– Oh Donald, sera hermoso. Yo…, yo dejare el teatro y cuidare de la casa para ti. Creo que en el fondo eso es lo que he querido hacer siempre -lo miro un momento, con lagrimas en los ojos. Despues se besaron.

En alguna parte, a traves de las brumas del hechizo, un reloj dio la hora. Donald salto como si lo hubieran pinchado.

– Dios -dijo-. Maitines dentro de un cuarto de hora -la tomo de la mano-. Vamos, querida. Tengo que pensar en un servicio coral completo para nuestra boda: ?«Que el Brillante Serafin» para el motete, y contratare al coro de la Catedral de St. Paul para que lo cante!

– Ultimamente la gente parece casarse por cualquier motivo -decia Nicholas a la rubia que lo acompanaba-. Las razones aducidas por la Iglesia de Cristo sobre la tierra son ahora, merced al avance de la ciencia, burdamente inadecuadas. Me agrada, sin embargo, observar como han decaido las normas de la Iglesia. Originalmente la continencia absoluta era la norma de virtud por excelencia, y el matrimonio su derogacion. Ahora el matrimonio es la norma de virtud, y el amor extramatrimonial su derogacion. Hoy por hoy nadie toma en serio la imputacion de debilidad contenida en las palabras «aquellos que no poseen el don de la continencia» -Nicholas suspiro-. Es una verdadera lastima que en nuestros dias nadie admire la castidad; hasta la Iglesia ha terminado, mal que bien, por abandonarla, junto con el Servicio de Conminacion y otras partes inconvenientes e incomodas de sus ritos -sonrio con displicencia-. Claro que el matrimonio tiene sus ventajas: por lo pronto elimina el tedioso y anafrodisiaco proceso de hacer la corte.

– Bah, no te hagas el inteligente, Nick -dijo la rubia, fastidiada.

– Por el contrario; trata de bajar mi conversacion a un nivel que te resultase comprensible. ?Otra copa?

– No, gracias -la rubia cruzo sus bien formadas piernas y se arreglo con cuidado la falda-. Hablame del crimen. Quiero saber hasta el ultimo detalle.

Nicholas resoplo impaciente.

– Estoy harto del crimen -dijo-. No quiero oir una sola palabra mas al respecto mientras viva.

– Pero yo si -porfio la rubia-. ?Saben quien la mato?

– Fen cree saberlo -respondio Nicholas malhumorado- Reconozco que otras veces ha estado en lo cierto, pero no creo en la infalibilidad de los detectives.

La rubia fue enfatica en su comentario.

– Si dice que lo sabe, puedes estar seguro de que es asi. He seguido de cerca los otros casos en que intervino, y hasta ahora nunca se equivoco.

– Bueno, si lo sabe, confio sinceramente en que se lo calle.

– ?Es decir que no quieres que atrapen al asesino? Bonito seria -protesto la rubia, indignada- que la gente pudiera andar matando mujeres a su antojo sin que les hicieran nada.

– Con algunas mujeres -observo Nicholas en tono severo- parece ser la unica solucion.

– ?Quien crees que habra sido?

– ?A mi me lo preguntas? Hija, lo ignoro. Supongo que hasta puedo haber sido yo mismo, en un momento de aberracion mental.

La rubia parecio alarmada.

– No, por favor -dijo temerosa.

– Muchas personas tenian razones suficientes para hacerlo, y los hechos parecen acusar a media ciudad, en una u otra forma. Jean Whitelegge se apodero del revolver, el anillo que encontraron en el cadaver era de Sheila McGaw; Donald, Robert Warner y yo estabamos cerca cuando la mataron, y Helen y Rachel no tienen coartadas. Me inclino por Helen. Ella tenia el unico movil valido: dinero. Y Fen anda corriendo tras ella con los ojos desorbitados y la lengua fuera. Siempre se deshace en amabilidad con sus asesinos, antes de desenmascararlos. Si, creo que Helen es el candidato mas logico; pertenece a esa clase de seres sentimentales, ignorantes, capaces de hacer algo tan primitivo como matar.

– Huelo a uvas verdes -observo la rubia con astucia desusada-. Ultimamente ha salido mucho con ese periodista buen mozo, ?no?

Nicholas esbozo una mueca de desden.

– Bueno -dijo-, si ese es tu concepto de belleza masculina…

– Esta bien, Mefistofeles -lo interrumpio ella de buen talante, ya sabemos que todo lo que se aparta de tu infernal encanto byroniano es anatema. Ahora, si me invitas, te acepto otra copa. Pienso sacarte mi peso en oro esta manana.

Nicholas se levanto de mala gana.

– A veces -dijo- desearia que los comentarios de Timon sobre Firnia y Timandra hubiesen sido un poco mas sutiles y un poco menos abiertamente ofensivos. ?Vendrian tan bien en ciertas ocasiones!

Robert y Rachel paseaban lentamente por Addison's Walk, con la clara y suave belleza afeminada del Magdalen por marco.

– ?Nervioso por lo de manana? -pregunto Rachel.

– Nervioso exactamente, no; excitado. Creo que va a ser una buena representacion. Los muchachos estan estupendos, y tu, querida, eres un regalo del cielo para cualquier director.

– Gracias, senor -respondio ella con un mohin.

– Una representacion de primera. Ridicula efervescencia de vanidad personal. «Mireme, yo, el genial Mr. Warner, pavoneandome con una pandilla de actrices y actores», en eso estriba todo en realidad. Recuerdo la primera obra que monte en un teatrucho de Londres, en la epoca en que era un triste aficionado. ?Dios, que emocion! Con mis escasos veintiun anos dar la impresion de que aquello era algo que me pasaba todos los dias, y mientras tanto tejia fantasticos suenos sobre un ano entero en cartel en West End: suenos que, por otra parte, nunca se materializaron.

– Y yo -dijo Rachel- recuerdo mi primer papel en Londres -una Helena bastante picante en una adaptacion de Troilus. Pensaba que los criticos me colmarian de elogios en sus columnas: «merece especial mencion Miss Rachel West, que hace una creacion magistral de un papel poco simpatico», pero llegado el momento ni siquiera me mencionaron.

Robert la miro con extrane/a.

– ?Ves? -dijo-. En el fondo todo es vanidad. En las novelas modernas de Montherlant, Costals es la quinta esencia del artista: el egoista suficiente, infantil, despiadado. Si me desmenuzaran, por cierto que no quedaria otra cosa de mi.

La mujer se echo a reir.

– Oh, no, Robert -dijo, tomandole del brazo-, no busques que te elogie. No pienso inflar tu vanidad mas de lo que esta.

– Que bien me conoces, querida -Robert exhalo un suspiro.

– Despues de… ?cuanto?…, cinco anos, por fuerza.

– Rachel -dijo el, de pronto-, ?que dirias si te propusiera que nos casaramos?

Rachel se detuvo y lo miro azorada.

– Robert, mi vida -dijo-, ?que te ocurre? ?Acaso una preocupacion por mi honor? Cuidado, si llegas a repetirlo te tomo la palabra.

Ahora fue el el sorprendido.

– ?Quiere decir que aceptaras?

– ?A que viene el asombro? Mi instinto femenino me movia siempre a casarme, pero tu no querias, y yo no habria podido soportar a ningun otro.

– Piensa que dara mucho que hablar. Sobre la inminencia de la llegada de terceros, etcetera.

– Eso es inevitable. Si la gente quiere hablar, que hable.

La hizo sentarse en un banco frente al rio.

– Desde hace bastante tiempo -dijo- vengo codiciando un poco de estabilidad. Resistir indefinidamente los convencionalismos sociales es cansado a la larga.

– Le estas restando merito al cumplido.

Robert se echo a reir.

– Perdon, no fue esa mi intencion. Creo que hariamos una buena pareja, ?no? Seria uno de esos matrimonios tranquilos, duraderos. Cada uno conoce bastante al otro, sus locuras, sus obsesiones -medito un instante-. Tal

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