en los cuatro vientos, en su habitacion del hotel de Richelieu. Habia tratado con los dragones. Habia conocido el juego que, cada noche, habia acompasado la infancia del juez, aquella mano glorificadora ante la mano truncada del padre.
Corrio hacia el edificio cuando abrieron las puertas y, cinco minutos mas tarde, dejaba sobre su mesa un grueso diccionario etimologico de los nombres y apellidos de Francia. Con la tension del jugador cuando lanza los dados, rogando para que salga un triple seis, Adamsberg desplego su lista de nombres. Habia tragado tres cafes para resistir la noche en blanco y sus manos temblaban sobre el libro, como las de Josette. Comprobo primero Brasillier: «Derivado de “brasero” y de “brasa”. El vendedor de brasas». Perfecto, el fuego, un dragon rojo. Luego paso al sentido oculto de Jeanne Lessard: «Nombre de poblacion, Essart, Essard, o que significa
El mas oscuro estaba ante el. El enigmatico Fevre, que tal vez le hiciera caer de lo alto de su andamio de amasador de nubes. Fevre:
Adamsberg dejo caer sus brazos y cerro por un instante los ojos, antes de enfrentarse con los obstaculos de Lentretien y de Mestre.
Lentretien: «Alteracion de Lattelin, que significa “lagarto”». «Dragon verde», escribio enfrente, con una letra deformada por la creciente contraccion de su mano. Extendio y doblo varias veces los dedos antes de emprenderla con Mestre.
Mestre: «Occitano antiguo, moestre, forma meridional de “maestro”. Diminutivos Mestrel o Mestral, variante de Mistral. Designo el norte expuesto al mistral, el viento maestro». «El viento maestro», escribio.
Dejo el boligrafo y recupero el aliento, aspirando de paso una larga bocanada de aquel viento maestro y frio, riguroso, que acababa de cerrar su lista y apaciguar el calor de sus mejillas. Adamsberg clasifico rapidamente la serie: un trio de dragones rojos con Lefebure, Fevre y Brasillier, dos trios de vientos con Soubise, Ventou, Autan, Espir, Mestre y Wind, un par de dragones verdes con Lessard y Lentretien, y un par de dragones blancos con Matere y el matricidio. Igual a trece. Siete mujeres y seis hombres.
Faltaba la decimocuarta ficha para consumar «La mano de honores». Que seria un dragon blanco o un dragon verde. Sin duda un hombre, para obtener el equilibrio perfecto entre los dos sexos, entre padre y madre. Dolorido y sudando, Adamsberg devolvio el valioso libro al bibliotecario. Tenia ahora la oscura ganzua, la llave, la pequena llave de oro de Barba Azul que abria la puerta de la habitacion de los muertos.
Regreso agotado a casa de Clementine, tenso de impaciencia por lanzar a su hermano aquella llave, mas alla del Atlantico, por gritar el final de su pesadilla. Pero Josette no le dio tiempo y le puso de inmediato ante los ojos la nueva version del descifrado:
– No he dormido, Josette, no estoy ya en condiciones de comprender.
– Las letras sueltas del ordenador de Michael. Me equivoque en toda la linea y volvi a empezar por
Adamsberg se concentro en las temblorosas palabras de Josette.
– Sendero de paso -murmuro.
– Michael informaba, en efecto, a un jefe. No estaba usted solo en aquel sendero. Alguien lo sabia.
– Es solo una interpretacion, Josette.
– No existen miles de palabras que tengan ese grupo de vocales. Esta vez estoy segura del descifrado.
– Es notable, Josette. Pero una interpretacion nunca tendra, para ellos, el valor de una prueba, ?lo comprende? Acabo de arrancar a mi hermano del abismo, pero yo estoy todavia en el, atrapado bajo tres grandes rocas.
– Filtros -corrigio Josette-, bajo tres grandes filtros.
LV
Raphael Adamsberg encontro el mensaje el viernes por la manana, un mensaje al que su hermano habia llamado «Tierra», por el grito de los marineros, penso Raphael, por el grito de los navegantes al descubrir las nebulosas senales de un continente. Tuvo que releer el correo varias veces para atreverse a comprender el sentido de aquella confusa marana de dragones y vientos, escrita con impaciencia y fatiga, mezclando la oreja del juez, la arena, el matricidio, la edad de Fulgence, la mutilacion de Guillaumond, la aldea de Collery, el tridente, el Mah-Jong, la mano de honores. Jean-Baptiste habia tecleado con tanta rapidez que se habia saltado letras y palabras enteras. En un temblor que llegaba hasta el, transmitido de hermano a hermano, de orilla a orilla, llevado de ola en ola, y que rompia en su refugio de Detroit y desgarraba sin miramientos la red de sombras por la que desplazaba su furtiva vida. No habia matado a Lise. Permanecio tendido en su silla, dejando que su cuerpo flotara en aquella ribera, incapaz de descubrir que sucesion de extranas piruetas habia permitido a Jean-Baptiste exhumar el itinerario de la matanza del juez. De ninos, una vez se adentraron tanto en la montana que ni el uno ni el otro fueron ya capaces de descubrir la aldea, ni siquiera un sendero. Jean-Baptiste habia trepado sobre sus hombros. «No llores», le habia dicho. «Intentaremos comprender por donde pasaron los hombres, antes.» Y cada quinientos metros, Jean-Baptiste subia a su espalda. «Por ahi», decia volviendo a bajar.
Eso habia hecho Jean-Baptiste. Encaramarse y mirar por donde habia pasado el Tridente, encontrar su sangrienta pista. Como un perro, como un dios, penso Raphael. Por segunda vez, Jean-Baptiste le devolvia a la aldea.
LVI
Aquella noche, Josette se ocupaba del fuego. Adamsberg habia llamado a Danglard y Retancourt, luego habia dormido toda la tarde. Al anochecer, aturdido aun, habia ocupado su lugar ante la chimenea y miraba a la hacker hurgoneando y, luego, jugando con una ramita inflamada. Dibujaba en la penumbra circulos y ochos incandescentes. La punta anaranjada giraba temblorosa, y Adamsberg se preguntaba si, como la cuchara de madera en la cacerola de crema, la varita tenia el poder de disolver los grumos, todos aquellos grumos que seguian apelmazandose a su alrededor. Josette llevaba unas zapatillas deportivas que no le habia visto aun, azules y con una franja dorada. Como la hoz de oro en el campo de estrellas, penso.
– ?Puede prestarme su varita? -pregunto.
Adamsberg hundio la punta de la rama en las brasas y, luego, la paseo por el aire.
– Es bonito -dijo Josette.
– Si.
– En el aire no pueden dibujarse cuadrados. Solo circulos.
– No importa, no me gustan demasiado los cuadrados.