quedo muy quieto, moviendo solo los ojos. Vio una pared de roca. Estaba en una cueva, cerca de la entrada de una cueva. Olia a comida cociendose, un olor indescriptiblemente delicioso, e intento sentarse.

Violentas punzadas de dolor se propagaron por todo su cuerpo. Con un jadeo, volvio a caer de espaldas.

– Poco a poco, amigo mio -dijo una voz. Sanson llego por detras de el-. Poco a poco. -Se agacho y ayudo a Hunter a sentarse.

Lo primero que vio Hunter fue su ropa. Sus calzas estaban tan hechas trizas que eran casi irreconocibles; a traves de los agujeros, vio que su piel estaba en las mismas condiciones. El aspecto de sus brazos y su pecho no era mucho mejor. Observo su cuerpo como si examinara un objeto desconocido y extrano.

– Tu cara tampoco esta muy bien, francamente -dijo San- son, riendo-. ?Crees que podras comer algo?

Hunter intento hablar. Sentia la piel de la cara tensa; como si llevara una mascara. Se toco la mejilla y palpo una gruesa costra de sangre. Sacudio la cabeza.

– ?Nada de comida? Entonces agua. -Sanson busco un barrilete y ayudo a Hunter a beber. Le alivio ver que no le costaba tragar, pero observo que su boca estaba entumecida-. No demasiada -dijo Sanson-. No demasiada.

Los demas se acercaron.

El Judio sonreia contento.

– Deberiais contemplar la vista.

Hunter sintio una sacudida de euforia. Queria ver el panorama. Levanto un brazo dolorido hacia Sanson, que le ayudo a ponerse de pie. El primer momento fue agonico. Se sentia mareado y el dolor le recorria las piernas y la espalda en forma de sacudidas. Despues mejoro. Apoyandose en Sanson, dio un paso, todavia estremeciendose. De repente penso en el gobernador Almont. Recordo la velada que habia pasado negociando con el para realizar esta expedicion a Matanceros. Entonces estaba tan seguro de si mismo, tan relajado, que se habia comportado como un intrepido aventurero. Sonrio tristemente con el recuerdo. La sonrisa le dolio.

Pero en ese instante vio el panorama e inmediatamente se olvido de Almont, de sus males y del cuerpo dolorido.

Estaban en la entrada de una pequena cueva, en la vertiente oriental de la cresta del monte Leres. Debajo de ellos las verdes laderas del volcan descendian suavemente mas de trescientos metros, hasta donde comenzaba una espesa selva tropical. En el fondo se veia un ancho rio, que corria hacia el puerto, y la fortaleza de Punta Matanceros. El sol resplandecia sobre las aguas quietas del puerto, centelleando alrededor del galeon del tesoro, que estaba anclado al amparo de la fortaleza. Todo estaba frente a el y Hunter penso que era el panorama mas hermoso del mundo.

21

Mientras Sanson ofrecia a Hunter otro sorbo de agua del barrilete, don Diego dijo:

– Deberiais ver otra cosa, capitan.

El reducido grupo subio por la suave pendiente que conducia a la cima del risco que habian escalado la noche anterior. Caminaban despacio, por deferencia a Hunter, que sufria atrozmente con cada paso. Al mirar hacia el cielo despejado y azul, el capitan sintio un dolor de otro tipo. Supo que habia cometido un error grave y casi mortal al insistir en escalar la pared durante la tormenta. Deberian haber esperado y emprendido la ascension por la manana. Habia sido insensato e impaciente y se reprendio a si mismo por ello.

Al acercarse al borde de la cima, don Diego se acuclillo y escruto con cautela hacia el oeste. Los demas hicieron lo mismo; Sanson ayudo a Hunter. Este no comprendia por que eran tan cautelosos, hasta que miro por el borde del abrupto precipicio, hacia la vegetacion de la selva y la bahia.

En la bahia estaba fondeado el barco de guerra de Cazalla.

– Maldicion -susurro en voz baja.

Sanson, agachado a su lado, asintio.

– La suerte nos acompana, amigo mio. El barco ha llegado a la bahia al amanecer. No se ha movido desde entonces.

Hunter podia ver una gran barca que transportaba soldados a la costa. En la playa habia docenas de espanoles con jubones rojos registrando el litoral. Cazalla, vestido con un bluson amarillo, destacaba entre ellos, gesticulando freneticamente y dando ordenes.

– Estan registrando la playa -dijo Sanson-. Han adivinado nuestro plan.

– Pero la tormenta… -empezo a decir Hunter.

– Si, la tormenta habra borrado cualquier rastro de nuestra presencia.

Hunter penso en el arnes de tela que le habia resbalado de los pies. Estaria al pie del precipicio. Pero no era probable que los soldados lo encontraran. Era necesaria una larga jornada de camino entre la vegetacion para llegar al risco. No se aventurarian a menos que tuvieran alguna prueba de que alguien habia desembarcado en la playa.

Mientras Hunter observaba, otra barca cargada de soldados se alejo del barco espanol.

– Llevan toda la manana desembarcando soldados -dijo don Diego-. Debe de haber cien en la playa ahora.

– Por lo tanto tiene intencion de dejarlos ahi.

Don Diego asintio.

– Mejor para nosotros -dijo Hunter. Los soldados que estuvieran en el lado occidental de la isla no podrian combatir en Matanceros-. Esperemos que deje mil.

De vuelta en la cueva, don Diego preparo unas gachas para Hunter, mientras Sanson encendia una pequena hoguera y Lazue miraba a traves del catalejo. Iba describiendo lo que veia a Hunter, que estaba sentado a su lado. El solo distinguia los perfiles de las estructuras que surgian del agua. Se fiaba de la agudeza visual de Lazue para guiarlo.

– Lo primero -dijo-, hablame de la artilleria. De los canones en la fortaleza.

Los labios de Lazue se movian silenciosamente mientras miraba por el catalejo.

– Doce -dijo por fin-. Dos baterias de tres canones apuntando al este, hacia mar abierto. Seis en una unica bateria a lo largo de la entrada del puerto.

– ?Son culebrinas?

– Tienen el tubo largo. Creo que en efecto lo son.

– ?Puedes decirme si son viejas?

Ella callo un momento.

– Estamos demasiado lejos -contesto-. Tal vez mas tarde, cuando nos acerquemos, vea algo mas.

– ?Y los armazones?

– Son curenas. Creo que de madera, con cuatro ruedas.

Hunter asintio. Serian las habituales curenas de canon de barco, trasladadas a las baterias de tierra.

Don Diego llego con las gachas.

– Me alegro de que sean de madera -dijo-. Temia que tuvieran armazones de piedra. Lo habria hecho mas dificil.

– ?Haremos estallar las curenas? -pregunto Hunter.

– Por supuesto -contesto don Diego.

Las culebrinas pesaban mas de dos toneladas cada una. Si destruian los armazones, las inutilizarian; no se podrian apuntar ni disparar. Aunque la fortaleza de Matanceros tuviera mas curenas de canon, se necesitarian docenas de hombres y varias horas para colocar cada canon sobre una nueva curena.

– Pero, primero -dijo don Diego con una sonrisa-, nos ocuparemos de las culatas.

Hunter no lo habia pensado, pero enseguida se dio cuenta de que era una gran idea. Como todos los canones, las culebrinas se cargaban por delante. Primero los artilleros metian en la boca del canon un saquito de polvora y despues el proyectil.

Entonces introducian en el oido situado en la culata un objeto fino y puntiagudo, para rasgar el saquito que contenia la polvora, y a continuacion una mecha encendida. La mecha se consumia en el interior del oido y encendia la polvora que, al explotar, expulsaba el proyectil.

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