esperar despues de la guerra? Solo la lenta andadura de un pequeno jurista que escalase, uno a uno, los peldanos. Fulgence deseaba algo distinto. Con su inteligencia y algunas referencias falsas, podia llegar rapidamente a los grados mas altos. Siempre que tuviera edad para aspirar a ellos. Su ambicion necesitaba madurez. Cinco anos despues de su huida, era ya juez en el tribunal de Nantes.

– Entendido. Segundo punto. Noella Cordel no tiene nada que la designe como decimocuarta victima. Su nombre escapa a toda relacion con los honores del juego. De modo que yo sigo hablando con un asesino fugado. Todo eso no prueba su inocencia, Adamsberg.

– Hay otras victimas excedentes en la andadura del juez. Michael Sartonna, por ejemplo.

– Nada lo prueba.

– Pero es una presuncion. Como lo de Noella Cordel. Y lo mio.

– ?Que quiere decir?

– Si el juez decidio tenderme una trampa en Quebec, su mecanismo se atasco. Escape de las manos de la GRC y la exhumacion le priva de su refugio mortuorio. Si consigo hacerme oir, lo perdera todo, su reputacion, su honor. No correra ese riesgo. Reaccionara muy pronto.

– ?Eliminandole?

– Si. Debo pues facilitarle las cosas. Debo regresar a mi casa a la luz del dia. Y vendra. Eso es lo que he venido a pedirle, unos dias.

– Esta usted como una cabra, Adamsberg. ?Piensa utilizar el viejo truco del reclamo? ?Con un loco de atar que tiene trece crimenes en su haber?

O, mas bien, el viejo truco del mosquito escondido al fondo de un oido, penso Adamsberg, el viejo truco del pez hundido en los lodos de un lago, y a los que se atrae con la claridad de una lampara. Pesca nocturna con candil. Y, esta vez, el pez manejaba el tridente, no el hombre.

– No hay otro modo de lograr que emerja.

– Comportamiento sacrificial, Adamsberg, que no le absolvera del crimen de Hull. Si el juez no le mata.

– Ese es el riesgo.

– Si le agarran en su domicilio, vivo o muerto, la GRC me acusara de incompetencia o de complicidad.

– Dira usted que levanto la guardia para arponearme mejor.

– Lo que me obligara a conceder de inmediato su extradicion -dijo Brezillon apagando su colilla con el ancho pulgar.

– De todos modos, la concederia usted dentro de cuatro semanas y media.

– No me gusta convertir a mis hombres en munecos de un pim-pam-pum.

– Piense que no soy ya su hombre, sino un fugitivo autonomo.

– Concedido -suspiro Brezillon.

Aspirado por el efecto lamprea, penso Adamsberg. Se levanto y se encasqueto el camuflaje polar. Por primera vez, Brezillon le tendio la mano para saludarle. Un reconocimiento, sin duda, de que no estaba seguro de volverlo a ver en pie.

LIX

En Clignancourt, Adamsberg metio su chaleco antibalas y su arma en la bolsa, y beso a las dos mujeres.

– Solo una pequena expedicion -dijo-. Volvere.

No es seguro, penso al tomar por la calleja. ?A que venia ese duelo desigual? A jugarse el ultimo golpe o, tal vez, a adelantarse a la muerte, a exponerse al tridente de Fulgence mejor que empantanarse en la oscuridad del sendero y vivir sin saber, con la empalada Noella. Veia, como a traves de un cristal empanado, el cuerpo de la muchacha ondulando bajo la cubierta de hielo. Escuchaba su voz quejosa. «?Y sabes que me hizo, mi chorbo? Pobre Noella, enganada con falsas promesas. ?Te ha hablado ya de eso Noella? ?Del puerco de Paris?»

Adamsberg camino mas deprisa, con la cabeza gacha. No podia engatusar a nadie con su vieja jugarreta del mosquito escondido. El yunque de la culpabilidad que le doblegaba desde el crimen de Hull se lo impedia. Fulgence podia rodearse de vasallos y provocar una verdadera carniceria. Cargarse a Danglard, Retancourt, Justin, llenar de sangre toda la Brigada. Sangre que se desplego ante sus ojos, acarreando en sus pliegues el habito rojo del cardenal. Ve solo, jovencito.

El sexo y el nombre. La perspectiva de reventar sin saberlo le parecio incongruente, o inaceptable. Saco el movil por una de sus patas rojas y telefoneo a Danglard en la calle.

– ?Algo nuevo? -pregunto el capitan.

– Ya veremos -dijo prudentemente Adamsberg-. Dejando eso al margen, figurese que le he echado mano al nuevo padre. No se trata de un hombre fiable con zapatos lustrosos.

– ?Ah, no? ?De quien, entonces?

– De una especie de tipo raro.

– Me satisface que tenga ya la respuesta.

– Precisamente. Me gustaria saberlo antes.

– ?Antes de que?

– Simplemente saber su sexo y su nombre.

Adamsberg se detuvo para grabar correctamente la informacion. Nada penetraba en su memoria si se movia.

– Gracias, Danglard. Una ultima cosa: sepa que con las ranas, con las reinetas verdes en todo caso, funciona tambien. El estallido.

Una nube hurana le acompano en su marcha hasta el Marais. Se sobrepuso a la vista de su inmueble y observo largo rato los alrededores. Brezillon habia cumplido su palabra. Habian levantado la vigilancia y el paso estaba abierto, de la sombra a la luz.

Inspecciono rapidamente su apartamento y, luego, redacto cinco cartas destinadas a Raphael, a la familia, a Danglard, a Camille y a Retancourt. Por un impulso, anadio una nota para Sanscartier. Dejo el pequeno paquete funebre en un escondrijo de su habitacion, que Danglard conocia. Para que las leyeran despues de su muerte. Tras una cena fria tragada de pie, comenzo a ordenar las pruebas, a seleccionar la ropa y a hacer desaparecer su correo privado. Te vas vencido, se dijo al dejar la basura en el vestibulo del inmueble. Te vas muerto.

Todo le parecia en su lugar. El juez no entraria a la fuerza. Sin duda habia hecho que Michael Sartonna le enviara una copia de su llave. Fulgence sabia anticiparse.

Y encontrar al comisario esperandole con el arma en la mano no le sorprenderia. Lo sabia, como sabia que estaria solo.

Debia dar al juez tiempo para que le avisaran de su regreso, no apareceria antes de manana, o pasado manana por la noche. Adamsberg lo esperaba por un pequeno detalle: la hora. El juez era un simbolista. Sin duda le agradaria terminar con la carrera de Adamsberg a la misma hora en que habia herido a su hermano, treinta anos antes. Entre las once y la medianoche. Podia prever, pues, un leve efecto de sorpresa sobre este intervalo de tiempo. Atacar directamente el orgullo de Fulgence, donde el lo creia inmaculado aun. Adamsberg habia comprado un juego de Mah-Jong por el camino. Dispuso una partida en la mesita baja y expuso en un soporte la mano de honores del juez. Anadio dos flores, para Noella y Michael. La vision de aquel secreto desvelado obligaria a Fulgence, tal vez, a pronunciar algunas palabras antes del asalto. Lo que daria a Adamsberg, tal vez, un respiro de unos segundos.

LX

El domingo por la noche, a las diez y media, Adamsberg se puso el pesado chaleco antibalas y se colgo la pistolera. Encendio todas las lamparas para indicar su presencia, para que el gran insecto acurrucado en su

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