a que las mujeres recogieran nuestros fardos del tejado. Alfeo y el fueron por los burros. Santiago nos dijo que nos estuvieramos quietos y callados y que no soltaramos a los mas pequenos. Yo tenia cogido de la mano a Simeon. Cleofas se recosto contra la pared, sonriendo, y dijo cosas que nadie entendio.

Los gritos de dolor por los muertos seguian en mis oidos. No podia dejar de pensar en aquel hombre que habia muerto tan cerca de nosotros. ?Habria ido alguien a enterrarlo? ?Que pasaria si nadie lo hacia?

Yo no habia mirado la cara del soldado que lo mato ni de ningun otro. Lo unico que vi de ellos fueron sus botas, su oscura y brunida coraza, y sus lanzas. ?Como podria olvidar j amas aquellas lanzas?

– ?Marchaos de Jerusalen! -grito alguien en hebreo tambien alli, en el patio de la sinagoga-. Idos a vuestras casas. No hay Pascua. ?Y el muerto? Sin duda sabia que el soldado lo mataria cuando arrojara la piedra que escondia entre su ropa. Habia llevado piedras al Templo con el fin de lanzarlas contra los soldados. Sin embargo, su aspecto era como el de cualquiera de nosotros. La misma clase de manto y de tunica, el mismo pelo oscuro y rizado, una barba como la de Jose y mis tios. Un judio como nosotros, aunque habia gritado en griego. ?Por que en griego? ?Y por que lo habia hecho? ?Por que se habia abalanzado contra aquel soldado, cuando sabia que este acabaria con su vida?

Vi mentalmente el momento en que la lanza lo traspasaba, una y otra vez, y la expresion de su rostro. Vi los muertos diseminados por todo el patio del Templo, y las ovejas descarriadas. Me tape los ojos con las manos. No podia dejar de ver estas cosas.

Senti frio. Me acurruque junto a mi madre, quien enseguida me rodeo con sus brazos. Me quede de pie, pegado a ella, a su suave tunica.

Nos colocamos junto a Cleofas, dejando que el pequeno Simeon se moviera y jugara por alli. Le dije a mi tio:

– ?Por que tiraba piedras ese hombre, si sabia que el soldado iba a matarlo?

Cleofas lo habia visto. Lo habiamos visto todos, ?no?

El parecio meditar una respuesta y levanto los ojos hacia la poca luz que llegaba a aquel patio.

– Era un buen momento para morir -dijo-. Tal vez el mejor que ese hombre habia tenido nunca.

– ?Te parecio bueno? -pregunte.

Se rio, como siempre, y luego me miro y dijo:

– ?Y a ti? ?Te parecio un buen momento? -no espero mi respuesta-.

– Herodes Arquelao es un necio -me susurro al oido en griego-. Cesar deberia ponerle en ridiculo. ?Rey de los judios! -meneo la cabeza-. Estamos exiliados en nuestra propia tierra, esa es la verdad. ?Por eso peleaban! ?La gente quiere deshacerse de esta infame familia de reyes que levantan templos paganos y viven como despotas paganos!

Jose cogio a Cleofas del brazo y se lo llevo.

– Te he dicho que no hables -le espeto-. Ni una palabra mas mientras estemos aqui, ?entiendes? Me da igual lo que pienses: cierra tu bocaza.

Cleofas guardo silencio. Empezo a toser otra vez y emitio ruiditos como si estuviera hablando, pero no estaba hablando.

Jose se ocupo de atar los fardos al burro. Con voz mas suave, dijo:

– Ahora ni palabra, ?has entendido, hermano?

Cleofas no respondio. Mi tia Maria se acerco a el y le seco el sudor de la frente. De modo que me habia equivocado al creer que Jose no le respondia.

Cleofas no dio muestras de haberlo oido. Estaba absorto en su risa queda, mirando a lo lejos, como si Jose no hubiera abierto la boca. Y ahora tenia la cara banada en sudor, y eso que el dia no era caluroso.

Por fin, todos los clanes juntos, Jose y Zebedeo se pusieron en cabeza y salimos del patio de la sinagoga.

– Hermano -le dijo Jose a Cleofas-, cuando estemos fuera de las murallas, quiero que montes este burro.

Cleofas asintio con la cabeza.

Avanzamos penosamente por la calle, mas apretujados que un rebano de ovejas.

El llanto de las mujeres era mas sonoro cuando pasabamos bajo las arcadas o por lugares estrechos y de muros altos. Vi puertas y ventanas bien cerradas, lo mismo que las cancelas de los patios. La gente pasaba por encima de los mendigos y de los que estaban acurrucados aqui y alla. Los hombres repartian monedas. Jose me entrego una y me dijo que se la diese a un mendigo. Lo hice y el hombre me beso los dedos. Era un anciano flaco y de pelo blanco, con unos ojos azules y brillantes.

Me dolian las piernas y tambien los pies de andar por el basto pavimento, pero no era momento de quejarse.

Tan pronto hubimos salido de la ciudad, nos encontramos con un panorama aun mas terrible que el que nos habia ofrecido el patio del Templo.

Las tiendas de los peregrinos estaban destrozadas y habia cadaveres por doquier. Bienes y mercancias estaban esparcidos por todas partes y la gente no se paraba a recogerlos.

Los soldados a caballo pasaban como energumenos entre la gente indefensa, gritando ordenes, sin prestar atencion a los muertos. Teniamos que seguir adelante, todo el mundo tenia que seguir adelante. El lugar estaba lleno de soldados, unos con la lanza en ristre, otros empunando la espada.

No podiamos detenernos para ayudar a nadie, como tampoco habia sido posible en la ciudad. Los soldados empujaban a la gente con sus lanzas, y la gente se apresuraba para que no los tocaran de manera tan vergonzosa.

Pero, mas que nada, fue la cantidad de muertos lo que nos dejo pasmados.

Eran innumerables.

– Esto ha sido una matanza -dijo mi tio Alfeo. Atrajo hacia si a sus hijos Silas y Levi y dijo, para que todos lo oyeran-: Fijaos en lo que ha hecho este hombre. Ved y no lo olvideis nunca.

– Ya lo veo, padre -dijo Silas-, pero ?deberiamos quedarnos! ?Deberiamos pelear!

Hablo en susurros pero todos pudimos oirlo, y las mujeres le rogaron que no dijera esas cosas. Jose replico con voz tajante que no nos quedariamos alli.

Me eche a llorar. Llore, pero no sabia por que. Senti que me quedaba sin respiracion, pero no podia refrenar mi llanto.

– Pronto llegaremos a las colinas -dijo mi madre-, lejos de todo esto. No te preocupes, estas con nosotros. Y vamos a un sitio tranquilo. No hay guerra alla donde vamos.

Trate de tragarme las lagrimas y me entro miedo. Creo que nunca antes habia sentido miedo. Volvio a mi cabeza la vision de aquel muerto.

Santiago me estaba mirando, y tambien mi primo Juan, el hijo de Isabel.

Esta iba montada en un burro. Como aquellos dos, Santiago y Juan, me miraban, deje de llorar. Me costo mucho.

El camino era cada vez mas empinado. Teniamos que subir y subir, hasta que pudieramos ver la ciudad a nuestros pies. Y cuanto mas subiamos, menos miedo tenia yo. Al poco rato la pequena Salome se puso a mi lado. No nos habria sido posible ver la ciudad, sobre las cabezas de los mayores, aunque hubiesemos querido. Pero yo ya no queria verla, y nadie se detuvo para decir lo hermoso que era el Templo.

Los hombres habian hecho montar a Cleofas en un burro y tia Maria fue obligada a montar en el otro. Ambos llevaban ninos pequenos en brazos.

Cleofas farfullaba en voz baja.

La caravana siguio adelante.

Sin embargo, a mi no me parecia bien abandonar Jerusalen de aquella manera. Pense en Silas, en lo que habia dicho antes. No parecia correcto abandonar, alejarse corriendo cuando el Templo necesitaba ayuda. Claro que habia centenares de sacerdotes que sabian como limpiar el Templo, y muchos de ellos vivian en Jerusalen y no podrian marcharse. Se quedarian alli -ellos y el sumo sacerdote- y limpiarian el Templo como era preciso hacerlo.

Y ellos sabrian que hacer con aquel muerto. Se ocuparian de que lo amortajaran y enterraran debidamente. Pero yo procuraba no pensar en el por temor a echarme a llorar otra vez.

Las colinas nos rodeaban. Nuestras voces resonaron en las laderas. La gente empezo a cantar, pero esta vez fueron salmos luctuosos de dolor y afliccion.

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