bajo presion. O quiza era el edificio lo que olia; cuanto mas descendiamos, mas horrible se hacia. A simple vista, el lugar parecia muy limpio, casi aseptico, pero, a medida que nos adentrabamos en aquella marana de estrechos pasillos subterraneos, empezo a asaltarme la fuerte sensacion de que -al otro lado de aquellas paredes secas y bien selladas- algo putrido se abria camino poco a poco por entre la escayola.

Cuando los hombres por fin se detuvieron, ya me habia desorientado por completo hacia rato. Debiamos de estar al menos a quince metros bajo tierra, pero no estaba segura de que aun nos encontraramos bajo Santa Maria della Scala. Temblando de frio, me frote ambos pies congelados en los gemelos para recuperar el riego sanguineo.

– ?Jules! -dijo Janice de pronto, interrumpiendo mi gimnasia-. ?Vamos!

Casi esperaba que alguien nos atizara en la cabeza para acallarnos; en cambio, los hombres nos empujaron hacia adelante hasta que estuvimos cara a cara con Coceo y el buitre carronero.

– Eora, ragazze? -dijo Coceo, cegandonos con su faro.

– ?Que ha dicho? -susurro Janice impaciente, volviendo la cabeza para evitar la luz.

– Algo de «chicas» -respondi en voz baja, nada contenta de haber identificado la palabra.

– Ha dicho «?Y ahora que, senoritas?» -intervino Umberto-. Esta es la habitacion de santa Catalina, ?que hacemos ahora?

Solo entonces vimos que, a traves de una cancela abierta en la pared, el buitre iluminaba una pequena celda monacal con una cama estrecha y un altar; en la cama se hallaba la estatua yacente de una mujer -supuestamente santa Catalina-, y la pared detras estaba pintada de azul y salpicada de estrellas doradas.

– ?Ah! -dijo Janice, tan sobrecogida como yo al descubrir que estabamos alli de verdad, en la camara de la que hablaba el acertijo de mama: «Traedme en seguida una barra de hierro.»

– ?Ahora que? -repitio Umberto, ansioso por demostrarle a Coceo lo utiles que eramos.

Janice y yo nos miramos, conscientes de que las indicaciones de mama terminaban justo ahi, con un desenfadado «?Moveos, chicas!».

– Un momento… -de pronto recorde otro fragmento-, si, si…, «para acabar con la cruz».

– ?La cruz? -Umberto se quedo atonito-.La croce…

Volvimos a asomarnos todos a la celda y, justo cuando Coceo nos apartaba para mirar, Janice, vehemente, intento senalarme algo con la punta de la nariz.

– ?Alli! ?Mira! ?Debajo del altar!

Bajo el altar habia, en efecto, una losa con una cruz negra, que bien podria ser la entrada a un sepulcro. Sin perder un momento, Coceo reculo y apunto con la ametralladora al candado que cerraba la cancela y, antes de que pudieramos ponernos a cubierto, lo revento con una rafaga ensordecedora que desmonto por completo la verja.

– ?Dios santo! -grito Janice, contraida de dolor-, ?creo que me ha reventado los timpanos! ?Este tio esta chalado!

Sin mediar palabra, Coceo se volvio y la cogio con fuerza por el cuello, casi ahogandola. Sucedio tan rapido que ni lo vi, hasta que al fin la solto y ella cayo de rodillas, medio asfixiada.

– ?Jan! -chille, y me arrodille a su lado-. ?Estas bien?

Tardo un instante en recobrar el aliento. Cuando al fin lo hizo, mascullo agitada, pestaneando para recuperar la vision:

– Importante…, ese mamon entiende nuestro idioma.

Al poco, los hombres atacaban la cruz de debajo del altar con barras de hierro y taladros. Cuando la losa se desplomo atronadora sobre el suelo de piedra en medio de una nube de polvo, a ninguno nos sorprendio ver que al otro lado se hallaba la entrada a un tunel.

Tras salir por la tapa de la alcantarilla del Campo hacia tres dias, Janice y yo nos habiamos prometido que jamas volveriamos a hacer espeleologia en losbottini. Y alli estabamos otra vez, abriendonos paso por un conducto poco mayor que un agujero de gusano, en una oscuridad casi absoluta y sin un cielo azul que nos esperara al otro lado.

Antes de empujarnos al agujero, Coceo nos desato al fin las manos, no por consideracion, sino porque era el unico modo de que fueramos con ellos. Por suerte, aun creia que nos necesitaba para encontrar la tumba de Romeo y Giulietta; no sabia que la de la cruz bajo el altar de la celda de santa Catalina era la ultima pista del cuaderno de mama.

Mientras avanzaba despacio detras de Janice, sin mas vista que sus vaqueros y el reflejo ocasional de los faros en la superficie rugosa del tunel, desee haber llevado pantalon yo tambien. La larga falda del vestido no paraba de engancharseme por todas partes, y el fino terciopelo no protegia mis rodillas encostradas de la arenisca irregular. Por suerte, estaba tan aterida que apenas notaba el dolor.

Cuando llegamos al final del tunel, me alivio tanto como a nuestros captores descubrir que no habia ninguna roca ni ningun monton de escombros que nos taponara el camino y nos obligara a retroceder; salimos a una cueva de unos seis metros de ancho, lo bastante alta para estar todos erguidos.

– E ora? -dijo Coceo en cuanto Janice y yo nos pusimos en pie, y esta vez no hizo falta que Umberto nos lo tradujera. «?Ahora que?», nos preguntaba.

– ?Ay, no! -me susurro Janice-, ?es un callejon sin salida!

A nuestra espalda fueron saliendo del tunel el resto de los hombres, entre ellos fray Lorenzo, al que sacaron entre el buitre y un tio con coleta como si fueran las comadronas reales asistiendo el parto de un principe. Alguien habia tenido el detalle de quitarle al anciano monje la venda de los ojos antes de empujarlo por el agujero, y el fraile se movia animoso, con unos ojos como platos, como si hubiera olvidado las desagradables circunstancias que lo habian llevado hasta alli.

– ?Que hacemos? -susurro nerviosa Janice, intentando que Umberto la mirara, pero este andaba ocupado sacudiendose el polvo de los pantalones y no percibio la repentina tension-. ?Como se dice «callejon sin salida» en italiano?

Por suerte para nosotras, Janice se equivocaba. Al mirar a mi alrededor con mayor detenimiento, vi que, en efecto, aparte de la boca de la que veniamos, la cueva tenia dos salidas. Una se hallaba en el techo, pero era un conducto largo y oscuro rematado por una losa de hormigon que ni siquiera podriamos haber alcanzado con una escalera. Parecia, mas que nada, un viejo colector de basuras, y reforzaba esa hipotesis el hecho de que la otra salida estuviera en el suelo justo debajo, suponiendo que, como habia imaginado yo, hubiera una boca bajo la oxidada plancha metalica del suelo de la cueva, cubierta por completo de polvo y tierra. En teoria, cuando ambas bocas se encontraran abiertas, cualquier cosa que se arrojara desde arriba podria atravesar la cueva sin detenerse en ella.

Al ver que Coceo aun nos miraba a nosotras en busca de indicaciones, hice lo logico: senalar la plancha metalica del suelo.

– Busca, indaga -dije, procurando que mi propuesta sonase lo bastante profetica-, mira bajo tus pies, porque aqui yace Julieta.

– ?Si! -asintio Janice, tirandome del brazo, nerviosa-, ?aqui yace Julieta!

Tras la confirmacion de Umberto, Coceo ordeno a sus hombres que, con barras de hierro, intentaran soltar y retirar la plancha metalica, y le pusieron tanto brio que fray Lorenzo se refugio en un rincon a rezar el rosario.

– Pobre hombre -comento Janice, mordiendose el labio-, esta completamente ido. Espero que… -Aunque no termino la frase, sabia lo que pensaba, porque yo llevaba un rato dandole vueltas.

Era solo una cuestion de tiempo que Coceo terminara dandose cuenta de que el anciano monje no era mas que un lastre y, cuando eso ocurriera, nosotras no podriamos hacer nada para salvarlo.

Ya teniamos las manos libres, pero estabamos tan atrapadas como antes, y lo sabiamos. En cuanto habia salido del tunel el ultimo de los matones, el tio de la coleta se habia apostado delante de la boca para que ninguno de nosotros fuese tan estupido de intentar escapar, asi que Janice y yo solo teniamos un modo de salir de aquella cueva -con o sin Umberto y el fraile- y esa forma era por el conducto del suelo, con todos los demas.

Cuando por fin lograron levantar la tapa metalica, quedo a la vista un orificio en lo bastante grande para que cupiera en el un hombre. Coceo se acerco y lo ilumino con la linterna; tras dudar un instante, los otros hicieron lo mismo, murmurando entre si algo descorazonados. El hedor procedente del negro agujero era nauseabundo, y nosotras no fuimos las unicas que nos tapamos la nariz al principio, aunque, al cabo de un rato, dejo de parecemos tan insoportable. Sin duda empezabamos a acostumbrarnos al olor a podredumbre.

Viera lo que viese Coceo alli abajo, tan solo se encogio de hombros y dijo:

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