lejanas, y pronto en todas partes se murmuraba el nombre de «Ruben bar Daniel bar Hananel».

Era un joven elegante, bien vestido con ropajes de lino como Jason, con la misma barba recortada y cabellos perfumados con oleos, y aunque los dos estaban sucios de polvo despues de la larga cabalgata, a ninguno parecia importarle.

Finalmente, todo el pueblo les pidio que contaran lo sucedido.

– Seis dias -empezo Jason, y mostro los dedos para que pudieramos contarlos-. Seis dias estuvimos delante del palacio del gobernador, y le exigimos que quitara sus imagenes desvergonzadas y blasfemas de nuestra Ciudad Santa.

Se alzaron muchas exclamaciones de aprobacion y entusiasmo.

– «Oh, pero eso seria un insulto a nuestro gran Tiberio», nos dijo ese hombre -continuo Jason-. Y nosotros a el: «Siempre ha respetado nuestras leyes en el pasado.» Y entended que dia a dia nos mantuvimos firmes, mientras mas y mas hombres y mujeres llegaban a engrosar nuestras filas. ?Cesarea estaba desbordada! Del palacio del gobernador entraban y salian las personas que presentaban nuestras peticiones, y tan pronto como eran despedidos volvian y las presentaban de nuevo, hasta que por fin ese hombre se harto.»Y todo el rato iban llegando mas soldados, soldados que montaban guardia en cada puerta y a lo largo de los muros que rodeaban el lugar, delante de la sede del tribunal.

La multitud emitio un fuerte rugido, pero Jason pidio silencio con un gesto y continuo:

– Por fin, sentado delante de la gran multitud reunida, declaro que las imagenes no serian retiradas. ?Y dio la senal para que los soldados empunaran sus armas contra nosotros! Salieron a relucir las espadas. Las dagas se alzaron.

Nos vimos enteramente rodeados por sus hombres, y nos preparamos para la muerte… -Se detuvo.

Y cuando el publico empezo a murmurar y gritar, y finalmente a rugir, de nuevo reclamo silencio con un gesto y concluyo su relato: -?Acaso no recordabamos el consejo que nos habian dado nuestros ancianos? ?Necesitabamos que nos dijeran que somos un pueblo pacifico? ?Necesitabamos que nos advirtieran que los soldados romanos muy pronto tendrian nuestras vidas a su merced, no importa cuantos nos manifestaramos?

Los gritos llegaron de todos los rincones.

– Nos dejamos caer al suelo -prosiguio Jason-. ?Al suelo, e inclinamos las cabezas y ofrecimos nuestros cuellos a sus espadas, todos nosotros! Cientos de personas hicimos lo mismo, os digo. Miles. Ofrecimos nuestros cuellos todos a la vez, sin temor y en silencio, y quienes habian subido a hablar con el gobernador dijeron que el ya lo sabia. Moririamos sin contemplaciones, ?todos nosotros, arrodillados alli, delante de un solo hombre!, antes que ver nuestras leyes quebrantadas, nuestras costumbres abolidas.

Jason se cruzo de brazos y paseo su mirada de derecha a izquierda, mientras los gritos crecian e iban convirtiendose en un gran himno de jubilo.

Senalando y sonriente, saludo a los ninos pequenos que gritaban delante del banco. Y Ruben estaba en pie a su lado, tan desbordante de felicidad como el mismo.

Mi tio Cleofas lloraba, y tambien Santiago. Todos los hombres lloraban. -?Y que hizo el gran gobernador romano ante ese espectaculo? -exclamo Jason-. Ante la vision de tantas personas dispuestas a dar la vida para proteger nuestras leyes mas sagradas, ese hombre se puso en pie y ordeno a sus soldados que apartaran las armas dirigidas contra nuestras gargantas, los aceros que relucian al sol delante de el. «?No han de morir!», declaro. «?No, por piedad! No derramare su sangre, ?ni una gota siquiera! Dad la senal. ?Los soldados retiraran nuestros estandartes de los muros de su ciudad santa!»

El aire se lleno de gritos de accion de gracias, jaculatorias y aclamaciones.

La gente caia de rodillas sobre la hierba. El alboroto era tan grande que no habria sido posible escuchar a Jason o Ruben de haber querido decir algo mas.

Los punos se alzaron en el aire, la gente bailaba de nuevo y las mujeres gimoteaban, como si solo ahora pudieran arrodillarse en la hierba para expulsar el miedo que habia anidado en sus corazones, abrazadas las unas a las otras.

El rabino, de pie en la tribuna junto a Jason, inclino la cabeza y empezo a recitar las oraciones, pero no podiamos oirle. La gente cantaba salmos de accion de gracias. Fragmentos de melodias y rezos flotaban en el aire y se mezclaban a nuestro alrededor.

Maria la Menor sollozaba en brazos de mi tio Cleofas, su padrastro, y Santiago estaba abrazado a su esposa y la besaba en la frente mientras las lagrimas banaban su rostro. Yo me lleve conmigo a Isaac el Menor, Yaqim y todos los ninos de Abigail, que ahora estaban con nosotros, lo que me dio la certeza de que Ana la Muda y Abigail no habian venido a la asamblea, no, ni siquiera para un acontecimiento asi.

Todos intercambiabamos besos. Las botas de vino circulaban. Algunos se lanzaban a largos discursos acerca de lo que parecia que iba a ser aquello y como habia resultado al final, y Jason y Ruben se abrian paso entre la muchedumbre que les paraba a cada momento para pedirles mas detalles, a pesar de que los dos parecian completamente agotados y en trance de caer al suelo si el gentio les daba ocasion para ello.

Jose tomo mi mano y la de Santiago. Nuestros hermanos y sus esposas formaron un circulo, y los ninos pequenos se colocaron en el centro. Mi madre habia pasado los brazos por mis hombros y apoyaba la cabeza en mi espalda.

– Senor, no son sacrificios ni ofrendas lo que Tu deseas -recito Jose-, sino que nos has dado oidos abiertos a la obediencia. No nos has exigido que quememos victimas. Por eso digo: «Aqui estoy, tus mandamientos estan escritos sobre pergaminos. Cumplir tu voluntad es mi vida, Senor, tu Ley esta grabada en mi corazon. Yo he anunciado tus maravillas ante una gran asamblea…»

Nos costo largo rato hacer el camino de vuelta a casa.

La calle estaba llena de gente que celebraba el acontecimiento, y seguian llegando personas que habian alquilado caballerias para el viaje de regreso de Cesarea, y se oian los gritos agudos inconfundibles de los familiares que volvian a reunirse.

De pronto Jason, con la cara radiante y oliendo a vino, entro a visitarnos.

Puso la mano en el hombro de Santiago.

– Tus chicos estan bien, de verdad, y han estado con nosotros en todo momento, los dos, Menahim y Shabi, y te digo que todos los de tu casa se han mantenido firmes. De Silas y Levi por supuesto lo esperaba, quien no, pero te digo que el pequeno Shabi y Cleofas el Menor, y todos…

Y siguio hablando mientras besaba a Santiago y luego a mis tios, asi como las manos que alzo Jose para bendecirle.

Estabamos en la puerta del patio cuando entro a saludarnos Ruben de Cana e intento despedirse entonces de Jason, pero Jason protesto. La bota de vino paso del uno al otro, y despues nos la ofrecieron. Yo la rechace. -?Por que no te sientes feliz? -me pregunto Jason.

– Somos felices, todos nos sentimos felices -dije-. Ruben, han pasado muchos anos. Entra a refrescarte.

– No; se viene a casa conmigo -dijo Jason-. Mi tio no quiere oir hablar de que se aloje en otro lugar que no sea nuestra casa. Ruben, ?que te ocurre?, no puedes ponerte ahora en marcha hacia Cana.

– Pero tengo que hacerlo, Jason, tu sabes muy bien que es asi -dijo Ruben.

Nos miro a todos para despedirse, e hizo una ligera inclinacion-. Mi abuelo no me ha visto en dos anos - adujo.

Jose correspondio la inclinacion de Ruben. Todos los ancianos hicieron lo mismo.

Jason se encogio de hombros.

– Entonces manana no vengas -dijo Jason- a contarme la historia triste de como despertaste y te encontraste… ?en la gran ciudad de Cana!

Los jovenes que les rodeaban se echaron a reir.

Ruben parecio desvanecerse en las sombras, entre las voces alegres y el tumulto de quienes querian palmear el hombro de Jason y estrecharle la mano, y todos los que forcejeaban para entrar o salir de la casa.

Finalmente, despues de habernos despedido mas de cincuenta veces, entramos en la casa.

La vieja Bruria se nos habia anticipado para encender el hogar, y nos recibio el fuerte y apetecible aroma del potaje que estaba guisando.

Mientras ayudaba a Jose a ocupar su lugar habitual, junto a la pared, vi a Ana la Muda. En medio de todas las idas y venidas, estaba inmovil y me miraba fijamente, como si nadie mas pasara delante de ella. Parecia cansada y vieja, realmente vieja, una anciana, tan delgada y encorvada y con los punos apretados para sujetar su velo

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