Ollivant, Chanrai amp; Co, John Holt amp; Co, African Oil Nuts. Nombres raros que Fintan cogia al vuelo cuando Geoffroy hablaba con Maou, nombres de gente desconocida que compraba y vendia, enviaba facturas detalladas, telegramas, requerimientos de pago. Un nombre se repetia sobre todo, United Africa; Fintan lo recordaba de los paquetes que Geoffroy mandaba a Francia, mermeladas de Surafrica, latas de te, azucar terciado. En Onitsha, este nombre era omnipresente, se leia en los folios del despacho de Geoffroy, en los negros baules metalicos, en las placas de cobre que colgaban en los edificios, en el Wharf. En el barco que atracaba cada semana con las mercancias y el correo.
Por la noche, la lluvia caia con suavidad en el techo de chapa, corria por los canalones, colmaba los grandes bastidores pintados de rojo sobre los que estaban tendidos lienzos de tela baza para impedir que aovaran los mosquitos. Era la cancion del agua, Fintan se acordaba de antes, en San Martin, sonaba con los ojos abiertos bajo la palida mosquitera mirando como vacilaba la llama de la lampara Punkah. En las paredes, los lagartos transparentes avanzaban con ritmo atropellado, hasta que se arrellanaban lanzando un gemidito de satisfaccion.
Fintan estaba atento al ruido del V 8, que subia el repecho empedrado hasta la casa. A veces llegaban los asperos chillidos de los gatos salvajes que perseguian entre las hierbas a la gata Mollie, el silbido indiscreto de una lechuza instalada en los arboles, la lacrimosa voz de las zumayas. Entonces le parecia que fuera de alli no habia nada, nada en ningun sitio, que jamas habia existido nada al margen del rio, las chozas techadas de chapa, aquella casona vacia poblada de escorpiones y lagartos grises, y la inmensa extension de herbazales donde merodeaban los espiritus nocturnos. Eso mismo penso cuando subio al tren y comenzo a alejarse la darsena de la estacion, arramblando con la abuela Aurelia, y tia Rosa, meras munecas viejas. Y luego en el camarote del
Ahora sabia que estaba en el corazon mismo de su sueno, en el punto mas ardiente, mas aspero, comparable a ese lugar donde afluia y refluia toda la sangre de su cuerpo.
De noche, redoblaban los tambores. Empezaban hacia el atardecer, cuando los hombres habian vuelto del trabajo y Maou estaba sentada en la veranda, leyendo o escribiendo en su lengua. Fintan se tumbaba en el suelo, con el dorso desnudo debido al calor. Bajaba los peldanos y se colgaba de la barra del trapecio que Geoffroy habia fijado al techo de la veranda. Con una ramita, se entretenia en levantar la alfombra al pie de la escalera para ver como se agitaban los escorpiones. En algunas ocasiones descubria una hembra con sus crias a cuestas.
Los travesanos rayaban el cielo, que se iba oscureciendo, y sin saber como, de repente, alli estaba el redoble de tambores, todavia muy lejano, ahogado, y al mismo tiempo se daba uno cuenta de que habia empezado hacia un buen rato, en la otra orilla del gran rio, tal vez en Asaba, y ahora mas cerca, mas alto, insistente, proveniente del este, del poblado de Omerun, y Maou enderezaba la cabeza tratando de oir.
Por la noche, era un extrano ruido, muy suave, una palpitacion, un leve roce que calmara la violencia de los truenos. A Fintan le encantaba escuchar el redoble, pensaba en Orun, en el senor Shango, a ellos dedicaban los hombres esta musica.
La primera vez que Fintan oyo los tambores, se abrazo a Maou, que estaba asustada. Dijo no se que para tranquilizarse, «escucha, hay fiesta en algun poblado…» Puede que no dijera nada, ya que no era como el trueno, no podian contarse los segundos. Casi todas las veladas se sentia aquella ligera trepidacion, aquella voz que llegaba de todas partes, del rio Omerun, de las colinas, de la ciudad, hasta de la serreria de Asaba. Las lluvias se acababan, se desvanecian los relampagos.
Maou estaba a solas con Fintan. Geoffroy seguia volviendo a casa muy tarde. Cuando calculaba que Fintan se habria quedado dormido ya en su lecho, Maou abandonaba la hamaca, andaba descalza por la casona vacia alumbrandose con la linterna electrica por los escorpiones. En la veranda no habia mas luz que la de una vacilante lamparilla. Maou se sentaba en un sillon al final de la terraza para intentar ver la ciudad y el rio. Las luces brillaban sobre el agua, y si todavia despuntaba algun relampago, veia su superficie dura y lisa como el metal, el fantasmagorico follaje de los arboles. Se estremecia, pero no de miedo, era mas bien la fiebre, el amargo sabor a quinina instalado en su cuerpo.
Estaba al tanto de la menor alteracion que afectara al dulce ruido de los tambores. En el silencio la noche brillaba mas si cabe. Alrededor de Ibusun, rechinaban los insectos, se ahuecaban los ladridos de los sapos, y al final, tambien ellos callaban. Maou permanecia mucho tiempo, tal vez horas, sin moverse de su sillon de bejuco. No pensaba en nada. Recordaba, sin mas. El nino que crecia en su vientre, la espera en Fiesole, el silencio. Las cartas de Africa que no llegaban. El nacimiento de Fintan, la partida hacia Niza. No quedaba dinero, habia que trabajar, coser a domicilio, realizar tareas caseras. La guerra. Geoffroy escribio una carta nada mas, para decir que se disponia a cruzar el Sahara hasta Argel e ir en su busca. Y luego ya nada. Los alemanes codiciaban Camerun, bloqueaban los mares. Antes de marcharse a San Martin recibio una senal, un libro abandonado delante de su puerta. Era la novela de Margaret Mitchell. Era el ano en que se conocieron en Fiesole, ella se lo llevaba a todas partes, un libro en cartone forrado con tela azul, de delicadisima impresion. Cuando Geoffroy partio hacia Africa, se lo confio, y ahora, alli estaba, ante su puerta, una senal llegaba de ninguna parte. No les comento nada a Aurelia y a Rosa. Le aterraba la idea de que le dijeran que eso significaba que el ingles habia muerto en algun lugar de Africa.
Las voces de los sapos, los crujidos de los insectos, el infatigable redoble de los tambores, en la otra orilla del rio. Era otra musica. Maou se miraba las manos, movia un dedo tras otro. Se acordaba del teclado del piano de Livorno, tan pesado y recargado como un catafalco. Habia discurrido tanto tiempo. De noche, podian volver los lejanos sonidos del piano. Despues de llegar, en su primera semana en Onitsha, descubrio con alegria el piano del Club en la gran sala adyacente a la casa del D.O. Simpson, donde los ingleses, sentados, solian eternizarse leyendo su
Maou abandono el lugar ruborizada de verguenza e irritacion, camino deprisa, corrio por las polvorientas calles de la ciudad. Le venia a la mente la voz de Gerald Simpson en el barco, cuando parodiaba a los negros: «Spose Missus he fight black fellow he cry too mus!» Algun tiempo despues se acerco a la puerta del Club a recoger a Geoffroy y comprobo que el piano habia desaparecido. En su lugar, una mesa y un ramo de flores, obra mas que probable de la senora Rally.
Aguardaba en plena noche, con las manos puestas en la cara para no ver el fulgor vacilante de la lamparilla. De noche, cuando todos los ruidos humanos se apagaban, persistia el leve redoble de los intermitentes tambores, y creia oir el ruido del rio tan grande como el mar. O acaso era el recuerdo del ruido de las olas en San Remo, en la habitacion de las persianas entreabiertas. El mar nocturno, cuando hacia demasiado calor para dormir. Se propuso ensenar a Geoffroy su tierra natal, Fiesole, en las suaves colinas cercanas a Florencia. Sabia de sobra que no iba a encontrar ya nada, a nadie, ni siquiera el recuerdo de su padre y de su madre, a quienes nunca llego a conocer. Puede que por eso la hubiera elegido Geoffroy, porque estaba sola, no le habia tocado en suerte, como a el, una familia de la que renegar. La abuela Aurelia, en Livorno, en Genova, se limito a ejercer de nodriza, y tia Rosa no fue nunca su hermana, sino una mera solterona amargada y aviesa con la que Aurelia compartia su vida. Maou conocio a Geoffroy Alien en la primavera de 1935, en Niza, en donde recalaba tras completar en Londres su carrera de ingeniero. Era alto, delgado, romantico, se encontraba sin dinero y, como ella, sin familia, ya que acababa de romper con sus padres. Estaba loca por el y lo siguio a Italia, a San Remo, Florencia. No tenia mas que dieciocho anos, pero ya estaba habituada a tomar sus propias decisiones. Deseo ese nino de inmediato, por ella, para dejar de estar sola, sin decir nada a nadie.
Era agradable pensar de nuevo en aquel tiempo en el silencio de la noche. Le venia a la memoria lo que el le contaba entonces, su obsesion por ponerse en marcha hacia Egipto, hacia Sudan, por llegar hasta Meroe, seguir su rastro. No tenia otro tema de conversacion, el ultimo reino del Nilo, la reina negra y su travesia del desierto hasta el corazon de Africa. Hablaba de ello como si nada en el mundo presente importara lo mas minimo, como si la luz de la leyenda brillara mas que el sol que vemos.
Al final del verano se casaron, para entonces crecia ya el nino en el vientre de Maou. Aurelia dio su consentimiento, sabia de sobra que era inutil poner obstaculos. Pero Rosa dijo lo de