– En los tuneles. Seguro que estan en los tuneles -dijo mi primo Silas. Su padre le ordeno callar.

– Dejad que me suba yo al tejado mas alto -propuso Santiago-. Echare un vistazo.

– Adelante -dijo Jose-, pero procura que nadie te vea, y regresa cuanto antes.

– ?Puedo ir con el? -implore. La respuesta fue no.

Silas y Levi hicieron pucheros por no poder ir con Santiago.

Jose nos hizo correr colina arriba.

Nos detuvimos en la calle principal, a media cuesta. Entonces supe que nuestro viaje habia tocado a su fin.

Era una casa grande, mucho mas de lo que yo imaginaba, muy vieja y destartalada. Hacia falta enyesar y limpiar, y cambiar el entramado de madera podrida que sostenia las enredaderas. Pero era una casa para muchas familias, como nos habian explicado, con un establo en un amplio patio y tres plantas.

Las habitaciones se extendian a cada lado del patio, con un tejado que daba sombra todo alrededor. La higuera mas grande que habia visto en mi vida adornaba el patio.

Era una higuera encorvada, de ramas retorcidas que llegaban hasta las viejas piedras del patio formando un frondoso techo de hojas muy verdes.

Al pie del arbol habia unos bancos. Las enredaderas se encaramaban al muro que daba a la calle, formando un portico.

Era la casa mas bonita que yo nunca habia contemplado.

Despues de la populosa calle de los Carpinteros, despues de las habitaciones donde mujeres y hombres dormian hacinados entre bebes que no cesaban de berrear, aquello me parecio un palacio.

Si, tenia una debil techumbre de adobe, asi como manchas de humedad en las paredes y agujeros donde anidaban palomas -los unicos seres vivos en todo el pueblo-, y el empedrado del patio estaba muy gastado. Y dentro probablemente habria suelos de tierra prensada; tambien los teniamos en Alejandria. Nada de eso me preocupo.

Pense en toda nuestra familia ocupando la casa. Pense en la higuera, en las enredaderas con sus florecitas blancas. Cante silenciosamente en accion de gracias al Senor. Y ?donde estaba la habitacion en que el angel se habia aparecido a mi madre? ?Donde? Tenia que saberlo.

Todos estos pensamientos acudieron a mi en un instante.

Entonces oi un sonido, un sonido tan aterrador que borro de un plumazo todo lo demas: caballos. Caballos entrando en el pueblo. Ruido de cascos y tambien de hombres gritando cosas en griego que no logre entender.

Jose miro a un lado y a otro con ansiedad.

Cleofas susurro una plegaria y le dijo a Maria que metiera a todos en la casa.

Pero antes de que ella pudiera moverse, una voz autoritaria ordeno en griego que todo el mundo saliera de las casas. Mi tia se quedo inmovil como si se hubiera convertido en piedra. Incluso los mas pequenos enmudecieron.

Llegaban mas jinetes. Entramos en el patio. Teniamos que apartarnos de su camino, pero no pudimos ir mas lejos.

Eran soldados romanos, y llevaban cascos de guerra y lanzas.

En Alejandria yo siempre veia soldados romanos yendo y viniendo por todas partes, en desfiles y con sus mujeres en el barrio judio. Incluso mi tia Maria, la egipcia, mujer de Cleofas, que estaba con nosotros ahora, era hija de un soldado romano judio, y sus tios eran soldados romanos.

Pero aquellos hombres no se parecian a nada de lo que yo habia visto.

Aquellos hombres venian sudorosos y cubiertos de polvo, y miraban con dureza a derecha e izquierda.

Eran cuatro. Dos esperaban a los otros dos, que bajaban la cuesta. Luego se reunieron los cuatro delante de nuestro patio y uno grito que nos quedaramos alli.

Refrenaron sus caballos, pero los caballos piafaban y echaban espuma, y no paraban de moverse inquietos. Eran demasiado grandes para la calle.

– Vaya, vaya -dijo uno de los hombres, en griego-. Parece que sois los unicos que vivis en Nazaret. Teneis todo el pueblo para vosotros solos. Y nosotros a toda la poblacion reunida en un solo patio. ?Estupendo!

Nadie dijo palabra. La mano de Jose en mi hombro casi me hacia dano.

Todos nos quedamos quietos.

Entonces el que parecia el jefe, haciendo senas a sus camaradas de que callaran, avanzo como mejor pudo a lomos de su nerviosa montura.

– ?Que teneis que decir en vuestra defensa? -espeto.

Otro bramo:

– ?Algun motivo para que no os crucifiquemos como a la otra chusma que encontramos por el camino?

Silencio. Y entonces, Jose hablo con voz suave.

– Senor -dijo en griego-, venimos de Alejandria. Esta es nuestra casa, pero no sabemos nada de lo que esta pasando. Acabamos de llegar y nos hemos encontrado el pueblo vacio. -Senalo hacia los burros con sus canastos, mantas y bultos-. Venimos cubiertos del polvo del camino, senor. Estamos a vuestro servicio.

Tan larga respuesta sorprendio a los romanos, y el jefe avanzo con su caballo, entrando en el patio y haciendo retroceder de miedo a nuestras bestias. Nos miro a todos, a nuestros fardos, a las mujeres y a los pequenos.

Pero, antes de que pudiera hablar, el otro soldado dijo:

– ?Por que no nos llevamos dos y dejamos el resto? No tenemos tiempo para mirar en todas las casas. Elige dos y larguemonos de aqui.

Mi tia y mi madre gritaron al unisono, aunque al punto se contuvieron. La pequena Salome rompio a llorar y el pequeno Simeon se puso a berrear, aunque dudo que supiera por que. Oi a mi tia Esther murmurar algo en griego, pero no entendi las palabras.

Yo estaba tan asustado que casi no podia respirar. Habian dicho «crucificar», y yo sabia que era una crucifixion. Lo habia visto cerca de Alejandria, pero solo con miradas rapidas porque jamas habia que quedarse presenciando una crucifixion. Clavado a una cruz, despojado de toda la ropa y miserablemente desnudo en su muerte, un crucificado era una vision horrible y vergonzosa. Senti panico.

El jefe no respondio.

– Asi escarmentaran -insistio el otro-. Nos llevamos dos y dejamos que se vayan los otros.

– Senor -dijo Jose-, ?que podriamos hacer para demostraros que no somos culpables de nada, que tan solo acabamos de llegar de Egipto? Somos gente sencilla, senor. Observamos las leyes, tanto las nuestras como las vuestras.

Jose no exteriorizaba ningun miedo, como tampoco ninguno de los hombres, pero yo sabia que estaban aterrorizados. Mis dientes empezaron a castanetear. Ahora no podia romper a llorar. Ahora no, por favor.

Entretanto, las mujeres temblaban y sollozaban de manera casi inaudible.

– No -dijo el jefe-, estos hombres no tienen nada que ver. Vamonos.

– Espera, tenemos que llevarnos a alguien de este pueblo -dijo el otro-. Seguro que aqui tambien apoyaban a los rebeldes. Ni siquiera hemos registrado las casas.

– ?Como vamos a registrar tantas casas? -repuso el jefe. Nos miro-. Tu mismo has dicho que no podemos. Y ahora, en marcha.

– Uno, llevemonos a uno solo, para que sirva de ejemplo. Solo uno. -El soldado se situo delante del jefe y empezo a mirar a nuestros hombres.

El jefe no respondio.

– Entonces ire yo -dijo Cleofas-. Llevadme a mi.

Las mujeres gritaron al unisono; mi tia Maria se derrumbo sobre mi madre y Bruria cayo de hinojos y prorrumpio en llanto.

– Es para esto que sobrevivi: morire por la familia.

– No, llevadme a mi -dijo Jose-. Ire con vosotros. Si es que tiene que ir alguien, que sea yo. No se de que se me acusa, pero ire.

– No; voy yo -tercio Alfeo-. Si es preciso, sere yo. Pero, os lo ruego, decidme el motivo por el que voy a morir.

– Tu no moriras -replico Cleofas-. ?No te das cuenta? Es por eso que no mori alla en Jerusalen. Ahora voy a

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