caverna reptara hasta aquel punto de viva luz.
A las once y cuarto, el tintineo de la cerradura le advirtio de la entrada del Tridente. El juez dio un portazo con desenvoltura. Justo su estilo, penso Adamsberg. Fulgence se sentia como en su casa en todas partes, donde queria y como queria. «Lanzare sobre ti el rayo cuando me plazca.»
Levanto su arma en cuanto tuvo al anciano en su campo visual.
– Que barbaro recibimiento, joven -dijo Fulgence con voz chirriante y envejecida.
Desdenando el canon que le apuntaba, se quito el largo abrigo y lo tiro en una silla. Por mucho que Adamsberg se hubiera preparado para el encuentro, se tenso viendo al esbelto anciano. Mucho mas arrugado que en su ultimo encuentro, habia mantenido erguido el cuerpo, altiva la postura, los senoriales gestos de su infancia. Las profundas arrugas del rostro le daban, mas aun, aquella belleza diabolica que admiraban, arrepintiendose, las mujeres de su pueblo. El juez se habia sentado y, con las piernas cruzadas, examinaba el juego expuesto en la mesa.
– Acomodese -ordeno-. Tenemos algunas palabras que decirnos.
Adamsberg mantuvo su posicion, ajustando el angulo de tiro, vigilando a la vez la mirada y el desplazamiento de las manos. Fulgence sonrio y se apoyo en el respaldo, perfectamente comodo. La sonrisa directa del juez, elemento constitutivo de su belleza, tenia la singularidad de descubrir la dentadura hasta el primer molar. Este gesto se habia acrecentado con el tiempo y alteraba su maxilar con una rigidez algo macabra.
– No da usted la talla, joven, y no la ha dado nunca. ?Sabe por que? Porque yo mato. Mientras que usted es solo un pobre hombre, un poli insignificante. A quien el menor asesinato en un sendero transforma en un verdadero guinapo. Si, un hombrecito.
Adamsberg rodeo lentamente a Fulgence y se coloco tras el, con el canon a pocos centimetros de su nuca.
– Y nervioso -prosiguio el juez-. Muy natural por parte de un hombrecito.
Senalo con la mano la alineacion de dragones y vientos.
– Todo perfectamente colocado -dijo-. Ha necesitado mucho tiempo.
Adamsberg vigilo el movimiento de aquella temida mano, blanca mano de dedos demasiado largos, de articulaciones nudosas hoy, de unas cuidadas aun, que la muneca desplazaba con aquella gracia extrana y algo dislocada, podria decirse, que se encuentra en los cuadros antiguos.
– Falta la decimocuarta ficha -dijo- y sera un hombre.
– Pero no usted, Adamsberg. Echaria a perder mi mano.
– ?Dragon verde o dragon blanco?
– ?Que le importa? Incluso en prision, incluso en la tumba, esa ultima ficha no se me escapara.
Con el indice, el juez senalo las dos flores que Adamsberg habia colocado junto a la mano de honores.
– Esta representa a Michael Sartonna; y esta, a Noella Cordel -afirmo.
– Si.
– Dejeme corregir esta mano.
Fulgence se puso un guante, tomo la ficha correspondiente a Noella y la devolvio, con un golpe seco, a la bolsa.
– No me gusta el error -dijo friamente-. Tenga la seguridad de que no me habria tomado la molestia de seguirle hasta Quebec. Yo no sigo a nadie, Adamsberg, me adelanto. Nunca fui a Quebec.
– Sartonna le informaba sobre el sendero de paso.
– Si. Yo acechaba sus movimientos desde Schiltigheim, no lo ignora usted. Su crimen en aquel sendero me divirtio considerablemente. Un crimen de borracho, sin gracia ni premeditacion. Que vulgaridad, Adamsberg.
El juez se volvio, enfrentandose al arma.
– Lo siento, hombrecito, pero ese es su crimen y se lo dejo.
Una breve sonrisa del juez y el sudor que cubrio por completo el cuerpo de Adamsberg.
– Tranquilicese -prosiguio Fulgence-. Vera como es mas facil de soportar de lo que se figura.
– ?Y por que matar a Sartonna?
– Demasiado informado -dijo el juez volviendose hacia el fuego-. Son riesgos que no deben correrse. Sabra tambien -prosiguio tomando una nueva flor y poniendola en el soporte- que la doctora Colette Choisel no esta ya en este mundo. Un desgraciado accidente de coche. Y que el ex comisario Adamsberg la seguira a las tinieblas - anadio depositando una tercera flor-. Abrumado por su falta, demasiado debil para afrontar la prision, ha terminado matandose, ?que quiere? Son cosas que pasan con los hombrecitos.
– ?Asi piensa hacerlo?
– Asi de simple. Sientese, joven, su crispacion me importuna.
Adamsberg fue a colocarse ante el juez, con el arma apuntando a su busto.
– Por lo demas, puede agradecermelo -anadio Fulgence sonriendo-. Esta rapida formalidad le liberara de una existencia intolerable, puesto que el recuerdo de su crimen no le abandonara nunca.
– Mi muerte no le salvara. El caso esta cerrado.
– Los culpables fueron ya juzgados por esos crimenes. Nada podra probarse sin mi confesion.
– La arena de la tumba le acusa.
– Precisamente, y este es el unico punto. Por eso desaparecio la doctora Choisel. Y por eso estoy aqui, hablando con usted antes de que se suicide. Es de muy mal gusto, joven, ir a abrir tumbas. Una falta gravisima.
El rostro de Fulgence habia perdido su expresion desdenosa y sonriente. Miraba a Adamsberg con toda la dureza del soberano juez.
– Que va usted a reparar -prosiguio-. Firmando de puno y letra una pequena confesion, muy natural antes de un suicidio. Confesando que falsifico usted la sepultura. Enterro mi cadaver en los bosques de Richelieu, empujado por su obsesion, claro esta, y dispuesto a todo para hacerme cargar con el crimen del sendero. ?Comprende?
– No firmare nada para ayudarle, Fulgence.
– Claro que si, hombrecito. Pues si se niega encontraremos dos flores suplementarias en este tablero. Su amiga Camille y su hijo. A los que ejecutare inmediatamente despues de su fallecimiento, no le quepa duda. Septimo piso, el estudio de la izquierda.
Fulgence tendio a Adamsberg una hoja y un boligrafo, que antes habia limpiado cuidadosamente. Adamsberg se paso el arma a la mano izquierda y escribio al dictado del juez. Agrandando las P y las O.
– No -dijo el juez arrancandole la pagina-. Su caligrafia normal, ?comprende? Vuelva a empezar -dijo tendiendole una nueva hoja.
Adamsberg lo hizo y dejo la hoja en la mesa.
– Perfecto -dijo Fulgence-. Guarde ese juego.
– ?Como piensa usted suicidarme? -pregunto Adamsberg recogiendo las fichas con una sola mano-. Estoy armado.
– Pero es usted estupidamente humano. Cuento con su completa cooperacion. Sencillamente, me dejara hacer. Se llevara el arma a la frente y disparara. Si me mata usted, dos de mis hombres se encargaran de su amiga y de su progenie. ?He sido lo bastante claro?
Adamsberg inclino la pistola ante la sonrisa del juez. Tan seguro de su empresa que se habia presentado sin un arma de fuego. Dejaria tras de si un suicidio perfecto y una confesion que le devolvia la libertad. Adamsberg examino su Magnum, ridiculo y pequeno poder, y se incorporo. Danglard se habia apostado a menos de un metro por detras del juez, y avanzaba con el sigilo de la
– Deme algun tiempo -pidio apoyando el canon en su sien-. Tiempo para algunos pensamientos.
Fulgence hizo una mueca de desprecio.
– Hombrecito -repitio-. Contare hasta cuatro.
Al llegar a dos, Danglard habia lanzado el gas y vuelto a tomar la Beretta con la mano derecha. Fulgence se levanto dando un grito y planto cara a Danglard. El capitan, que veia por primera vez el rostro del Tridente, retrocedio medio segundo y el puno de Fulgence le golpeo en el menton.
Danglard choco con violencia contra la pared y disparo, sin alcanzar al juez, que habia llegado ya a la puerta. Adamsberg corrio por las escaleras, siguiendo la furiosa huida del anciano. Lo tuvo en su punto de mira por una
