Dos barcas nos llevaron a tierra, los hombres repartidos para cuidar de las mujeres en una y de los ninos en la otra. Las olas eran tan grandes que pense que ibamos a zozobrar, pero me lo pase muy bien.

Por fin pudimos saltar y recorrer la pequena distancia que nos separaba de la playa.

Todos nos postramos de rodillas y besamos el suelo, dando gracias por haber llegado sanos y salvos. Enseguida nos apresuramos, mojados y tiritando, hacia la pequena localidad de Jamnia, bastante lejos de la costa, donde encontramos una posada.

Estaba repleta de gente. Nos alojaron en una pequena habitacion en el piso de arriba, llena de heno, pero no nos importo porque estabamos muy contentos de haber llegado. Yo me dormi escuchando a los hombres discutir entre si, gritos y risas que venian de abajo mientras mas y mas peregrinos iban entrando.

Al dia siguiente elegimos unos burros entre los muchos que habia en venta e iniciamos un lento viaje por la hermosa llanura con sus distantes arboledas, alejandonos de la costa brumosa en direccion a las colinas de Judea.

Cleofas tenia que viajar montado aunque al principio protesto, y eso aminoraba nuestro avance -muchas familias nos adelantaban-, pero la alegria de estar en Israel era tan grande que no nos importaba. Jose dijo que teniamos tiempo de sobra para llegar a Jerusalen a tiempo de la purificacion.

En la siguiente posada, preparamos nuestros jergones en una gran tienda contigua al edificio. Algunos que se dirigian a la costa nos previnieron de que no continuaramos, que lo mejor era dirigirse a Galilea. Pero Cleofas estaba como poseido cantando «Si yo te olvidara, Jerusalen» y las demas canciones que recordaba sobre la ciudad.

– Llevame hasta las puertas del Templo y dejame alli, ?como mendigo, si quieres! -le rogo a Jose-, si es que tu piensas ir a Galilea.

Jose asintio con la cabeza y le aseguro que iriamos a Jerusalen y visitariamos el Templo.

Pero las mujeres empezaron a asustarse. Temian lo que podriamos encontrar en Jerusalen, y tambien por Cleofas. Su tos iba y venia, pero la fiebre no le remitia y estaba sediento e inquieto. Aun asi no paraba de reir, como siempre, por lo bajo. Se reia de los ninos pequenos, de lo que decia otra gente.

A veces me miraba y reia, y otras reia para si, tal vez recordando cosas.

A la manana siguiente iniciamos la lenta ascension a las colinas. Nuestros companeros de viaje se habian puesto ya en camino, y ahora estabamos con gente venida de muchos lugares diferentes. Se oia hablar en griego tanto como en arameo, e incluso en latin. Nuestra familia habia dejado de hablar en griego a otra gente y solo empleaba el arameo.

Hasta el tercer dia de viaje no divisamos la Ciudad Santa desde un cerro.

Los ninos empezamos a dar brincos de excitacion y gritar de entusiasmo. Jose solo sonreia. Ante nosotros el camino serpenteaba, pero alli lo teniamos: el lugar sagrado que siempre habia estado en nuestras oraciones, nuestros corazones y nuestros canticos.

Habia campamentos en torno a las grandes murallas, con tiendas de todos los tamanos, y era tanta la gente que se dirigia hacia alli que durante horas apenas si pudimos avanzar. Ahora se oia hablar casi exclusivamente en arameo y todo el mundo estaba pendiente de encontrar a algun conocido. Se veia gente saludandose o llamando a sus amigos.

Durante un buen rato mi campo de vision se redujo bastante. Iba en un numeroso grupo de ninos mezclados con hombres, de la mano de Jose. Solo sabia que nos moviamos muy lentamente y que estabamos mas cerca de las murallas.

Por fin conseguimos franquear las puertas de la ciudad.

Jose me agarro por las axilas y me subio a sus hombros. Entonces si vi claramente el Templo sobre las callejas de Jerusalen. Me apeno que la pequena Salome no pudiera verlo, pero Cleofas dijo que la llevaria consigo subida al burro, de modo que tia Maria la izo y la nina pudo verlo tambien. ?Estabamos en la Ciudad Santa, con el Templo justo enfrente de nosotros!

En Alejandria, como cualquier buen chico judio, yo nunca habia mirado las estatuas paganas, idolos que no significaban nada para un chico que tenia prohibido contemplar tales cosas y las consideraba carentes de significado.

Pero habia pasado por los templos y visto las procesiones, mirando solamente las casas a las que Jose y yo teniamos que ir -raramente saliamos del barrio judio-, y supongo que la Gran Sinagoga era el mayor edificio en que yo habia entrado nunca. Ademas, los templos paganos no eran para entrar en ellos.

Incluso yo sabia que supuestamente eran la casa de los dioses cuyo nombre recibian y por los cuales eran erigidos. Pero conocia su existencia y, con el rabillo del ojo, les habia tomado las medidas. Lo mismo que a los palacios de los ricos, lo cual me habia dado lo que cualquier hijo de carpintero llamaria una escala de las cosas.

Mas del Templo de Jerusalen yo no conocia medida alguna. Nada que me hubiera comentado Cleofas o Alfeo o Jose, ni siquiera Filo, me habia preparado para lo que tenia ahora ante mis ojos.

Era un edificio tan grande, tan majestuoso y tan solido, un edificio tan resplandeciente de oro y blancura, un edificio que se extendia de tal manera a derecha e izquierda, que barrio de mi mente todo cuanto yo habia visto en Alejandria, y las maravillas de Egipto perdieron relevancia. Me quede sin respiracion, mudo de asombro.

Cleofas tenia ahora en brazos al pequeno Simeon para que pudiera ver, y la pequena Salome sostenia a Esther, que berreaba no se por que. Tia Maria tenia en brazos a Josias, mientras Alfeo se ocupaba de mi primo el pequeno Santiago.

En cuanto al otro Santiago, mi hermano, que tantas cosas sabia, el si lo habia visto. Siendo muy pequeno habia estado alli con Jose, antes de nacer yo, pero incluso el parecia asombrado, y Jose permanecia en silencio como si se hubiera olvidado de nosotros y de cuantos nos rodeaban.

Mi madre estiro el brazo y me toco la cadera. La mire y sonrei. Me parecio tan guapa como siempre, y timida con el velo que le cubria gran parte de la cara. Estaba visiblemente contenta de estar aqui por fin, disfrutando de la vista del Templo.

Pese a la multitud alli reunida, pese a las idas y venidas, a los empujones y demas, observe que se imponia un silencio colectivo. La gente contemplaba el Templo admirandose de su tamano y su belleza, como si tratara de fijar ese momento en la memoria, porque muchas de aquellas personas venian de muy lejos e incluso por primera vez.

Yo queria seguir adelante, entrar en el recinto sagrado -pensaba que lo ibamos a hacer-, pero no fue posible.

Marchabamos en aquella direccion pero pronto lo perdimos de vista, internandonos por estrechas y sinuosas callejuelas donde los edificios parecian juntarse sobre nuestras cabezas, apretujados entre la riada de gente. Los nuestros preguntaban por la sinagoga de los galileos, que era donde debiamos alojarnos.

Sabia que Jose estaba cansado. Despues de todo, yo tenia ya siete anos y el habia cargado conmigo un buen rato. Le pedi que me bajara.

Cleofas tenia mucha fiebre, mas reia de dicha. Pidio agua. Dijo que queria banarse pero tia Maria le dijo que no. Las mujeres aconsejaron acostarlo cuanto antes.

Mientras mi tia lo miraba al borde de las lagrimas, el pequeno Simeon empezo a berrear. Yo lo cogi en brazos, pero pesaba mucho para mi y fue Santiago quien se hizo cargo.

Y asi seguimos avanzando por aquellas callejuelas, no muy diferentes de las de Alejandria pero mucho mas atestadas. La pequena Salome y yo reimos al recordar que «el mundo entero estaba aqui», y por doquier se oia hablar, algunos en griego, unos pocos en hebreo, otros pocos en latin, y la mayoria en arameo como nosotros.

Cuando llegamos a la sinagoga, un gran edificio de tres plantas, ya no quedaba alojamiento, pero cuando nos disponiamos a intentarlo en la sinagoga de los alejandrinos, mi madre llamo a gritos a sus primos Zebedeo y su esposa, a quienes acompanaban sus hijos, y todos empezaron a abrazarse y besarse. Nos invitaron a compartir el sitio que tenian en el tejado, donde ya esperaban algunos primos mas. Zebedeo se encargaria de todo.

La esposa de Zebedeo era Maria Alejandra, prima de mi madre y a la que siempre llamaban tambien Maria, lo mismo que a mi tia, la mujer de Cleofas, hermano de mi madre. Y cuando las tres se abrazaron y besaron, una de ellas exclamo: «?Las tres Marias!», y eso las puso muy contentas, como si nada mas importara.

Jose estaba ocupado pagando el hospedaje y nosotros fuimos con Zebedeo y su clan. Zebedeo tenia hermanos casados y con hijos. Cruzamos un patio donde estaban alimentando a los burros, subimos una escalera y a continuacion una escala hasta el tejado, los hombres transportando a Cleofas, que se reia todo el rato porque

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