la mujer que tenia delante. Entraron en el rio como todos los demas; y el vertio sobre sus cabezas el agua de su concha.

De nuevo lo llamaron a gritos desde la multitud. Esta vez era Shemayah, que empezo a gritar de repente como si no pudiera contenerse: -?Que hemos de hacer entonces! -?Tengo que deciroslo? -respondio Juan. Se echo atras y de nuevo alzo la voz con la facilidad aparente de un orador-. Aquel de entre vosotros que posea dos tunicas, que las comparta con el que no tiene ninguna; y los que teneis comida en abundancia, habeis de darla a los que pasan hambre.

De pronto fue el joven recaudador de impuestos que estaba a mi lado quien grito: -?Maestro!, ?que hemos de hacer nosotros?

La gente volvio la cabeza para ver quien hacia aquella pregunta encendida, que parecia salir directamente de su corazon.

– Ah, no recaudeis mas de lo que se os ha ordenado recaudar -respondio Juan. Una amplia oleada de murmullos aprobadores se alzo de las personas que estaban en las orillas. El recaudador asintio con la cabeza.

Pero ahora eran los soldados del rey los que se adelantaban: -?Y que has de decirnos a nosotros, maestro! - grito uno-. ?Dinos que podemos hacer!

Juan les miro, entornando otra vez los ojos para evitar los rayos del sol que se filtraban entre las nubes.

– No tomeis dinero por la fuerza, eso podeis hacer. Y no acuseis a nadie en falso, y conformaos con vuestra paga.

De nuevo hubo cabezadas de asentimiento y murmullos de aprobacion.

– Yo os digo que El que viene detras de mi tiene ya en Sus manos el cedazo con que va a separar en la era el grano que guardara en el trojey la paja que arrojara para que arda en el fuego eterno.

Muchos que antes no se habian movido se acercaron ahora al rio, pero en ese momento una gran conmocion agito a la multitud. La gente se volvia a mirar, y se oian gritos de asombro.

Hacia la derecha y por encima de donde estaba yo, aparecio en la ladera un nutrido grupo de soldados, y en medio de ellos una figura reconocible, que hizo que todos callaran cuando se aproximo a la orilla del rio. Los soldados barrieron la hierba para que el la pisara, y cuando se apeo sostuvieron en alto los bordes de su largo manto purpura.

Era Herodes Antipas. Nunca lo habia visto tan de cerca: era un hombre alto, impresionante, pero su mirada era docil cuando contemplo maravillado al hombre que bautizaba en medio del rio. -?Juan hijo de Zacarias! -grito el rey. Un silencio incomodo cayo rapidamente sobre todos los que le veian y habian oido su voz.

Juan levanto la mirada. De nuevo entorno los ojos. Luego alzo la mano para protegerlos. -?Que debo hacer yo? -grito el rey-. Dime, ?como puedo arrepentirme?

– Su rostro estaba tenso y grave, pero no habia burla en el, solo una intensa concentracion.

Juan tardo unos instantes en responder, y entonces lo hizo con voz fuerte.

– Deja a la esposa de tu hermano. No es tu esposa. ?Ya conoces la Ley! ?No eres judio?

La multitud se estremecio. Los soldados se arrimaron mas al rey como si anticiparan una orden, pero el propio rey estaba inmovil y se limitaba a observar a Juan, que ahora se habia acercado otra vez a mi querido Jose y lo sostenia por los hombros para ayudarle a salir del agua.

El recaudador de impuestos se dirigio hacia el grupo que formaban mi madre y Santiago, con intencion de ayudarlos. Luego se desprendio de su rico manto, lo dejo caer entre los juncos como cualquier prenda de lana, y fue a ponerse de rodillas delante de Juan como habian hecho antes todos los demas.

Jose miraba al recaudador, que sumergio su cabeza, la levanto de nuevo y se seco el agua que le corria por la cara. De sus relucientes cabellos untados con oleo caian gruesos goterones.

El rey permanecio impasible ante la escena y luego, sin pronunciar palabra, dio media vuelta y desaparecio entre las filas de sus soldados. Todo el grupo, con el sol arrancando reflejos de las puntas doradas de las lanzas y los escudos redondos, desaparecio de la vista como tragado por los nuevos peregrinos que iban llegando.

Docenas de hombres y mujeres entraron en el agua.

Vi que Jose me miraba, con ojos vivaces y su expresion familiar.

Baje al rio. Pase al lado de Jose y mi madre, y del recaudador de impuestos que sujetaba por el codo a Jose, listo para ayudarlo debido a su edad, aunque ya estaba alli Santiago para hacerlo.

Me coloque frente a Juan hijo de Zacarias.

Siempre suelo llevar la vista baja. En las ocasiones en que a lo largo de mi vida me han siseado o insultado, casi nunca desafio con la mirada a quien lo hace, y prefiero volverme a otra parte y seguir con mi trabajo como si no pasara nada. Mi actitud suele ser tranquila.

Pero en esta ocasion no me comporte asi. Mi actitud ya no era esa. Habia cambiado.

El se quedo mirandome, inmovil. Yo contemple su aspecto tosco, la marana de vello pectoral, la oscura piel de camello que apenas le cubria. Sus ojos estaban fijos en los mios.

No habia expresion en sus ojos, como inevitable defensa contra una multitud de rostros, una multitud de miradas, una multitud de expectativas.

Pero mientras nos mirabamos -el, ligeramente mas alto que yo-, sus ojos se suavizaron. Perdieron su rigidez y distanciamiento. Le oi respirar mas aprisa.

Hubo un ruido como de batir de alas, suave pero prolongado, como palomas asustadas en el palomar, forcejeando todas para levantar el vuelo.

El miro hacia arriba, a izquierda y derecha, y luego volvio a mirarme.

No habia descubierto el origen de aquel ruido.

Me dirigi a el en hebreo:

– Johanan bar Zechariah -dije.

Abrio unos ojos como platos.

– Yeshua bar Yosef -dijo.

El recaudador de impuestos se acerco a mirar y escuchar. Podia ver vagamente las siluetas cercanas de mi madre y Jose. Note que otras personas se volvian y se acercaban despacio a nosotros. -?Eres tu! -susurro Juan-. ?Tu… has de bautizarme!

Me tendio la concha, aun chorreando agua.

Los discipulos situados a su derecha e izquierda se detuvieron de pronto.

Quienes salian en ese momento del agua se quedaron quietos, atentos. Algo habia cambiado en el hombre santo. ?Que era?

Senti la multitud entera como un gran organismo vivo que respiraba con nosotros.

Levante las manos.

– Estamos hechos a Su imagen, tu y yo -dije-. Esto es carne, ?no? ?No soy un hombre, acaso? Bautizame como has hecho con los demas; hazlo, en nombre de la rectitud.

Me sumergi en el agua. Senti su mano en mi hombro izquierdo, sus dedos junto a mi cuello. No vi, ni senti ni oi nada mas, salvo la corriente de agua fria, y luego muy despacio emergi y permaneci de pie, deslumbrado por el resplandor solar.

Las nubes se habian apartado. Mis oidos captaron un ruidoso batir de alas.

Mire al frente y vi en el rostro de Juan la sombra de una paloma que ascendia, y entonces vi al pajaro subir hacia una gran abertura de cielo azul, y junto a mis oidos escuche un murmullo que apago el ruido de alas, como si unos labios hubieran rozado mis dos oidos al mismo tiempo, y por debil que fuera, por suave y secreto que fuera aquel murmullo, parecio despertar un eco inmenso.

«Este es mi Hijo, mi muy amado.»

Las riberas del rio quedaron en silencio.

Luego, el ruido. El viejo ruido familiar. Gritos, lloros, exclamaciones, los sonidos tan asociados en mi mente y mi alma a la lapidacion de Yitra y al tumulto en torno a Abigail -el ruido de hombres jovenes exultantes, el inacabable lamento quebrado de los peregrinos-, todo lo oia a mi alrededor, los gritos excitados y los llantos de voces que se mezclaban, que crecian y crecian en volumen a medida que se confundian entre ellas.

Alce la vista al amplio e interminable espacio azul y vi la paloma volar arriba y mas arriba. Se convirtio en un punto diminuto, apenas una mota banada en el resplandor solar.

Me tambalee y estuve a punto de perder el equilibrio. Mire a Jose. Vi sus ojos grises fijos en mi, vi su ligera sonrisa, y en el mismo instante vi el rostro de mi madre, inexpresivo y sin embargo un poco triste, al lado de su

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