nadie lo sabia, tambien las cartas de un nieto que se habia marchado de la casa resentido por su caracter autoritario, hacia dos anos.

Santiago y Jose el Menor, Simon el Menor, Judas el Menor, asi como mis primos y sobrinos y yo, habiamos construido la casa de Hananel. Habia sido una de las alegrias de aquellos anos, colocar suelos de marmol esplendido, pintar las paredes de rojo o azul marino, y decorarlas con orlas de flores y hiedra trepadora.

La casa era de una sola planta, de diseno griego, con un patio interior rodeado de habitaciones que se abrian a el, ideadas para proporcionar un marco elegante a los visitantes de Hananel: personas de clase elevada de Galilea, estudiosos de Alejandria, fariseos y escribas de Babilonia. Y ciertamente la casa fue visitada por gente asi durante muchos anos, y era corriente ver en el camino a viajeros que venian a traerle libros, sentarse en los jardines o bajo sus techos pintados y charlar con el de los sucesos del mundo y las cuestiones legales que tanto les gusta discutir a los hombres cuando se reunen.

Pero a medida que la muerte fue vaciando la casa, y despues de que la nieta de Jerusalen, viuda y sin hijos, se marchara a vivir con la familia de su marido, la casa fue quedando silenciosa.

Y asi continuaba, un monumento a una vida posible pero no vivida, una fortaleza reluciente sobre la colina que dominaba el exiguo agrupamiento de viviendas que constituia la aldea de Cana.

Mientras esperaba delante de la verja de hierro, una verja que mis hermanos y yo habiamos colocado en sus goznes, eche una mirada a las tierras de Hananel, hasta donde alcanzaba a divisarlas. Y sabia que mas alla, en torno a la distante colina de Nazaret, estaban las tierras de Shemayah.

Mucha gente que vivia en los pueblos de los alrededores trabajaba aquellas tierras: los campos, los huertos, los vinedos. Pero el mayor orgullo de los dos hombres eran sus olivares. Por todas partes vi esos arboles, y junto a ellos el inevitable mikvah, donde los hombres se lavaban antes de cosechar porque el aceite extraido de aquellas olivas tenia que ser puro si habia de ir al Templo de Jerusalen, si habia de ser vendido a los judios piadosos de Galilea, Judea o lejanas ciudades del Imperio.

De vez en cuando todavia iban estudiantes a casa de Hananel, pero se decia que no era un maestro paciente.

Cuando entre en la casa, vi que estaba con uno de esos estudiantes, un joven llamado Nathanael, sentado a los pies del anciano, en la gran sala situada en el extremo mas alejado del patio. Yo conocia apenas a aquel joven, de haberlo visto alguna vez en las peregrinaciones.

Pude verlos a los dos a alguna distancia, al sentarme en el atrio. Un paciente esclavo lavo mis pies despues de darme a beber unos sorbos de agua de una copa de arcilla que le devolvi, agradecido.

– Yeshua -me susurro el esclavo-, hoy esta furioso. No se para que te ha llamado, pero ten cuidado.

– No me ha llamado, amigo. Por favor, ve a decirle que deseo hablar con el.

Esperare todo el tiempo que sea preciso.

El esclavo se alejo moviendo la cabeza, y yo me quede sentado, disfrutando del calor que se filtraba a traves del emparrado dispuesto sobre la puerta. El suelo de mosaico del patio habia sido nuestro trabajo mas logrado. Lo examine ahora, y observe despacio los frondosos arboles plantados en grandes tiestos alrededor del estanque central, limpido como un espejo.

Ni ninfas ni dioses paganos decoraban esos suelos y muros, porque alli vivia un judio devoto. Solo se encontraban los dibujos permitidos, circulos, tirabuzones y lirios trazados por nosotros con esmero para lograr una simetria perfecta.

Todo ello abierto al cielo, al cielo polvoriento por la sequia; abierto al frio.

Pero por un momento era posible olvidar la sequia, al contemplar la superficie temblorosa del agua, los frutos de los arboles aun perlados de gotas del agua vertida sobre ellos por el esclavo con una jarra, y pensar que alla fuera el mundo no estaba reseco y moribundo. Y que los jovenes no seguian acudiendo por centenares a la lejana ciudad de Cesarea.

El sol habia calentado los suelos y paredes, un calor suave que sentia en manos y pies mientras permanecia sentado a la sombra.

Finalmente, el joven Nathanael se levanto y se marcho, sin siquiera advertir mi presencia. La verja se cerro con el chasquido habitual.

Recite una oracion en silencio y segui al esclavo a traves de la pequena selva de higueras y palmas bien regadas hasta el interior de la gran libreria.

Alli habian colocado para mi un taburete, un sencillo taburete de cuero y madera barnizada, muy elegante y comodo.

Me quede de pie.

El anciano estaba sentado a su escritorio, en una silla romana de patas de tijera, dando la espalda a una celosia, entre almohadones de seda y alfombras de Babilonia, con varios pergaminos desplegados ante el y muchos otros que asomaban en los estantes para libros que le rodeaban. Las paredes estaban cubiertas de estantes. El escritorio disponia de tinta, plumas y hojas sueltas de pergamino, y una tablilla de cera. Y una hilera de codices, esos pequenos libros de pergamino sujetos por cordeles que los romanos llaman membranae.

El sol se filtraba por la celosia, contra la cual rozaban con un murmullo peculiar las hojas de las palmeras del exterior.

El anciano estaba completamente calvo y sus ojos eran muy palidos, de un gris descolorido. Tenia frio, a pesar de que habia un brasero colgado en alto y el aire era templado, perfumado por el aroma a cedro.

– Acercate -dijo.

Lo hice y me incline.

– Yeshua bar Yosef -dije-, de Nazaret. He venido a verte, senor, y agradezco que me recibas.

– Que quieres -repuso con tono cortante-. ?Venga, dilo!

– Es un asunto que concierne a unos parientes nuestros, senor. Shemayah el Hircano y su hija Abigail.

Se reclino en su asiento, o, mas exactamente, se hundio entre los ropajes que lo envolvian. Aparto la mirada y se arrebujo mas en las mantas. -?Que noticias tienes de Cesarea? -pregunto.

– Ninguna, senor, que no haya llegado a Cana. Los judios siguen reunidos alli. Han pasado ya muchos dias. Pilatos no sale a hablar a la multitud. Y la multitud no se ira. Es lo que he oido esta manana antes de salir de Nazaret.

– Nazaret -escupio la palabra-, donde apedrean a ninos por culpa de los chismes de otros ninos. Incline la cabeza.

– Yeshua, toma asiento en ese taburete. No te quedes ahi de pie como un criado. No has venido aqui para reparar los suelos, ?verdad? Has venido por una cuestion que afecta a nuestra familia.

Me acerque al taburete y me sente despacio. Lo mire. Nos separaba una distancia de unos dos metros. El estaba a mas altura debido a los almohadones, y pude ver su mano marchita y delgada, la osamenta de su rostro que se traslucia bajo la piel.

El aire junto al brasero era excesivamente caluroso. El sol me daba en la cara y acariciaba su nuca.

– Senor, te traigo una suplica angustiosa -dije.

– Ese loco de Jason -dijo-, el sobrino de Jacimus, ?esta en Cesarea?

– Si, senor. -?Y ha escrito desde Cesarea?

– Solo las noticias que te he contado, senor. He hablado con el rabino esta manana.

Silencio. Espere. Al cabo dije:

– Senor, ?que es lo que deseas saber?

– Sencillamente si Jason ha oido algo acerca de mi nieto Ruben. Si Jason ha dicho alguna cosa sobre Ruben. No voy a humillarme preguntandole yo mismo, pero te lo pregunto a ti confidencialmente, bajo mi techo, en mi casa. ?Ha hablado ese miserable vagabundo griego de mi nieto Ruben?

– No, senor. Se que eran amigos. Es todo lo que se.

– Y mi nieto podria estar casado a dia de hoy en Roma o en Antioquia o donde sea que se encuentre, casado con una mujer extranjera, a pesar de que se lo he prohibido. -Inclino la cabeza. Su actitud cambio. Parecio olvidarse de mi presencia, o desinteresarse de mi, si en algun momento habia estado interesado-. Esto es lo que me he hecho a mi mismo -dijo-. Yo solo me he dado este castigo, he puesto el mar entre el y yo, he puesto el mundo entre mi mismo y la mujer con la que se ha casado y el fruto de su vientre, eso he hecho.

Espere. Se volvio para mirarme como si despertara de un sueno.

– Y tu vienes a hablarme de esa pobre chica, esa nina, Abigail, que los bandidos arrastraron por el suelo, que asustaron con su brutalidad.

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