casa. -?Como podremos convencerle de que yo puedo hacerme cargo de todo ahora? Mira a Cleofas. Suena despierto y habla a los campos.

– El lo sabe.

– Todo recae sobre mi.

– Es como tu quieres que sea -dije.

Cleofas era el hermano de mi madre. No era el el cabeza de familia, sino los hijos de Cleofas y su hija Salome la Menor, a los que yo llamaba hermanos y hermana. La esposa de Santiago era hermana mia.

– Es verdad -dijo Santiago, un poco sorprendido-. Quiero que todo recaiga en mi. No me quejo. Quiero que se hagan las cosas como deben ser hechas.

Asenti, y anadi:

– Lo haces muy bien.

Jose nunca volvio a trabajar en Seforis.

6

Pasaron dos dias antes de que subiera otra vez a la arboleda, a mi arboleda.

A pesar de que el trabajo parecia no acabar nunca, terminamos temprano unas paredes; no podia hacerse nada mas hasta que se secara el yeso, y quedaba aun una hora de luz que podia aprovechar para irme, sin una palabra a nadie, en busca del lugar que mas amaba, entre los olivos antiguos y oculto detras de una cortina de hiedra que parecia crecer con la misma facilidad tanto en tiempo seco como lluvioso.

Como he dicho ya, los aldeanos temian ese lugar y nunca subian alli. Los viejos olivos ya no daban fruto, y el tronco de algunos estaba hueco; eran grandes centinelas grises, y retonos mas jovenes arraigaban en sus troncos resecos. Habia alli algunas piedras, pero anos atras me convenci de que nunca habian formado parte de un altar pagano ni de un monumento funerario; y una espesa alfombra de hojas las habia cubierto de modo que uno podia tenderse sobre una superficie blanda, como sucederia en campo abierto con la hierba sedosa, tan tersa a su manera como esta.

Llevaba un bulto de trapos limpios que me sirvio de almohada. Me deslice en mi escondite, me tendi y exhale un largo y lento suspiro.

Di las gracias al Senor por ese lugar, por ese escape.

Mire encima de mi el juego de la luz en el laberinto de finas ramas movedizas. En los dias de invierno la oscuridad llegaba de forma brusca. El cielo habia perdido ya su color. No me importo. Conocia de memoria el camino de vuelta a casa. Pero no podia quedarme tanto tiempo como deseaba. Me echarian en falta y alguien vendria a buscarme, y eso supondria problemas que yo no deseaba en absoluto. Lo que deseaba era estar solo.

Rece; intente aclarar mis pensamientos. Aquel era un lugar fragante y saludable, precioso. No habia en Nazaret otro lugar igual, y tampoco habia para mi un lugar semejante en Seforis, o en Magdala, o en Cana, o en cualquier otro lugar donde trabajabamos y siempre trabajariamos.

Y todas las habitaciones de nuestra casa estaban ocupadas.

Cleofas el Menor, el nieto de mi tio Alfeo, se habia casado el ano anterior con una prima, Maria, de Cafarnaum, y habian ocupado la ultima habitacion, y Maria estaba ya esperando un hijo.

De modo que habia venido aqui a estar solo. Unicamente por un rato. Solo.

Habia intentado agitar la atmosfera del pueblo, el aire de recriminacion que se habia extendido entre la gente despues de la lapidacion; nadie queria hablar de eso, pero nadie parecia capaz de pensar en otra cosa. ?Quien habia estado alli? ?Quien no? Y aquellos ninos habian escapado en busca de los bandidos para unirse a ellos, y alguien deberia salir en pos de esos bandidos y prender fuego a sus cuevas para obligarles a salir.

Y por supuesto los bandidos habian estado saqueando las aldeas. Ocurria con frecuencia. Y ahora, con la sequia, el precio de los viveres se habia encarecido. Corria el rumor de que los bandidos bajaban a las aldeas mas pequenas a robar ganado, y pellejos de vino y de agua. Nadie sabia cuando uno de esos hombres podia irrumpir a caballo en nuestras calles rebanando gaznates a diestro y siniestro.

En Seforis era el mismo tema, los bandidos y el mal invierno. Pero tambien se hablaba en todas partes de Pilatos y sus soldados, que avanzaban perezosamente hacia Jerusalen con estandartes que llevaban el nombre del Cesar, estandartes tan altos que no pasaban por las puertas de las ciudades.

Era una blasfemia traer esas ensenas con el nombre de un emperador a nuestra ciudad. Nosotros no permitiamos las imagenes; no permitiamos que se paseara el nombre o la imagen de un emperador que pretendia ser un dios.

Bajo el emperador Cesar Augusto nunca habia ocurrido nada parecido.

Nadie estaba seguro de que el propio Augusto hubiera creido ser un dios. No lo desmentia, desde luego, y se habian levantado templos en su honor. Tal vez tampoco lo creia su hijo Tiberio.

Pero lo que preocupaba a la gente no eran los puntos de vista privados del emperador. Les preocupaban los estandartes que los soldados romanos estaban paseando por toda Judea, y eso no les gustaba, y tambien los soldados del rey discutian sobre ese tema, fuera de las puertas de palacio, en las tabernas y en la plaza del mercado, o alla donde se reunieran.

El propio rey, Herodes Antipas, no se encontraba en Seforis. Estaba en Tiberiades, su nueva capital, una ciudad a la que se habia dado el nombre del nuevo emperador, y que Herodes habia edificado junto al mar. Nunca ibamos a trabajar a esa ciudad. Sobre ella se cernia un nubarron; para construirla se habian removido tumbas. Y como los trabajadores a los que no preocupaban esas cosas habian afluido al este para trabajar alli, en Seforis teniamos mas trabajo del que podiamos desear.

Siempre habiamos trabajado bien en Seforis. El rey venia a veces a su palacio, pero viniera o no, habia alli un continuo desfile de notables a traves de las distintas camaras; y debido a las esplendidas mansiones que levantaban, el trabajo nunca faltaba.

Ahora esos hombres y mujeres ricos estaban tan preocupados por lo que haria Poncio Pilatos como todos los demas. Cuando se trataba de que los romanos llevaran sus ensenas a la Ciudad Santa, fuera su nivel social el que fuera, todos los judios eran simplemente judios.

Nadie parecia conocer a Poncio Pilatos, pero todo el mundo desconfiaba de el.

Y mientras tanto, la noticia de la lapidacion se habia difundido por todo el pais, y la gente nos miraba como si fueramos la miserable chusma de Nazaret, o asi les parecia a mis hermanos y sobrinos cuando les devolvian las miradas, y la gente discutia sobre el costo de la lechada para los ladrillos que yo extendia, o sobre el espesor del yeso que removia en un cuenco.

Desde luego, la gente tenia razon al preocuparse por Poncio Pilatos. Era nuevo y no conocia nuestras peculiaridades. Corria el rumor de que era un partidario de Sejano, y nadie sentia una gran simpatia por Sejano, porque este recorria el mundo, al parecer, en representacion del emperador retirado Tiberio. ?Y quien era Sejano, decia la gente, sino un soldado corrupto y vicioso, un comandante de la guardia personal del emperador?

Yo no queria pensar en esas cosas. No queria pensar en el dolor de Ana la Muda que iba y venia con Abigail, colgada del brazo de esta. Tampoco queria pensar en la tristeza de los ojos de Abigail cuando me miraban, en la oscura comprension que hacia enmudecer por un momento su risa facil y las canciones que antes tenia siempre a flor de labios.

Pero no podia quitarme esos pensamientos de la cabeza. ?Por que habia venido a la arboleda? ?Que habia pensado que iba a encontrar aqui?

Durante un instante, me adormeci. «Abigail. ?No sabes que ella es el Paraiso? ?No es bueno que el hombre este solo!»

Desperte sobresaltado en la oscuridad, recogi mis trapos y sali de la arboleda para volver a casa.

Muy abajo vi el parpadeo de las antorchas en Nazaret. Los dias de invierno significaban antorchas encendidas. La gente tenia que trabajar un poco mas de tiempo a la luz de las lamparas, las linternas o las antorchas. Me parecio una vision alegre.

Desde donde yo estaba el cielo aparecia sin nubes y sin luna, de un hermoso color negro tachonado por innumerables estrellas. «?Quien puede sondear tu Bondad, Senor? -murmure-. Tu has creado el fuego y con el

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