– ?Caterina! -grito la madre, arrebatandole en seguida la nina a la distinguida visita-. ?Os ruego que me perdoneis, senor!

– No hay por que, no hay por que -dijo el-. Dios ha cuidado de vos y de los vuestros, mi senora Lappa. Vuestra casa esta bendita, creo yo.

La mujer se lo quedo mirando. Luego respondio con una reverencia:

– Gracias, mi senor.

A punto de irse, el comandante titubeo y se volvio hacia Romanino. El nino estaba tieso como un arbol joven que se crece frente al viento, pero de sus ojos habia desaparecido el valor.

– Mi senora Lappa -dijo-. Quiero… Querria… Me pregunto si podriais prescindir de este muchacho. Cedermelo.

La mujer lo miro incredula mas que otra cosa.

– Vereis -anadio en seguida el comandante-, creo que es mi nieto.

Esas palabras asombraron a todos, incluso al propio comandante. Aunque la confesion casi parecia haber asustado a la senora Lappa, Romanino se mostro sin duda ilusionado, y la alegria del nino a punto estuvo de provocar la carcajada de Marescotti, muy a su pesar.

– ?Vos sois el comandante Marescotti? -inquirio la mujer con las mejillas sonrojadas de emocion-. ?Entonces, era cierto! ?Ay, la pobre! Yo nunca… -Demasiado perpleja para saber como actuar, la senora Lappa agarro al nino por el hombro y lo empujo hacia el comandante-. ?Anda, vete, tontorron! ?Y… no olvides dar gracias a Dios!

No tuvo que decirselo dos veces. Antes de que el comandante fuera siquiera consciente de que se le acercaba, los brazos de Romanino le rodearon el tronco y su nariz mocosa se hundio en el terciopelo bordado.

– Vamos -dijo acariciandole el pelo mugriento-, hay que comprarte unos zapatos, amen de otras cosas. Asi que deja de llorar.

– Ya lo se -gimoteo el nino, limpiandose las lagrimas-, los caballeros no lloran.

– Claro que si -le replico el comandante-, pero solo cuando van limpios, bien vestidos y calzados. ?Podras esperar todo eso? -Lo intentare.

Mientras se alejaban calle abajo, de la mano, el comandante Marescotti se sorprendio tratando de resistir un subito bochorno. ?Como era posible que el, un hombre enfermo de pena, que lo habia perdido todo salvo el latido de su propio corazon, hallase alivio en la firme presencia de un puno pequeno y pringoso alojado en el suyo?

Anos despues llego al palazzo Marescotti un monje que queria ver al senor de la casa. Explico que venia de un monasterio de Viterbo y que su abad le habia encomendado que devolviese un tesoro a su legitimo dueno.

Romanino, que era ya un hombre adulto de treinta anos, invito al monje a pasar y mando a sus hijas al piso superior a preguntarle a su bisabuelo, el viejo comandante, si tendria fuerzas para recibir a la visita. Mientras esperaban a que bajase el anciano, Romanino se encargo de que le llevasen comida y bebida al fraile y, como sentia mucha curiosidad, pregunto al desconocido por la naturaleza de aquel tesoro.

– Se poco de su origen -replico el fraile entre bocados-. Lo unico que se es que no puedo regresar con el.

– ?Por que no? -inquirio Romanino.

– Porque tiene un gran poder destructivo -contesto el fraile, sirviendose mas pan-. Todo aquel que abre el cofre cae enfermo. Romanino se recosto en la silla.

– ?No habeis dicho que era un tesoro? ?Ahora me decis que es maligno!

– Disculpadme, senor -lo corrigio el fraile-, pero yo no he dicho que fuese maligno. He dicho que posee grandes poderes: protectores, pero tambien destructores. Por eso debe volver a unas manos que sepan controlarlos. Debe volver a su propietario legitimo. Es lo unico que se.

– ?Y su propietario es el comandante Marescotti? El fraile asintio de nuevo con la cabeza, aunque esta vez con menos conviccion.

– Eso creemos.

– Porque, en caso contrario, habreis metido al diablo en mi casa, ?lo sabeis?

El fraile se mostro abochornado.

– Creedme, senor, os lo ruego -dijo con urgencia-, no pretendo haceros dano a vos o a vuestra familia. Solo hago lo que me han pedido. Este cofre… -se llevo la mano al bolson y saco una cajita de madera muy sencilla que puso con cuidado encima de la mesa- nos lo dieron los hermanos de San Lorenzo, nuestra catedral, y creo, aunque no estoy del todo seguro, que contiene la reliquia de un santo enviada hace poco a Viterbo por su noble patrona en Siena.

– ?No he oido hablar de esa santa! -espeto Romanino mirando el cofre con aprension.

El fraile cruzo las manos en senal de respeto.

– La piadosa y modesta senora Mina de los Salimbeni, senor.

– Aja. -Romanino guardo silencio un instante. Habia oido hablar de la dama, sin duda. ?Quien no sabia de la locura de la joven novia y de la supuesta maldicion del muro del sotano? Pero ?que clase de santo podia fraternizar con los Salimbeni?-. Entonces, ?puedo preguntaros por que no le devolveis a ella el supuesto tesoro?

– ?Ah, no! -exclamo el fraile, espantado-. ?No! ?Al tesoro no le agradan los Salimbeni! Uno de mis pobres hermanos, Salimbeni de nacimiento, murio mientras dormia despues de tocar el cofre…

– ?Maldito seais, fraile! -bramo Romanino, alzandose-. ?Salid de mi casa ipso facto y llevaos vuestro cofre maldito!

– ?Tenia ciento dos anos! -se apresuro a anadir el fraile-. ?Y otros que lo han tocado se han recuperado milagrosamente de dolencias cronicas!

En ese preciso momento entro en el comedor el comandante Marescotti, muy digno, sosteniendo su orgulloso porte con la ayuda de un baston. En lugar de echar a escobazos al fraile -como estaba a punto de hacer-, Romanino se calmo y ayudo a su abuelo a sentarse comodamente a un extremo de la mesa, antes de relatarle los pormenores de la inesperada visita.

– ?Viterbo? -inquirio el comandante, cenudo-. ?Y de que me conocen?

El fraile permanecio en pie, intranquilo, sin saber si debia sentarse o no, ni si se esperaba que contestara el o Romanino.

– Tomad… -opto por decir, colocando el cofre delante del anciano-, esto, me dicen, debe volver con su legitimo dueno.

– ?Padre, tened cuidado! -advirtio Romanino al comandante cuando este alargo la mano para abrir el cofre-. ?No sabemos que demonios contiene!

– No, hijo mio -le replico el comandante-, pero pretendemos averiguarlo.

Se hizo un silencio terrible mientras el comandante levantaba despacio la tapa del cofre y se asomaba al interior. Al ver que su abuelo no se desplomaba de inmediato, entre convulsiones, Romanino se acerco a mirar tambien.

En el cofre habia un anillo.

– Yo no lo… -empezo a decir el fraile, pero el comandante Marescotti ya habia sacado el anillo y lo examinaba incredulo.

– ?Quien decis que os ha dado esto? -pregunto con la mano temblorosa.

– Mi abad -dijo el fraile, apartandose aterrado-. Me comento que quienes lo hallaron habian pronunciado el nombre de Marescotti antes de morir de una fiebre espantosa, tres dias despues de recibir el ataud del santo.

Romanino miro a su abuelo deseando que soltase el sello, pero el anciano estaba absorto, acariciando el aguila sin ningun miedo y mascullando un viejo lema familiar: «Fiel por los siglos de los siglos», grabado en letra pequena en el interior de la alianza.

– Ven aqui, hijo mio -dijo al fin, tendiendole la mano a Romanino-. Este era el anillo de tu padre. Ahora es tuyo.

Romanino no sabia que hacer. Por un lado, queria obedecer a su abuelo pero, por el otro, el anillo le daba miedo, y no estaba seguro de ser su legitimo dueno, aunque hubiese pertenecido a su padre. Cuando el comandante Marescotti lo vio titubear, se enfurecio muchisimo y comenzo a tacharlo de cobarde y a exigirle que lo aceptara. Romanino se acercaba ya cuando el anciano se desplomo en la silla, victima de un ataque, y el anillo cayo al suelo.

Al ver que el anciano habia caido presa del maleficio del anillo, el fraile grito horrorizado y salio de alli, dejando a Romanino solo con su abuelo, suplicandole a su alma que no abandonara el cuerpo hasta recibir el ultimo sacramento.

– ?Fraile! -bramo, sujetandole la cabeza al comandante-. ?Volved aqui y haced vuestro trabajo, rata asquerosa,

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