– ?Lo vuestro es increible! -gruno Umberto-. ?Para que me he molestado en educarte? Hace una semana que lo conoces… ?Y alli estabais los dos! ?Tan tiernos!

– ?Estuviste espiandonos? -Me senti abochornada-. ?Sera posible…!

– ?Necesitaba elcencio!-senalo-. Todo habria sido tan facil si vosotros no…

– Ya que estamos -lo interrumpio Janice-, ?cuanto sabia Alessandro de todo esto?

– ?Mas que suficiente! -bufo Umberto-. Sabia que Juliet es nieta de Eva Maria, pero que su madrina queria decirselo personalmente. Ya esta. Como os he dicho, no podiamos arriesgarnos a que interviniera la policia, por eso ella no le conto lo de la ceremonia con el anillo y la daga hasta poco antes de que tuviera lugar. No le hizo ninguna gracia que se lo hubiera ocultado, pero accedio a participar de todas formas, porque Eva Maria le dijo que para ella y para ti era muy importante celebrar una ceremonia que, supuestamente, pondria fin a la maldicion familiar. - Umberto hizo una pausa, luego siguio, mas amable-: Lastima que la cosa haya terminado asi.

– ?Quien ha dicho que ha terminado? -espeto Janice.

Aunque Umberto no lo dijo, los dos sabiamos que estaba pensando: «Si, ha terminado.»

Alli tirados, presa de un amargo silencio, note que la oscuridad me envolvia poco a poco, que penetraba mi cuerpo por innumerables heridas y me llenaba hasta el borde de desesperacion. El miedo que habia sentido antes, cuando me perseguia Bruno Carrera o cuando Janice y yo nos habiamos quedado atrapadas en losbottini, no era nada comparado con el que sentia de pronto, destrozada por el remordimiento y por la certeza de que era demasiado tarde para arreglarlo.

– Solo por curiosidad -mascullo Janice, cuya mente albergaba pensamientos sin duda muy distintos de los mios, aunque quiza igual de desoladores-, ?llegaste a quererla? A mama, digo.

Al ver que Umberto no respondia en seguida, anadio, aun mas titubeante:

– ?Y ella… te quiso a ti?

Umberto suspiro.

– Me amaba y me odiaba. Era el mayor de sus encantos. Decia que llevabamos la lucha en los genes, y que a ella le gustaba asi. Solia llamarme… -se detuvo para aclararse la voz- Nino.

Cuando la furgoneta se detuvo al fin, ya casi habia olvidado adonde ibamos y por que, pero, en cuanto se abrieron de golpe las puertas y vi las siluetas de Coceo y sus compinches recortadas sobre el fondo de la catedral de Siena, a la luz de la luna, todo volvio a mi memoria con la potencia de un punetazo en el estomago.

Nos sacaron del vehiculo por los tobillos como si no fueramos mas que unos fardos, luego entraron a sacar a fray Lorenzo. Ocurrio tan de prisa que apenas me dolio que me arrastraran por el fondo estriado de la furgoneta y, cuando nos dejaron en tierra, Janice y yo nos tambaleamos, incapaces de sostenernos en pie despues de permanecer tumbadas tanto rato en la oscuridad.

– ?Eh, mirad! -susurro Janice con una chispa de esperanza en la voz-. ?Musicos!

Cierto. Habia tres coches aparcados a un tiro de piedra de la furgoneta y, a su alrededor, media docena de hombres de chaque con estuches de chelos y violines, fumando y bromeando. Senti una punzada de alivio pero, al ver que Coceo se dirigia a ellos, saludando con la mano, entendi que aquellos hombres no habian ido alli a tocar, sino que eran parte de la banda napolitana.

En cuanto los tipos nos vieron a Janice y a mi, empezaron a dar muestras de entusiasmo. En absoluto preocupados por el ruido que estaban haciendo, nos silbaban para que los miraramos. Umberto no intento poner fin a la diversion; era obvio, como nosotras, tenia suerte de seguir vivo. Solo al ver a fray Lorenzo salir de la furgoneta, a nuestra espalda, el jubilo parecio transformarse en una especie de inquietud, y todos se inclinaron a coger sus instrumentos como los escolares se agachan a recoger las mochilas cuando aparece un profesor.

Para la gente de lapiazza -y habia bastante, sobre todo turistas y adolescentes-, debiamos de parecer el tipico grupo local que volviera de algun festejo relacionado con el Palio. Los hombres de Coceo no paraban de charlar y reir y, en el centro, Janice y yo avanzabamos obedientes, envueltas en sendas banderas de la contrada, que ocultaban con elegancia las ataduras y las afiladas navajas con que nos apuntaban a las costillas.

Al acercarnos a la entrada principal de Santa Maria della Scala, de repente divise a Lippi, que pasaba por alli cargado con un caballete, sin duda preocupado por asuntos nada mundanales. No me atrevi a llamarlo a gritos, pero lo mire con toda la intensidad de que fui capaz, confiando en llegar a el por la via espiritual. Sin embargo, cuando el artista al fin nos miro, sus ojos nos exploraron sin reconocernos, y yo me quede desinflada.

Entonces las campanas de la catedral tocaron las doce. Habia sido una noche calurosa hasta el momento, tranquila y bochornosa, y en algun lugar lejano se preparaba una tormenta. Cuando nos aproximabamos a la imponente puerta de entrada al viejo hospital, barrieron la plaza las primeras rafagas de viento, como demonios invisibles en busca de algo, de alguien.

Sin perder ni un segundo, Coceo saco un movil e hizo una llamada; al poco se apagaron las luces de los costados de la puerta y fue como si todo el edificio suspirara profundamente. Acto seguido, Coceo se saco una llave grande de hierro del bolsillo, la introdujo en la cerradura que habia debajo del inmenso pomo y abrio con un fuerte estruendo.

Solo entonces, cuando estabamos a punto de entrar en el edificio, cai en la cuenta de que no me apetecia nada explorar Santa Maria della Scala de noche, con o sin navaja en las costillas. Aunque, segun Umberto, hacia muchos anos que el hospital era un museo, aun poseia un historial de enfermedad y muerte. Incluso los que no creian en los fantasmas tenian de que preocuparse: los germenes latentes de la peste, por ejemplo. Lo cierto es que como me sintiera yo daba igual; ya hacia tiempo que habia perdido el control de mi propio destino.

Cuando Coceo abrio la puerta, esperaba que nos recibiera una rafaga de sombras fugaces y cierto olor a descomposicion, pero al otro lado no habia mas que una fria oscuridad. Aun asi, tanto Janice como yo titubeamos en el umbral, y solo cuando los hombres tiraron de nosotras nos adentramos de mala gana en lo desconocido.

En cuanto estuvimos todos dentro y la puerta cerrada, los hombres empezaron a calzarse los faros de espeleologia en la cabeza y a abrir los estuches de sus instrumentos. En el interior llevaban linternas, armas y herramientas mecanicas; tan pronto como lo hubieron montado todo, apartaron los estuches de una patada.

– Andiamo! -dijo Coceo, haciendo un gesto con la ametralladora para que saltaramos la verja de seguridad, que nos llegaba a la ingle.

A Janice y a mi, aun atadas de manos, iba a costamos lo nuestro y, al final, los hombres nos cogieron por los brazos y nos pasaron por encima, ignorando nuestros gritos de dolor al aranarnos las espinillas con las barras metalicas.

Entonces, por primera vez, Umberto se atrevio a protestar por su brutalidad y le dijo algo a Coceo que no podia significar otra cosa mas que «no te pases con las chicas», pero lo unico que consiguio fue un codazo en el pecho que lo dejo doblado y sin aliento. Cuando me pare a ver si estaba bien, dos de los matones de Coceo me cogieron por los hombros y me propinaron un fuerte empujon, sin que sus petreos rostros revelasen emocion alguna.

El unico al que trataban con un poco de respeto era fray Lorenzo, que pudo pasar la verja con calma y la escasa dignidad que pudiera quedarle.

– ?Por que lleva aun los ojos vendados? -le susurre a Janice en cuanto me soltaron.

– Porque le van a perdonar la vida -me contesto, sombria.

– ?Chis! -dijo Umberto con una mueca-. Cuanto menos llameis la atencion, mejor.

Bien pensado, era dificil. Ni Janice ni yo nos habiamos duchado desde el dia anterior; mas aun, ni siquiera nos habiamos lavado las manos, y yo todavia llevaba el vestido rojo largo de la fiesta de Eva Maria, aunque este habia perdido ya toda su prestancia. Antes, Janice me habia sugerido que me pusiera algo del armario de mama para no parecer tan encorsetada, pero a las dos nos habia resultado insufrible el olor a apolillado, asi que alli estaba, descalza y sucia, pero vestida de gala.

Avanzamos en silencio un rato, siguiendo el bamboleo de la luz de los faros por pasillos oscuros y diversos tramos de escaleras, dirigidos por Coceo y uno de sus secuaces, un tipo alto e icterico de rostro descarnado y hombros encorvados que me recordaba a un buitre carronen). Cada cierto tiempo, los dos se detenian y se orientaban por un pedazo de papel grande, que debia de ser un mapa del edificio, y siempre que lo hacian, alguien me tiraba fuerte del pelo o del brazo para asegurarse de que tambien yo paraba.

Llevabamos cinco hombres delante y cinco detras en todo momento y, si intentaba mirar a Janice o a Umberto, el tipo que llevaba detras me hundia el canon del arma entre los omoplatos hasta que gritaba de dolor. Janice, pegada a mi, recibia identico trato y, aunque no podia mirarla, sabia que estaba tan de asustada y furiosa como yo, y se sentia igualmente indefensa.

A pesar de ir de chaque y engominados, los hombres olian a rancio, lo que indicaba que tambien ellos estaban

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