las piezas que aun quedaban por desbastar y pulir, antes de entregarlas a los pintores. Despues hubo que recoger las cosas que ya estaban pintadas y colocarlas en las casas de sus propietarios, lo cual me gustaba porque me recreaba viendo diferentes clases de habitaciones y gente distinta, aunque siempre trabajabamos con la cabeza y la mirada gachas, por respeto, pero eso no me impedia ver y aprender cosas nuevas. Pero todo esto suponia volver a casa al anochecer, cansado y hambriento.

Era mas trabajo del que Jose habia pensado, pero el no queria marcharse sin dejar todos los pedidos completados, todas las promesas cumplidas. Mientras tanto, mi madre se ocupo de informar de nuestro regreso a la vieja Sara y sus primos. Santiago se encargo de escribir el texto y juntos fuimos a llevar las cartas al mensajero. Los preparativos tenian a todo el mundo muy agitado.

Las calles volvian a sernos propicias ahora que todo el mundo sabia que nos marchabamos. Otras familias nos hacian regalos, cosas como pequenas lamparas de ceramica, una vasija de barro, ropa de buen lino.

Ya se habia decidido viajar por tierra (y prevista la compra de burros) cuando una noche tio Cleofas se levanto tosiendo y dijo:

– Yo no quiero morir en el desierto. -Ultimamente estaba palido y flaco y ya no trabajaba mucho con nosotros. Eso fue todo lo que dijo. Nadie respondio.

De modo que hubo cambio de planes: viajariamos en barco. Nos saldria caro, pero Jose dijo que no importaba. Iriamos al viejo puerto de Jamnia y arribariamos a Jerusalen a tiempo para la Pascua. A partir de entonces, Cleofas durmio mejor.

Llego el momento de la partida. Vestidos con nuestra mejor ropa y calzado, salimos cargados de paquetes y dio la impresion de que la calle entera salia a despedirnos.

Hubo lagrimas, y hasta Eleazar vino a saludarme; yo lo correspondi.

Tuvimos que abrirnos paso entre la mayor multitud que jamas habia visto en el puerto, mi madre preocupada de que no nos desperdigaramos y yo llevando a Salome bien agarrada de la mano, mientras Santiago nos decia una y otra vez que nos mantuviesemos juntos. Los heraldos hacian sonar sus trompetas anunciando la partida de los barcos, hasta que llego la hora del que zarpaba para Jamnia, y luego otro, y otro mas. Por todas partes la gente gritaba y agitaba las manos.

– Peregrinos -dijo tio Cleofas, riendo otra vez como antes de enfermar-. El mundo entero va a Jerusalen.

– ?El mundo entero! -Exclamo la pequena Salome-. ?Has oido eso? -me dijo. Rei con ella.

Avanzamos a empujones y codazos, aferrados a nuestros fardos, con los hombres mayores gesticulando y las mujeres vigilando que nadie del grupo se extraviase. Por fin, enfilamos la pasarela del barco, por encima de aquella agua turbia.

En mi vida habia conocido una experiencia como la de pisar la cubierta de un barco, y en cuanto nuestras cosas fueron apiladas y las mujeres se hubieron sentado encima, mirandose las unas a las otras con el velo puesto, y Santiago nos hubo mirado con una expresion de seria advertencia, Salome y yo corrimos hacia la borda y a duras penas nos metimos entre las piernas de la gente para contemplar el puerto y la gente que atiborraba el muelle, vociferando, empujandose y agitando los brazos.

Vimos como recogian la pasarela y las amarras. El ultimo tripulante salto a bordo, y el agua se ensancho entre el barco y el muelle hasta que, de pronto, notamos una sacudida y todos los pasajeros lanzaron un grito mientras poniamos proa a mar abierto. Yo estreche a la pequena Salome y nos reimos del puro placer de notar el barco moviendose bajo nuestros pies.

Saludamos y gritamos a personas que ni siquiera conociamos, y la gente nos saludo a su vez. El buen humor de todos era palpable.

Por un momento pense que la ciudad desapareceria tras los barcos y sus mastiles, pero cuanto mas nos alejabamos, mas se apreciaba Alejandria, la veia como jamas la habia visto. Una sombra cruzo mi animo y, de no ser por la felicidad de la pequena Salome, quiza no me habria sentido tan dichoso.

El olor del mar se volvio limpio y maravilloso y el viento arrecio, agitando nuestros cabellos y refrescando nuestros rostros. Estabamos alejandonos de Egipto y me entraron ganas de llorar como un crio.

Entonces oi que nos gritaban que mirasemos el Gran Faro, como si fuesemos tan tontos que no lo advirtiesemos erguido a nuestra izquierda.

Desde tierra firme yo habia contemplado muchas veces el mar y el Gran Faro, pero ?que era eso comparado con verlo ahora frente a mi?

La gente lo senalaba y Salome y yo lo apreciamos en toda su grandeza. Se levantaba sobre su islote como una enorme antorcha apuntando al cielo.

Pasamos frente a el como si se tratara de una especie de templo sagrado, profiriendo murmullos de admiracion.

El barco siguio adentrandose en el mar, y lo que al principio parecia un lento avance se convirtio en una apreciable velocidad. El mar empezo a agitarse y se oyeron gritos entre las mujeres.

La gente se puso a entonar himnos. La tierra quedaba cada vez mas distante. El faro se hizo muy pequeno y finalmente se perdio de vista.

La multitud se disperso, y por primera vez me volvi y contemple la enorme vela cuadrada henchida por el viento y a la tripulacion afanandose con los cabos, los hombres junto a la cana del timon y todas las familias arracimadas alrededor de sus bultos. Era hora de regresar a nuestro grupo, pues sin duda nos echarian de menos.

La gente cantaba cada vez mas fuerte y pronto un himno en concreto se propago entre la multitud, y la pequena Salome y yo cantamos tambien, aunque el viento se llevaba la letra de la cancion.

Tuvimos que abrirnos paso para dar con nuestros familiares, pero al fin lo logramos. Mi madre y mis tias trataban de coser como si estuviesen en casa, y mi tia Maria decia que tio Cleofas tenia fiebre mientras dormia acurrucado bajo una manta, perdiendose aquel inusual espectaculo.

Jose estaba un poco aparte, aposentado en uno de los pocos baules que teniamos, callado como siempre, contemplando el cielo azul y la parte superior del mastil, donde ahora habia una gavia. Tio Alfeo estaba en plena conversacion con otros pasajeros acerca de los problemas que nos aguardaban en Jerusalen.

Santiago no perdia detalle, y pronto me sume yo tambien al grupo, aunque no quise acercarme demasiado por temor a que se dispersaran al verme.

Vociferaban para hacerse oir por encima del rugido del viento, apinados en un reducido espacio, pugnando por evitar que las rafagas los despojaran de sus capas y por mantener el equilibrio a causa de los vaivenes del barco.

Decidi escuchar lo que decian y me acerque a ellos. La pequena Salome quiso acompanarme, pero su madre la retuvo y yo le indique que despues volveria por ella.

– Os digo que es peligroso -decia en griego uno de los hombres. Era alto, de piel muy oscura, e iba ricamente vestido-. Yo en vuestro lugar no iria a Jerusalen. Yo tengo mi casa alli, mi esposa y mis hijos me esperan. Debo ir por fuerza. Pero os aseguro que no es un buen momento para todos estos barcos de peregrinos.

– Yo quiero ir -repuso otro, igualmente en griego, aunque su habla era mas tosca-. Quiero ver que esta pasando. Estuve alli cuando Herodes hizo quemar vivos a Matias y Judas, dos de los mejores eruditos que hemos tenido nunca. Quiero exigir justicia a Herodes Arquelao. Quiero que los hombres que sirvieron a su padre sean castigados. Habra que ver como maneja Arquelao esta situacion.

Me quede pasmado. Habia oido contar muchas cosas malas del rey Herodes, pero no sabia nada de un nuevo Herodes, hijo del anterior.

– Bien, ?y que le dice Arquelao al pueblo? -Replico tio Alfeo-. Algo tendra que decir, ?no?

Mi tio Cleofas, que por fin se habia levantado, se acerco al grupo.

– Probablemente mentiras -dijo, como si el supiera algo-. Tiene que esperar a que el Cesar diga si va a ser rey. No puede gobernar sin que el Cesar lo confirme en su corona. Nada de lo que diga tiene la menor importancia. -Y se rio de aquella manera burlona.

Me pregunte que pensarian de el los demas.

– Arquelao reclama paciencia, claro esta -dijo el primero de los hombres, hablando en un griego tan fluido como el del maestro, o el de Filo-. Y espera la confirmacion del Cesar, en efecto, y le dice al pueblo que espere. Pero el pueblo no escucha a sus mensajeros. No quieren saber nada de paciencia.

Quieren accion. Quieren venganza. Y seguramente la tendran.

Esto me dejo perplejo.

– Teneis que comprender -dijo el mas tosco, y tambien mas airado- que el Cesar no conocia las atrocidades

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