion maxima de la imagen y puso en marcha la impresion. Adamsberg vigilaba la hoja que iba saliendo, a sacudidas, de la maquina. La tomo por una esquina, hizo que se secara rapidamente al aire y, luego, encendio la lampara para examinarla de cerca. Sin comprender, Danglard le vio coger una larga regla, medir en una direccion, en la otra, trazar una linea, marcar con un punto el centro de las sanguinolentas perforaciones, trazar otra paralela, medir de nuevo. Finalmente, Adamsberg aparto la regla y dio vueltas por la estancia, con la foto colgando de su mano. Cuando se volvio, Danglard leyo en sus rasgos una especie de dolor asombrado. Y aunque Danglard habia visto aquella banal emocion en mil ocasiones, era la primera vez que la encontraba en el flematico rostro de Adamsberg.

El comisario tomo una carpeta nueva del armario, coloco en ella el magro expediente y escribio, limpiamente, un titulo: «El Tridente n.° 9», seguido de un signo de interrogacion. Tendria que ir a Estrasburgo y ver el cuerpo. Lo que frenaria las urgentes gestiones que debia hacer para la mision de Quebec. Decidio confiarlas a Retancourt, puesto que era la mas interesada en el proyecto.

– Acompaneme a casa, Danglard. Si no lo ve, no podra comprenderlo.

Danglard paso por su despacho para recoger la enorme cartera de cuero negro, que le hacia parecerse a un profesor de colegio ingles o, a veces, a un cura de civil, y siguio a Adamsberg atravesando la Sala del Concilio. Adamsberg se detuvo junto a Retancourt.

– Me gustaria verla cuando termine la jornada -dijo-. Necesito aliviarme.

– No hay problema -respondio Retancourt levantando apenas los ojos de su archivador-. Estoy de servicio hasta medianoche.

– Perfecto entonces. Hasta esta noche.

Adamsberg habia salido ya de la sala cuando escucho la risa trivial del brigadier Favre, seguida de su voz gangosa.

– La necesita para aliviarse -se rio Favre sarcastico-. Sera la gran noche, Retancourt, la desfloracion de la violeta. El jefe procede de los Pirineos, no hay quien le gane escalando montanas. Es un verdadero profesional de las cumbres imposibles.

– Un minuto, Danglard -dijo Adamsberg reteniendo a su adjunto.

Regreso a la sala, seguido de Danglard, y se dirigio al despacho de Favre. Se habia hecho un repentino silencio. Adamsberg tomo por un lado la mesa metalica y la empujo con violencia. Volco estruendosamente, arrastrando en su caida papeles, informes y diapositivas que se dispersaron, en un caos, por el suelo. Favre, con el vaso de cafe en la mano, permanecio asi, sin reaccionar. Adamsberg apunto al borde de la silla e hizo que todo cayera hacia atras, el asiento, el brigadier y el cafe, que se vertio en su camisa.

– Retire lo que ha dicho, Favre, disculpese. Estoy esperando.

Mierda, se dijo Danglard pasandose los dedos por los ojos. Observo el cuerpo tenso de Adamsberg. En dos dias, habia visto como se sucedian en el mas emociones nuevas que en anos de colaboracion.

– Estoy esperando -repitio Adamsberg.

Favre se incorporo con los codos para recuperar algo de dignidad ante los colegas que, ahora, se acercaban furtivamente al epicentro de la batalla. Retancourt, blanco del sarcasmo de Favre, era la unica que no se habia movido. Pero ya no archivaba.

– ?Retirar que? -rebuzno Favre-. ?La verdad? ?Que he dicho? Que era usted un as de la escalada, ?y no es cierto?

– Estoy esperando -repitio Adamsberg.

– Y un huevo -respondio Favre, mientras empezaba a levantarse.

Adamsberg arranco la cartera negra de las manos de Danglard, saco una botella llena y la estrello contra el

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