– Es una base -respondio la voz fragil-. Si estan informatizados, claro.

– ?Averiguara sus codigos? ?Desactivara sus barreras? ?Como si saltara un muro?

– Si -dijo modestamente Josette.

– En cierto modo, como un fantasma -resumio Adamsberg.

– Bien habra que hacerlo -dijo Clementine-. Porque lo que lleva encima es un maldito fantasma. Y hay que ver como se ha agarrado. Josette, no juegues con la comida, no es que a mi me moleste, pero a mi padre no le habria gustado.

Sentado con las piernas cruzadas y los pies desnudos en el viejo sofa de flores, Adamsberg saco su nuevo telefono para llamar a Danglard.

– Perdon -le dijo Josette-, ?llama usted a un amigo seguro? ?La linea es segura, entonces?

– Es nuevo, Josette. Y llamo a un movil.

– Es dificil de descubrir pero, si supera los ocho o diez minutos, mejor haria cambiando de frecuencia. Le prestare el mio, esta equipado. Vigile la hora y cambie, pulsando ese botoncito. Le arreglare el suyo, manana.

Impresionado, Adamsberg acepto el aparato trucado de Josette.

– Tengo seis semanas de plazo, Danglard. Arrancadas a la cara oculta de Brezillon.

Danglard emitio un silbido de asombro.

– Pues yo creia que sus dos caras eran de hielo.

– No, habia una salida. La tome. Obtuve un arma, una nueva placa y el levantamiento, parcial y oficioso, de la vigilancia. No garantizo nada por lo que a las escuchas se refiere, y no soy libre de ir de un lado a otro. Si me descubren, Brezillon caera conmigo. Ahora bien, resulta que confia en mi durante unos dias. Ademas, es un tipo que aplasta su colilla con el pulgar, sin quemarse. En resumen, no puedo comprometerle, no puedo ir a los ficheros.

– ?Eso significa que voy yo?

– Y tambien a los archivos. Debemos colmar el vacio entre la muerte del juez y Schiltigheim. Es decir, descubrir los asesinatos con tres heridas de los dieciseis ultimos anos. ?Puede encargarse de eso?

– Del Discipulo, si.

– Envielo por mail, capitan. Un segundo.

Adamsberg pulso el boton indicado por Josette.

– Hay un zumbido -dijo Danglard.

– Acabo de cambiar de frecuencia.

– Sofisticado -comento Danglard-. Un cacharro de mafioso.

– He cambiado de bando y de amistades, capitan. Me adapto.

Avanzada la noche, bajo los edredones algo frios, Adamsberg miraba las ascuas del fuego en la oscuridad, evaluando las inmensas posibilidades que le abria la presencia, en aquellas paredes, de una vieja pirata electronica. Intentaba recordar el nombre del notario que se habia encargado de la venta de la mansion pirenaica. En su tiempo, lo habia sabido. El notario de Fulgence debia de estar obligado, forzosamente, a un silencio absoluto. Algun jurista que, en su juventud, debia de haber cometido alguna irregularidad que Fulgence habia ocultado. Y que habia caido en el cesto, vasallo del magistrado para toda su vida. Ese nombre, maldicion. Veia de nuevo la placa dorada brillando en la fachada de una casa burguesa, cuando habia ido a consultar al hombre de leyes sobre la compra de la mansion. Recordaba a un hombre joven, de no mas de treinta anos. Con suerte, estaria todavia en activo.

La placa dorada se mezclaba, en sus ojos, con el llamear de las brasas. Recordaba un nombre sin alegria, oscuro. Repaso lentamente todas las letras del alfabeto. Desseveaux. Don Jerome Desseveaux, notario. A quien el juez Fulgence tenia atrapado, con mano ferrea, por los cojones.

XLIV

Sentado a su lado, Adamsberg observaba, fascinado por su imprevista destreza, como Josette manejaba el ordenador, con sus manos menudas y arrugadas temblando sobre el teclado. En la pantalla aparecian, a toda velocidad, innumerables cifras y letras a las que Josette respondia con unas lineas igual de hermeticas. Adamsberg no veia ya el aparato como de costumbre, sino como una especie de gran lampara de Aladino cuyo genio iba a salir para ofrecerle, amablemente, satisfacer tres deseos. Pero era preciso saber manejarlo, mientras que, en los tiempos antiguos, el primer imbecil recien llegado sabia dar a la lampara un buen restregon con un trapo. Tratandose de deseos, las cosas se habian complicado mucho.

– Su hombre esta muy protegido -comento Josette con su timbre tembloroso, pero que, en su terreno, superaba la timidez-. Una cerca de alambre espinoso, es demasiado para el despacho de un notario.

– No es un despacho ordinario. Un fantasma le tiene agarrado por los cojones.

– En ese caso…

– ?Lo conseguira, Josette?

– Hay cuatro filtros sucesivos. Requiere tiempo.

Como sus manos, la cabeza de la anciana temblaba y Adamsberg se pregunto si los temblores de la edad le permitian descifrar correctamente la pantalla. Clementine, atenta al aumento de peso del comisario, entro para depositar una fuente con tortas y jarabe de arce. Adamsberg observaba la ropa de Josette, su elegante traje beige acompanado por unas grandes zapatillas deportivas de color rojo.

– ?Por que lleva zapatillas deportivas? ?Para no hacer ruido por los sotanos?

Josette sonrio. Era posible. Un vestido de ladron, flexible y practico.

– Le gusta la comodidad, eso es todo -dijo Clementine.

– Antes -dijo Josette-, cuando estaba casada con mi armador, solo llevaba trajes sastre y perlas.

– De lo mas elegante -aprobo Clementine.

– ?Rico? -pregunto Adamsberg.

– Hasta no saber que hacer con el dinero. Se lo guardaba todo para si. Yo sisaba algunas pequenas sumas, aqui y alla, para amigos necesitados. Asi empece. Por aquel entonces yo no era muy habil y me descubrio.

– ?Tuvo eso consecuencias?

– Grandes consecuencias, y muy ruidosas. Despues del divorcio, comence a hurgar en sus cuentas y, luego, me dije: Josette, si quieres conseguirlo, hay que hacerlo a gran escala. Y tirando del hilo llego la cosa. A los sesenta y cinco anos, estaba ya lista para zarpar.

– ?Donde conocio a Clementine?

– En un mercado de ocasion, hace mas de treinta y cinco anos. Mi marido me habia regalado una tienda de antiguedades.

– Para que no se aburriera -preciso Clementine, que, de pie, vigilaba que Adamsberg devorase las tortas-. Cosas de lujo, no chucherias. Nos divertiamos mucho, ?no es verdad, Josette?

– Aqui esta nuestro notario -dijo Josette senalando la pantalla con un dedo.

– Ya era hora -dijo Clementine, que en su vida habia tocado un teclado.

– Es este, ?no? Don Jerome Desseveaux y Asociados, bulevar Suchet, en Paris.

– ?Ha entrado usted? -pregunto Adamsberg, fascinado y acercando la silla.

– Y estoy tan comoda como si visitara su apartamento. Es un negocio muy grande, diecisiete asociados y miles de expedientes. Pongase las zapatillas deportivas, comenzamos el registro. ?Que nombre ha dicho?

– Fulgence, Honore Guillaume.

– Tengo varias cosas -dijo Josette tras unos instantes-. Pero nada despues de 1987.

– Porque murio. Debio de cambiar de nombre.

– ?Es obligatorio, despues de la muerte?

– Depende del curro que hagas, supongo. ?Tiene usted algun Maxime Leclerc, comprador en 1999?

– Si -respondio Josette tras unos momentos-. Comprador del Schloss, en el Bajo Rin. Nada mas con este nombre.

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