Yseut en el Brasenose College; Helen en su casa; Sheila y Jean en sus habitaciones (las tres ultimas sin confirmar).

6,25. Donald, Nicholas salen del M. and S., llegan al colegio a las

6,30 aproximadamente, hora en que tambien Rachel sale para el cine (destino sin confirmar).

6,45 aproximadamente. Helen llega al teatro.

7,10 aproximadamente, Yseut sale del B.C.

7,35-40 Yseut llega al M. and S., hace una llamada telefonica.

7,45 Helen sigue en el teatro. Donald y Nicholas cruzan al cuarto que queda frente al de Donald.

7,50 aproximadamente. Robert sale del M. and S. rumbo al colegio (sin confirmar).

7,54. Yseut llega al colegio.

7,55. Helen abandona el escenario.

8,05. Robert llega al colegio.

8,21 aproximadamente. Robert baja al lavabo.

8,24. Suena el disparo.

8,25. Yseut aparece muerta.

8,45. Helen vuelve al teatro.

Jean y Sheila dicen haber estado toda la noche en sus habitaciones (sin confirmar).

Rachel dice que estuvo en el cine hasta las 9 (sin confirmar).

Donald y Nicholas afirman haberse quedado en el cuarto de enfrente desde las 7,45 (sin confirmar).

– No veo de que puede servir todo esto -dijo por fin Nigel-. La mitad de las afirmaciones son falsas.

– Lo son, sin duda -respondio Fen amablemente-. Pero ?que delatores resultan todos esos «sin confirmar»! Gritan un nombre, Nigel -agrego dandole una palmadita condescendiente en el hombro-. Y, hablando de todo un poco, ?por que has incluido a Helen? ?No sospecharas de ella, supongo?

– Claro esta que no, la puse para hacer bulto. De lo contrario hubiese sido una lista muy pobre. Mire, Fen, no quiero saber quien fue, pero le agradeceria que me dijera que no fue Helen.

Fen sonrio.

– No, claro que no fue Helen.

– Casualmente acabo de pedirle que se case conmigo.

Fen parecio lleno de jubilo.

– ?Mi querido muchacho! -exclamo-. ?Que estupendo! Debemos festejarlo, pero no ahora -anadio mirando a disgusto el reloj-. Ya es hora de ir a la capilla -recogio una sobrepelliz de una silla-. Esto -dijo poniendosela al brazo mientras salian- me hace el efecto de una mortaja.

Al entrar en la capilla, Nigel tuvo la placentera sensacion de quien regresa a un lugar recordado con la certeza de que no ha sufrido alteracion. En conjunto siempre se habia sentido inclinado a convenir con el viejo Wilkes que la restauracion estaba bien hecha. El lugar tenia cierto aspecto limpio, acabado, sin dar la impresion de demasiado nuevo, y por fortuna no estaba impregnado de ese tenue vaho de muerte que suele percibirse en los templos viejos. Dos vidrios de las ventanas, si bien no del tipo que suele atraer a expertos de todos los rincones del pais, resultaban agradables a la vista, y el organo, un instrumento nuevo instalado siete anos antes en el coro, en el lado del presbiterio que daba al norte, tenia sencillos tubos dorados muy bien dispuestos en un bonito dibujo geometrico. El organista -y el medio de acceso al coro, una escalinata de hierro que nacia en la sacristia- quedaba oculto tras un enorme tabique de madera calada (para ver lo que ocurria al lado se valia de un gran espejo); y ahora del instrumento escapaba una de esas improvisaciones vagas y soporiferas que los organistas parecen considerar el limite de sus responsabilidades antes del comienzo del servicio en si.

Fen se alejo rumbo a los bancos reservados para los profesores, y Nigel busco sitio cerca del coro. Esa noche habia poca gente en la capilla. El presidente paseaba por la concurrencia una mirada grave; habia un corto numero de estudiantes y gente de paso. Al poco rato entraron el capellan y los miembros del coro, y el organista ejecuto una fugaz serie pirotecnica de modulaciones hasta tomar la clave del primer himno y despues enmudecio. Anuncio. Primera linea de Richrnond. Despues el hermoso himno de Samuel Johnson:

«Ciudad de Dios, cuan lejos

se extienden tus muros sublimes…»

Por una vez Nigel no se sintio conmovido ante lo que consideraba uno de los mejores exponentes de poesia sacra en el idioma ingles. Mientras sostenia en la mano el libro abierto, haciendo ruidos convencionales con la garganta y abriendo y cerrando la boca en forma ritmica, pero improbable (mientras uno de los mas pequenos del coro lo contemplaba con una mezcla de espanto y fascinacion), sus pensamientos volvian a los acontecimientos de los dias anteriores. ?Quien habia matado a Yseut Haskell? Robert Warner aparecia como el candidato mas probable, pero costaba decir como habia podido hacerlo. ?Acaso fraguando el suicidio antes de cometer el crimen? Pero no, era absurdo; unicamente hipnotizada se habria prestado Yseut a ese juego. Penso, mientras el doctor ilustraba su tesis demostrando la vanidad de los embates del oleaje bravio, si habria sabido quien la mataba, y entonces comprendio que, en el doloroso instante postrero, tenia que haber visto a su asesino. Esas quemaduras de polvora…, habian disparado a quemarropa, alcanzandola en plena frente…

«Mis muy amados hermanos, dicen las Escrituras…» Nigel se apresuro a correr con el pie la almohadilla y se dejo caer de hinojos al tiempo que echaba un vistazo al sitio que ocupaba Fen. Pero el profesor parecia preocupado. Los bancos de los profesores estaban ingeniosamente dispuestos, de manera que nadie de fuera podia ver si estaban arrodillados o no, con el resultado de que la mayoria habian contraido el habito perezoso e irreverente de desmoronarse sobre los reclinatorios que tenian delante durante las oraciones. El viejo Wilkes, a poca distancia, parecia caido en estado de coma. Nigel recordo la historia que les habia contado la noche de aquel viernes fatal (?solo habian pasado dos dias? Pero parecian dos anos) y miro instintivamente hacia la antecamara donde John Kettenburgh, campeon demasiado militante de la fe reformada, habia hallado la muerte a manos de Richard Pegwell y sus secuaces. Cave ne exeat… «No perturbes a su fantasma…» Nigel desecho estas vacuas reflexiones para admirar en cambio el canto del salmo, y la maestria con que estaba modulado; tenia ese toque de refinamiento, ese alargar, acortar o corromper las vocales que es prerrogativa de todo buen coro. Los muchachos lo hacian bien; el celador ni siquiera evidenciaba esa tendencia harto comun de ejercer su autoridad a gritos. Aqui, sintio Nigel, Donald estaba en su elemento; fuera era incompetente, ineficaz en sus cosas, torpe en sus relaciones; pero aqui tenia indiscutible dominio.

Fue despues que los teatrales y triunfantes acordes del Magnificat de Dyson llegaron a su complicado termino cuando comenzo a notarse una sensacion de intranquilidad en el ambiente. Por lo pronto los muchachos parecian mas inquietos que de costumbre; se rascaban las orejas, miraban en todas direcciones, cuchicheaban entre ellos y dejaban caer sus libros hasta tal punto que ni siquiera los mayores, imbuidos de la prerrogativa de aguijonearlos ferozmente desde atras cuando su comportamiento dejaba que desear, lograban restaurar el orden. Ademas, al que estaba leyendo el evangelio se le cayo el senalador del libro y tardo algunos minutos en encontrar la pagina perdida. Finalmente resulto que, por alguna razon desconocida hasta el presente, el celador habia olvidado repartir las copias de la antifona entre los hombres. Fue asi como al comienzo del Nunc Dimittis, el maestro de coro mando a uno de los muchachos para que fuera en su busca. Y el recadero dejo pasmada a la concurrencia al volver con las manos vacias y caer desmayado en mitad del Gloria. Sobrevino una pequena confusion. Entre dos hombres sacaron al nino de la capilla y, dejandolo al cuidado del portero, volvieron apresuradamente con las copias necesarias al final de la Colecta.

Durante un rato todo fue bien. La antifona -el Expectans Expectavi de Charles Wood- paso sin incidentes, lo mismo que las oraciones que precedian al himno final (esa tarde no habria sermon). El orden parecia restablecido.

– … En Himnos Antiguos y Modernos Numero Quinientos Sesenta y Tres, en Canticos de Alabanza…

El coro aguardo a que el organo les diera el tono. Pero el tono no vino.

Por fin el maestro de coro, hombre grueso de aspecto autoritario, conjuro la situacion dando una nota y una

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