recordar a su socio que pintara un poco mas gruesa aquella linea negra.
– Siempre lo digo, todo el mundo gana, un premio para todo ganador. ?Que desea la senora? ?Un bonito gorro para el nino?
– No… No -intervino el senor Culpeper, con repentina ansiedad. Despues de todo, se trataba de una ocasion-. No creo que eso nos convenga. ?Que te gustaria a ti, carino?
Pero el hombre no estaba dispuesto a perder el tiempo de aquella forma.
– ?Adelante! ?Hagan rodar sus peniques! -grito, prosiguiendo su trabajo-. Aqui lo tiene, senor. -Se volvio hacia su socio y anadio con la mismo voz potente-: Entregale a este hombre un anillo de oro peruano…
El bebe del senor Culpeper abrio la boca y chillo.
A traves de los tristes y polvorientos pasillos del tiempo, desde el alarido del rebelde hasta el hurra britanico, desde el toque de trompa de los caballeros hasta las siete trompetas de Jerico y las de plata del antiguo Egipto, todos al unisono debieron aceptar en su augusta compania el chillido del bebe del senor Culpeper.
Un olor penetrante a alquitran llenaba el ambiente… De pronto se produjo un espeluznante crujido.
Un instante antes, el sol brillaba generoso sobre miles de personas, que bullian con un sonido similar al de las olas rompiendo en las rocas. Al instante siguiente, esos miles de personas contemplaban horrorizados la escena, senalando y gesticulando. Presas de panico, comenzaron a huir del centro de la feria, mientras que varios miles mas corrian confusamente en todas direcciones. El crujido se hizo mas audible.
Aquella atraccion aerea, aquella carroza de los dioses posada en un solar londinense, cobraba un impetu desenfrenado. Los coches dorados giraban a terrorifica velocidad, mas y mas de prisa a cada instante. El conjunto de la delicada estructura parecio bailar con la inestabilidad de un borracho, palpitando con un latido que llegaba hasta el mismo suelo.
En medio de la confusion, el senor Culpeper miro a su hijo. El bebe lloraba de un modo bastante normal, con repentinos accesos de lagrimas y pertinaces y suaves gimoteos. En un momento dado, una nube ensombrecio las arrugas de su rostro. La criatura no se movia, no abria y cerraba los punos ni tampoco pataleaba. Pero cuando la imponente estructura pintada se desplomo como un castillo de naipes, arrastrando tras ella los coches dorados y levantando un halo de polvo en el solar de la feria, el bebe chillo como si le torturasen con pinzas candentes.
La angustiada senora Culpeper lloro tambien, mientras trataba en vano de enjugarse los ojos y los del nino con la punta del panuelo. El senor Culpeper corrio hacia el escenario de la destruccion, entre los tenderetes y entoldados de la feria, mezclado con cientos de personas que le imitaban. La experiencia de los bombardeos, penosamente adquirida, no habia sido olvidada. Hombres y mujeres aunaron sus esfuerzos para rescatar a las victimas de entre las ruinas.
Transcurrieron horas antes de que todos los cuerpos destrozados hubieran sido extraidos de entre los astillados cochecitos. Los muertos fueron cubiertos reverentemente con chaquetas manchadas de sangre, y los heridos, acomodados de la mejor manera posible sobre la seca hierba del solar.
El senor Culpeper acabo con dolor de cabeza y la garganta reseca. Dejo en el suelo su extremo de la camilla y miro a su esposa, que se acercaba en medio de la creciente oscuridad, con el bebe todavia lloriqueando en sus brazos.
– Vamonos, carino -dijo la senora Culpeper, con voz tensa de preocupacion-. Pareces rendido. Los enfermeros terminaran la tarea, no queda nada que puedas hacer. Ven a tomarte una buena taza de te.
– De acuerdo. -El senor Culpeper se irguio y dio la espalda a la camilla. Su mirada era vidriosa-. ?Donde esta mi chaqueta?
Llegaron dos enfermeros del hospital St. John, ambos con uniforme de sarga azul y aspecto sudoroso y fatigado. El muchacho echado en la camilla permanecia inmovil.
El senor Culpeper busco torpemente su chaqueta y despues observo a su hijo. La menuda carita estaba hinchada por el llanto, igual que el rostro de un adulto, no habituado a las lagrimas, despues de prolongados sollozos. Y mientras el senor Culpeper la miraba, la oscura sombra paso de nuevo sobre ella, como una rafaga de viento que agitase un campo de maiz bajo el sol. El bebe del senor Culpeper chillo. Y se callo enseguida.
Los dos enfermeros del St. John levantaron la camilla. El que iba detras comento, mirando al herido:
– Tambien este pobre chaval esta perdido. Me lo oli nada mas llegar. Me da la impresion de que se encuentra en las ultimas. -Se irguio y la camilla oscilo con su fragil carga-. Sera preferible que regrese a su casa, senor. Tomese una taza de te y se sentira mejor.
La cara del senor Culpeper parecia de granito. Su cuerpo estaba tenso, rigido, demasiado petrificado para permitirle estremecerse en un gesto de alivio.
Aquel episodio de la feria era un siniestro asunto. Pero habia visto cosas mucho peores en Anzio. Su problema se centraba en el nino. Debia racionalizar aquello como fuera. Tenia que hacerlo, por bien de su propia cordura.
Durante el trayecto de vuelta, en el autobus, los companeros de viaje del senor Culpeper no fueron para el mas que manchas difusas. Pasaban de un lado a otro, tornandose enormes cuando se acercaban a el y menguando al alejarse. Su cabeza semejaba un grandioso globo desde el que podia contemplar el mundo unicamente a traves de una grieta diminuta.
Sabia, con la desesperante sensacion de lo irrevocable, que ya no podia eludir por mas tiempo el problema.
Los hechos minusculos se habian ido acumulando poco a poco, como una bola de nieve, hasta amenazar con hundirse bajo una avalancha de locura. Con ese sentido interno profundamente enraizado que procedia de las cavernas prehistoricas, temia saber por que no lloraba su bebe… No, precisemos. Incluso con la cabeza como envuelta en algodon se esforzaba por mostrarse exacto. Sabia
El senor Culpeper no recordaba nada mas de las actividades de aquel dia. Su primer recuerdo coherente era haber abierto los ojos ante los rayos del sol de esa manana de domingo, que caian alegres sobre el periodico doblado junto a la bandeja del desayuno. Domingo por la manana. Un tiempo aparte, en que se nos permite olvidar todos nuestros sabados, perderlos de vista tras un vidrio opaco.
El senor Culpeper abrio su huevo con golpecitos calculados y desdoblo el periodico. Titulares negros como el carbon saltaron hacia el. Y asi, la catastrofe del sabado anterior inundo la calma de su domingo, barriendo todo pensamiento logico y enfrentandole sin contemplaciones con el problema personal que le habia atormentado en el autobus.
La orientacion de su pensamiento le indujo a leer las noticias que ocupaban el segundo lugar despues de la «Tragedia en la feria de Hampstead». Se entero de graves deliberaciones entre los jefes de estado, y leyo notas y mas notas. Pero lo que buscaba con toda avidez, y no obstante, casi sin voluntad consciente, era cualquier retazo de informacion que se refiriese a las armas nucleares. Habia llegado a la conclusion de que jamas en toda su vida, al menos que el supiera, se habia visto expuesto a radiaciones causantes de mutaciones. La muy discutida posibilidad de que la mas reciente bomba termonuclear fuera capaz de esparcir su alocada pestilencia por buena parte del globo, diseminada a los cuatro vientos, le fascinaba y repugnaba a la vez. Esa podia ser la respuesta…
?Era el padre de un monstruo? ?O no lo era? ?Solo porque su hijo lloraba…? ?Causa y efecto? El heraldo no es el rey. Intento tranquilizarse un poco con esa idea, pero no habia nada capaz de aliviarle en su situacion. Debia aceptar como un hecho la anormalidad de su hijo. Ya habia terminado la etapa en que le estaba permitido quitar importancia al asunto, diciendose que se trataba de una serie de coincidencias interrelacionadas.
Aparto a un lado la bandeja, consumido a medias el desayuno, y se puso en pie penosamente. Seguia doliendole la cabeza desde los esfuerzos de ayer, y profundas punzadas taladraban su entrecejo.
Tomo una decision. Intentaria actuar con normalidad. Daria su acostumbrado paseo matutino del domingo y consideraria este fin de semana como otro cualquiera.
Y alli estaba, andando de vuelta al hogar para saborear la comida dominical que la senora Culpeper estaria cocinando, y con su mente todavia nublada por las horrendas imagenes consecutivas de las ultimas semanas. Intento rechazar los pensamientos desagradables, llenar su mente de golosas expectativas, pero la carne asada entro en conflicto inmediato con las cajas de caudales y los cochecitos dorados. Todavia tenia el olor del polvo en la nariz, aun lo sentia en su lengua, insulso y arenoso… Seguia viendo aquella sombra oscura revoloteando sobre el rostro de su hijo, como una mano presta a cerrarse.
El senor Culpeper llego con el cochecito hasta el porche de su casa y se detuvo para sacar la llave con dedos