fraccion de segundo y apunto a la espalda. Su adjunto se reunio con el cuando bajaba el arma.
– Escuche -dijo Adamsberg-. Su coche arranca.
Danglard bajo los ultimos peldanos y salio a la calle, con el arma al extremo de su brazo tendido. Demasiado lejos, ni siquiera le daria a los neumaticos. El coche debia de haber esperado al juez con la puerta abierta.
– ?Por que no ha disparado, carajo? -grito subiendo de nuevo los pisos.
Adamsberg estaba sentado en un peldano de madera, con la Magnum a sus pies, la cabeza gacha y las manos colgando sobre sus rodillas.
– Blanco de espaldas y blanco en fuga -dijo-. No hay legitima defensa. Ya he matado bastante, capitan.
Danglard arrastro al comisario hasta el apartamento. Con su olfato de policia, encontro la botella de ginebra y sirvio dos vasos. Adamsberg levanto su brazo.
– Mire, Danglard. Estoy temblando. Como una hoja, como una hoja roja.
«?Sabes lo que me hizo, mi chorbo? ?El puerco de Paris? ?Te lo he dicho ya?»
Danglard bebio de un trago su primer vaso de ginebra. Luego descolgo su telefono mientras se servia, enseguida, otro.
– ?Mordent? Danglard. Alta proteccion en el domicilio de Forestier Camille, calle Templiers 23, distrito 4, septimo piso, puerta izquierda. Dos hombres dia y noche, durante dos meses. Hagale saber que yo he dado la orden.
Adamsberg bebio un trago de ginebra; se golpeo los dientes con el borde del vaso.
– Danglard, ?como se las ha arreglado usted?
– Como un poli que hace su curro.
– ?Como?
– Duerma primero -dijo Danglard, atento a los demacrados rasgos de Adamsberg.
– ?Y que voy a sonar, capitan? Fui yo el que mato a Noella.
«La engano con falsas promesas. Pobre Noella. ?No te habia dicho eso? ?Mi chorbo?»
– Ya lo se -dijo Danglard-. Tengo la grabacion completa.
El capitan busco en el bolsillo de su pantalon y saco unos quince comprimidos desgastados, de formas y colores distintos. Inspecciono su reserva con mirada experta y eligio una pildora grisacea, tendiendosela a Adamsberg.
– Traguese esto y duerma. Vendra conmigo manana a las siete.
– ?Adonde?
– A ver a un policia.
LXI
Danglard habia salido de Paris y conducia con prudencia por una autopista empanada por compactas nieblas. Hablaba a solas, grunia a solas, rumiando su rabia por no haber podido agarrar al juez. Coche no identificable, controles imposibles. A su lado, Adamsberg parecia indiferente a aquel fracaso, prisionero del sendero. En el corto espacio de una noche, la certeza de su crimen le habia envuelto como una momia.
– No lamente nada, Danglard -dijo por fin con una voz neutra-. Nadie agarra al juez, ya se lo dije.
– Lo tenia al alcance de mi mano, maldita sea.
– Ya lo se. A mi me ocurrio tambien.
– Soy policia, iba armado.
– Yo tambien. Eso no cambia nada. El juez se desliza como la arena.
– Corre hacia su decimocuarto crimen.
– ?Por que estaba usted alli, Danglard?
– Usted lee en los ojos, en las voces, en los gestos. Yo leo en la logica de las palabras.
– No le hable de nada.
– Muy al contrario. Tuvo usted la excelente intuicion de avisarme.
– No le avise.
– Me llamo usted para hablar del nino. «Me gustaria saberlo antes», me dijo. ?Antes de que? ?De ir a ver a Camille? No, ya habia ido usted, borracho como una cuba. Telefonee pues a Clementine. Cogio el telefono una mujer de voz temblorosa. ?Era su hacker?
– Si, Josette.
– Se habia llevado usted el arma y el chaleco. «Volvere», habia dicho al besarlas. Arma, besos y seguridades que indicaban su incertidumbre. ?Antes de que? Antes de un combate en el que se jugaba usted la cabeza. Con el juez, forzosamente. Y, para ello, no habia mas solucion que exponerse a el, en su territorio. La vieja jugarreta del cebo.
– Del mosquito, eso es.
– Del cebo.
– Como usted quiera, Danglard.
– Donde el cebo, por lo general, es devorado. Paf, y estallido. Y usted lo sabia.
– Si.
– Pero no lo deseaba, puesto que me aviso de ello. El sabado por la noche, comence mi vigilancia desde el sotano del edificio de enfrente. Por el tragaluz, tenia una vision perfecta de la puerta de entrada. Pense que el juez solo llegaria de noche, eventualmente a partir de las once. Es un simbolista.
– ?Por que fue solo?
– Por la misma razon que usted. Nada de carniceria. Me equivoque o confie en exceso en mi mismo. Le habriamos agarrado.
– No. Seis hombres no detienen a Fulgence.
– Retancourt le habria cerrado el paso.
– Eso es. Se habria lanzado y el la habria matado.
– No llevaba armas.
– Su baston. Es un baston-estoque. Un tercio del tridente. La habria empitonado.
– Es posible -dijo Danglard pasandose los dedos por el menton.
Aquella manana, Adamsberg le habia legado la pomada de Ginette y el maxilar del capitan tenia un fulgor amarillo.
– Es cierto. No lamente nada -repitio Adamsberg.
– Abandone el escondrijo a las cinco de la madrugada y volvi a el la misma noche. El juez aparecio a las once y trece. Con un gran desparpajo y tan grande, tan alto, tan viejo que no podia dejar de verlo. Me escondi detras de su puerta, con el microfono. Tengo su confesion grabada.
– Y la negacion del crimen del sendero.
– Tambien. Levanto el tono diciendo: «Yo no sigo a nadie, Adamsberg. Me adelanto». Lo aproveche para abrir la puerta.
– Y salvar al cebo. Le doy las gracias, Danglard.
– Usted me habia llamado. Es mi curro.
– Como entregarme a la justicia canadiense. Es tambien su curro. Porque nos dirigimos a Roissy, ?no es cierto?
– Si.
– Donde me espera un jodido puerco quebeques. ?Es eso, Danglard?
– Es eso.
Adamsberg se apoyo en el respaldo y cerro los ojos.
– Conduzca lentamente, capitan, con esa bruma…
LXII