primogenito, en memoria de la llegada del pueblo de Meroe a las riberas del rio.

La joven reina Arsinoe es la primera en recibir la marca de Osiris y Horus. El ultimo sumo sacerdote murio hace ya mucho tiempo, encerrado en la tumba de Amanirenas en medio del desierto. Es un nubio de Aiwa, llamado Geberatu, el que graba los signos sagrados; en la frente los dos ojos del pajaro celeste, en representacion del sol y de la luna, y en las mejillas las estrias oblicuas de las plumas de las alas y la cola del halcon. Saja el rostro de la reina con el cuchillo ritual y espolvorea las marcas con limalla de cobre. La misma noche, todos los primogenitos, muchachos y muchachas, reciben el mismo signo con el fin de que ninguno olvide el instante en que el dios se detuvo en su trayectoria y alumbro para el pueblo de Meroe el lecho del gran rio.

Pero no han llegado al termino del viaje. Embarcadas en balsas de canas, las gentes de Meroe han emprendido el descenso del curso del rio en busca de una isla donde establecer la nueva ciudad. Los hombres y las mujeres mas validos han partido primero, escoltando la balsa de la reina. Siguiendo las riberas, los rebanos se desplazan con lentitud guiados por los ninos y los ancianos. Geberatu lleva consigo un pedazo de la estela con el fin de poner los fundamentos de los futuros templos. Por el resplandeciente rio, al alba, se deslizan lentamente decenas de balsas, retenidas por las largas pertigas hundidas en el fango.

Cada dia que pasa, el rio parece mas grande, las riberas mas pobladas de arboles. Arsinoe, sentada bajo su palio de hojarasca, mira estas nuevas tierras, intenta adivinar una senal del destino. A veces aparecen grandes islas chatas, a flor de agua, similares a las balsas. «Hay que proseguir el descenso», dice Geberatu. Con el crepusculo, los hombres de Meroe se detienen en las playas para implorar a los dioses, Horus, Osiris, Thoth, el del ojo del halcon celeste, Ra, el senor del horizonte al este del cielo, el guardian de la puerta de Tuat. En los braseros manda quemar incienso Geberatu, y lee el porvenir en las volutas de humo. Con el acompanamiento de musicos nubios que tocan el tambor, salmodia y gira la cabeza entrechocando sus collares de cauri. Los ojos se le ponen en blanco, arquea el cuerpo encima de la tierra. Entonces habla al dios del cielo, a las nubes, la lluvia, las estrellas. Cuando el fuego ha consumido el incienso, Geberatu recoge el hollin y se unta la frente, los parpados, el ombligo, los dedos de los pies. Arsinoe aguarda, pero Geberatu sigue sin ver el final del viaje. Las gentes de Meroe estan exhaustas. Dicen: «Detengamonos aqui, no podemos continuar caminando. Los rebanos nos siguen muy de lejos. Nuestros ojos ya no pueden ver nada.» Cada manana, al alba, como otrora Amanirenas, Arsinoe da la senal de partida, y el pueblo de Meroe se reincorpora a las balsas. En la proa de la primera, delante del palio de la joven reina, se mantiene de pie Geberatu, que sostiene la larga lanza arpon como simbolo de su magia. Un abrigo de piel de leopardo cubre su cuerpo fino y negro.

Las gentes de Meroe murmuran que la joven soberana es ahora presa de su poder, que el reina incluso sobre su cuerpo. Sentada al amparo de la techumbre de hojarasca con la cara orientada hacia la orilla infinita, suspira: «?Cuando llegaremos?» Y Geberatu responde: «Estamos en la balsa de Harpocrates, el escarabajo sagrado esta a tu lado, a popa gobierna Maat, el padre de los dioses, que lleva su testa de ariete. Los doce dioses de las horas te empujan hacia el lugar de la vida eterna. Cuando tu balsa toque tierra en la isla del cenit, habremos llegado.»

El rio baja lentamente, intruso en el cuerpo de Geoffroy, mientras dura su sueno. El pueblo de Meroe pasa en su interior, el siente sus miradas orientadas a las riberas en sombra por los arboles. Ante ellos levantan vuelo los ibis. Cada atardecer un poco mas lejos. Cada velada, el hechizo del adivino, la faz paralizada por el extasis, y el humo del incienso ascendiendo en plena noche. En busca de un signo entre los astros, un signo de la espesura de la selva. Escuchando los gritos de las aves, escrutando los rastros de las serpientes en el limo de las riberas.

Por fin, una jornada a mediodia, aparece la isla en el centro del rio, cubierta de canas, similar a una balsa de gran tamano. El pueblo de Meroe sabe entonces que ha llegado. Aqui esta, en la curva del rio, el lugar que tanto han anhelado. El final del largo viaje, porque ya no quedan fuerzas ni esperanza, tan solo un inmenso cansancio. En la isla salvaje fundan la nueva Meroe, con sus casas, sus templos. Alli nace la hija de Arsinoe y el sacerdote Geberatu, la que llevara el nombre de Amanirenas, o Candada, como su abuela muerta en el desierto. Con ella, fruto de la union de la ultima reina de Meroe y del adivino Geberatu, suena ahora Geoffroy. Suena con su rostro, su cuerpo, su magia, su mirada puesta en un mundo en que todo comienza.

Su rostro, terso, y puro como una mascara de piedra negra, la forma alargada de su craneo, su perfil de una belleza irreal, la sonrisa que dibujan los labios, el arco de las cejas que arrancan del puente de la nariz y se elevan muy arriba como dos alas, y sobre todo, el ojo rasgado, aguzado, como el cuerpo del halcon celeste.

Ella, Amanirenas, la primera reina del rio, heredera del Imperio Egipcio, nacida para hacer de la isla la metropoli de un nuevo mundo, para unir a todos los pueblos de la selva y del desierto bajo la ley del cielo. Pero ya su nombre ha dejado de existir en esta lejana lengua consumida y desgarrada por la travesia del desierto. Su nombre vive en la lengua del rio: ella se llama Oya, es el cuerpo mismo del rio, la esposa de Shango. Es Yemoja, la fuerza del agua, la hija de Obatala Sibu y de Odudua Osiris. Los pueblos negros de Osimiri se han aliado con las gentes de Meroe. Han traido el grano, la fruta, el pescado, las maderas preciosas, la miel silvestre, las pieles de leopardo y los dientes de elefante. Las gentes de Meroe han aportado su magia, su ciencia. El secreto de los metales, la alfareria, la medicina, el conocimiento de los astros. Han aportado los secretos del mundo de los muertos. Y los signos sagrados del sol y de la luna, y de las alas y la cola del halcon, estan grabados en los rostros de los primogenitos.

El la ve, ella agita su sueno. Oya se desplaza sigilosa hasta la proa de la canoa sosteniendo la pertiga en equilibrio como un balancin. Ahora la reconoce -es ella, sin duda- en su interior, loca y muda, errando a lo largo de las orillas del rio en busca de su morada. Esa a quien espian los hombres entre los canaverales, a quien tiran piedras los ninos porque dicen que se lleva las almas al fondo del rio.

Geoffroy Allen se despierta bruscamente. Su cuerpo esta empapado de sudor. El nombre de Oya le quema en la mente como una marca. Sin hacer ruido, se desliza fuera del mosquitero, sale a la veranda. Al pie de la pendiente invisible, el cuerpo de Oya brilla en la noche, confundido con el cuerpo del rio.

Geoffroy no volvio al Club. Por medio del viejo Moises, que trabajaba en el Wharf, sabia que el rumor tenia un nombre, el del sustituto que llegaria de modo inminente a bordo de un barco proveniente de Southampton. Se llamaba Shakxon, habia trabajado para Gillet de Cornhill, tambien para Samuel Montagu. Gracias a Sabine Rodes se conocian todos estos detalles. Para un hombre que no ponia jamas los pies en el circulo ingles de Onitsha, disponia de una informacion mas que notable.

Fue entonces cuando Maou cometio aquella locura, desesperada. Una tarde, mientras Geoffroy se hallaba en las oficinas de la United Africa, se llevo a Fintan hasta la otra punta de la ciudad, por encima del embarcadero, donde se encontraba la casa de Sabine Rodes, en todo igual a un fortin, con su empalizada de estacas y su puerta cochera. Maou se presento ante la puerta, con Fintan de la mano. Se abrio la puerta baja a la izquierda de la cochera y aparecio Okawho, casi desnudo, con su rostro marcado brillando a la luz. Miro a Maou con ilimitado fastidio por toda expresion.

«?Puedo ver al senor Rodes?», pregunto Maou.

Okawho se dio la vuelta sin responder, sigiloso y agil como un felino.

Regreso, e hizo pasar a Maou al salon de las colecciones, con sus persianas cerradas como siempre. En la penumbra relucian de modo inquietante las mascaras africanas, los muebles, los jarrones de porcelana banados de perlas. Maou distinguio por fin a Sabine Rodes en persona, recostado en una tumbona, frente a un ventilador ronroneante. Tenia puesta su larga vestidura hausa azul palido y fumaba un cigarro puro.

Maou no lo habia visto mas que una vez, poco despues de su llegada a Onitsha. Se sintio impresionada por el color de su piel, un amarillo ceroso que resaltaba en la oscuridad del salon, y contrastaba con el negro casi azul de Okawho.

Al entrar Maou y Fintan, se levanto y les acerco dos sillas. «Tomen asiento, tenga la bondad, senora Allen.» A Maou la extrano un poco el tono de falsa delicadeza. Dijo:

«Fintan, esperame en el jardin.»

«Okawho va a ensenarte los gatitos que nacieron ayer por la noche», secundo Rodes.

Tenia una suave voz, pero ella percibio de inmediato la maldad de su mirada. Penso que sabia de sobra el por que de su visita.

Afuera, en el jardin, el sol era cegador. Fintan siguio a Okawho alrededor de la casona. En el patio trasero, cerca de la cocina, estaba Oya sentada en el suelo a la sombra de un arbol. Lucia el vestizo azul de la mision que llevaba el dia que subieron al George Shotton. Tenia la vista al frente, clavada en un carton tapizado con trapos en el que una gata tricolor daba de mamar a sus crias. No pestaneo siquiera cuando

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