convencional de este se encogia por el miedo a lo desconocido.

Recordaba los tiempos, tan cercanos, en que fue el padre mas orgulloso de todos los suburbios durante el paseo matutino del domingo. Naturalmente, el nino se habia mostrado anormal desde el momento mismo de su nacimiento; no lloro. Y el senor Culpeper se habia sentido muy ufano de eso… La criatura no lloraba nunca, pero el jamas habia relacionado esto con los dos antojos situados en la frente, justo en el nacimiento del cuero cabelludo. Ahora se torturaba, como solo son capaces de hacerlo las personas imaginativas, con asombrosas conjeturas y reacias meditaciones de tema diabolico.

El bebe del senor Culpeper jamas habia llorado como los demas ninos, y aunque sus vecinos, con su entrometimiento habitual, sospecharan todo tipo de ardides represivos, no podian probar nada. No habia absolutamente nada que demostrar a ese respecto. La criatura no lloraba, eso era todo… Y sin embargo, el senor Culpeper recordaba con exactitud microscopica la primera vez que tal cosa habia sucedido. Una medida del confuso estado actual de su mente la proporcionaba el hecho de que aquel momento, a pesar de toda su aparente trivialidad, permaneciera en su recuerdo como el primer augurio.

Nadie, aparte del senor Culpeper y su esposa, se entero de aquel lloro. En una clara y tranquila tarde de domingo, mientras la aspidistra languidecia en su maceta, el chiquillo prorrumpio en repentinos gritos. Su llanto termino tan bruscamente como habia comenzado, con un debil tono agudo de histeria infantil. Al calmarse la conmocion domestica resultante, el senor Culpeper advirtio que el canario, con las garras encogidas, yacia rigido sobre la arena de su jaula.

Por supuesto, la senora Culpeper, con su mentalidad femenina, considero el incidente como un maravilloso ejemplo del carino que la criatura sentia por su apreciado y muerto amigo del reino animal. No obstante, pudo mas en ella el prestigio que le proporcionaba el fenomeno de que su hijo no llorara nunca. Desgarrada entre dos deseos, no revelo a nadie la causa de su firme creencia en el amor, mas propia de un adulto, que el chiquillo mostraba hacia los animales.

El senor Culpeper reconocio modestamente que el habia sido bastante agudo en la escuela… Bueno, el tiempo se encargaria de aclararlo. Sin embargo, recelaba un poco de la teoria de su esposa. Para sus adentros, pensaba que tal vez la denticion tuviera algo que ver con la cuestion. Ahora, recordando el pasado, palidecia ante su propia ceguera. Y aquella no fue la unica ocasion en que lloro el bebe. Imposible olvidarlo.

La segunda vez resulto mucho peor.

El senor Culpeper daba su acostumbrado paseo matutino del domingo, igual que ahora, con la criatura felizmente dormida como un gnomo encogido, mientras el empujaba el cochecito con el consciente decoro de su paternidad. Que prefiriese pasear por las silenciosas calles adyacentes a su barrio se debia en parte, solo en parte, a la tranquilidad de las mismas. El motivo fundamental era que los extranos no reconocerian al bebe que no lloraba, al hijo del senor Culpeper.

Al bordear la parte trasera de la casa donde pronto iba a alojarse el nuevo medico, vio a varios trabajadores con monos que sacaban el mobiliario del antiguo doctor. Este ultimo se hallaba en el porche, supervisando el trabajo con cierta expresion de anoranza. Saludo amablemente al senor Culpeper.

– ?Como va ese briboncete? Parece que fue ayer cuando trato usted de echar mi puerta abajo… Y fijese que tamano tiene ya.

– Si, crece de prisa, es cierto.

El senor Culpeper manoseo la capota del cochecito. Los musculosos operarios que asian el extremo de una cuerda le dieron un empujon, sin murmurar siquiera una excusa.

– ?Como se le ha ocurrido mudarse el domingo?

– Eso me pasa por ser medico general -contesto con tristeza el doctor, al tiempo que extendia sus regordetas manos.

Los empleados de las mudanzas bajaban ahora por la ventana del primer piso una caja de caudales, poniendo en juego la indiferente habilidad adquirida a traves de muchos anos de experiencia. El senor Culpeper carraspeo timidamente.

– Doctor, ?no le parece que estas marcas de nacimiento aumentan de tamano? -se decidio a preguntar.

– ?Aumentar de tamano? No, por supuesto. Por regla general, no varian. De todos modos, permitame examinar al pequeno.

El medico abandono el porche para acercarse al cochecito.

El bebe del senor Culpeper abrio los ojos y chillo.

El senor Culpeper, incredulo, alzo la vista. Igual que en una pelicula a camara lenta, la pesada caja de caudales se solto de la cuerda y cayo, aplastando al viejo doctor.

Cuando el senor Culpeper lograba meditar sobre el accidente sin que aquellas terribles nauseas le revolviesen las entranas, le resultaba imposible aceptar, por mas inteligente que el hubiera sido de nino, que su vastago habia gritado al ver caer la caja de caudales. Por mas que se imaginara como padre de un superhombre, con todas las inquietudes y temores que ello conllevaba, necesitaba otra respuesta. Una respuesta que situase el problema entre las familiares calamidades menores que un saludable nino de pecho provocaba con esa cuestion denominada crecimiento.

Conforme iban pasando los dias en el suburbio, cada uno igual al anterior, y se extendia la leyenda del bebe que no lloraba, al senor Culpeper le resultaba mas facil olvidar y refugiarse en el confortante credo de su esposa:

– El nino no llora. Eso es lo que importa.

Sin embargo, subsistian ciertas dudas. El senor Culpeper poseia vagas nociones sobre los atomos y los genes. Con su acostumbrado enfoque directo de los problemas, acudio a su unidad de la Defensa Civil, intentando comprender cuanto le explicaron alli, entre otras cosas, sobre los atomos, la radiacion y la necesaria proteccion en caso de que algo ocurriese.

Llego al fin el dia de la feria de agosto, y con el las usuales celebraciones. Aquel lunes por la tarde, la familia Culpeper se mezclo entre los gritos y empujones de la multitud, para disfrutar de las tradicionales atracciones. Sonaban silbatos, carrascas con su tipico ruido de ametralladora, y musica grabada procedente de una docena de direcciones distintas, todo ello confundido en un rugido vocinglero. El rubicundo rostro del jovial londinense, tranquilo y relajado, brillaba cubierto por una patina rosada de calor, sudor y polvo.

Las particulas atomicas estaban muy lejos de la mente del senor Culpeper.

La senora Culpeper avanzaba con cuidado entre el gentio, llevando a su hijo en brazos, puesto que el bebe «se portaba siempre bien». Con el cochecito, se hubieran visto tan inmovilizados como una mosca en un papel engomado.

– ?Adelante! ?Adelante! ?Todo el mundo gana! ?Un premio para todo el que acierte!

Los duenos de las barracas pregonaban con voz estentorea las excelencias de sus respectivas atracciones. Enormes y resplandecientes maquinas de vapor ululaban con despreocupado gasto de energia, y algunos tractores diesel zumbaban monotonos. Bocanadas de vapor ascendian hasta las banderolas y las ensenas que flameaban contra el viento. Alli arriba, por encima de los engalanados bordes que remataban los toldos de las atracciones menores, una serie de dorados y resplandecientes cochecitos de color rojo y verde subian, bajaban y se balanceaban, rivalizando con Faeton y su carro de fuego.

El senor Culpeper echo la cabeza hacia atras, en medio de todo el alboroto y confusion, y contemplo los saltarines cascarones, ensamblados entre las vigas de arrastre. Una perspectiva fantastica…

– Mi entrenamiento en el ejercito fue un juego de ninos comparado con eso -confio a su esposa.

La senora Culpeper sonrio y cino mas el cordon que sujetaba la capita del nino. Una multitud de alegres adolescentes se encaramo a los coches, momentaneamente parados, impacientes como corceles arabes, inquietos y briosos en espera de la senal de partida. Un tut-tut de la reluciente bocina, la estruendosa version de una cancion popular… y el artefacto se puso en movimiento.

La senora Culpeper, con el bebe tranquilo y protegido en sus brazos, se acerco al mostrador repleto de premios en que un hombre gritaba:

– ?Intentenlo, damas y caballeros! ?Todo es cuestion de habilidad! ?Hagan rodar sus peniques! ?Animense!

El senor Culpeper se aproximo a su esposa y permanecio a su lado mientras el penique de la mujer rodaba por la ranura del destino y se tambaleaba hasta quedar bien plano, como gelatina que se secase.

– ?Premio a la primera, senora!

El dueno de la atraccion se habia resignado ya a esos breves destellos de suerte, tipicos de los novatos. Debia

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