Cuando llevaba mas o menos una hora escuchando como aquellos dos ancianos le contaban una historia tan dificil de imaginar que hasta el hastiado inspector de Homicidios que llevaba dentro se rebelaba, Walter Robinson levanto la mano para que pararan de hablar. Se dio cuenta de que necesitaba un momento para pensar, un momento para absorber lo que habia oido, de modo que se ofrecio para ir a buscarles cafe o un refresco.
Frieda Kroner fruncio el ceno.
– ?El planeando, y nosotros tomando cafe! -espeto.
– Creo que deberiamos continuar -anadio el rabino Rubinstein.
Robinson dirigio una mirada a Simon Winter, que habia hablado poco desde que habian regresado todos juntos al departamento de Homicidios de South Beach. El ex policia rehuso con la cabeza. Robinson lo observo fijamente hasta que Winter comprendio que le estaba pidiendo ayuda y cambio de opinion.
– Tal vez un refresco -sugirio.
El rabino y Frieda se volvieron en sus asientos al oir su voz. Ella fruncio de nuevo el ceno y empezo a decir algo, pero el rabino la interrumpio diplomaticamente.
– Quizas un cafe. Con leche y azucar -pidio, y la mujer, sentada a su lado, asintio a reganadientes.
– Dos terrones -mascullo-. Para volver a endulzarme la vida.
– Muy bien -asintio Robinson-. Seran cinco minutos. Enseguida vuelvo.
Los dejo sentados en la sala de interrogatorios y salio al pasillo Por un momento sintio un agotamiento inmenso, y se apoyo contra una pared, con los ojos cerrados. Queria dejar la mente en blanco, pero no pudo. Durante un largo segundo en el que todo le dio vueltas, se encontro preguntandose como habria sido ir hacinados en un vagon para ganado y notar como la presion de las demas personas te impedia respirar.
«El trabajo hace libre», penso de repente. Abrio los ojos y respiro con dificultad, como si acabara de correr un largo trecho.
Desde el final del pasillo le llego el llanto de una mujer joven. Agradecio la distraccion. Era el sonido largo y regular de alguien que se sumia lentamente en el pesar, no con urgencia sino con desesperacion. Conocia el caso: una mujer de veintiun anos habia dejado solos en casa a sus tres hijos pequenos, el mayor de cinco anos, mientras iba a la tienda de la esquina a comprar panales y provisiones. Era nicaraguense, y solo llevaba unos meses en el pais (es decir, el tiempo suficiente para que su marido se largara pero no lo bastante para encontrar amigas que pudieran ayudarla en el cuidado de sus hijos), y la ratonera en la que vivia era un sitio que no apareceria nunca en ninguna de las fotografias idilicas del Miami Beach paradisiaco, lleno de bikinis y bronceados, que mostraba la Camara de Comercio. En el piso de la mujer, las ventanas no tenian mosquiteras y, como el aire acondicionado no funcionaba, estaban abiertas de par en par. Mientras estuvo fuera, la nina de tres anos habia salido de la cuna donde la habia dejado y habia logrado subirse al alfeizar para captar un poco de aire fresco, o puede que sintiera curiosidad por el ruido de la calle, porque los ninos son asi. Una vez encaramada, habia perdido el equilibrio y se habia precipitado a la calle desde el tercer piso para aterrizar en la acera justo cuando su madre se acercaba al edificio, de modo que esta habia visto la imagen terrible de su hija cayendo en picado antes de estrellarse con un crujido tremendo casi a sus pies. Habia gritado entonces, pero desde que habia llegado al departamento de Homicidios habia guardado un silencio que solo interrumpia de vez en cuando con un «Santa Maria, madre de Dios» mientras sujetaba con fuerza las cuentas del rosario.
Walter Robinson solto un lento y largo suspiro. Penso que la mujer no lo entendia. Apenas entendia esta muerte, y tampoco entendia el pais, y era probable que no entendiera gran cosa de nada porque era pobre e inculta y estaba sola, y seguro que no entendia por que la policia se habia llevado a sus otros dos hijos y se estaba preparando para acusarla de negligencia con resultado de muerte. Despues de todo, habia ido a la tienda a comprar leche para sus hijos con los pocos dolares que le quedaban porque los amaba.
Se separo de la pared y dejo que el llanto de la joven inmigrante pasara a formar parte del murmullo de fondo habitual en las comisarias, incluso en las modernas, con focos empotrados y suelo de moqueta. Era triste, pero la tristeza era la norma, y sabia que nadie que llevara uniforme o placa permitia jamas que estas tristezas se acumularan en su interior, aunque era probable que cada una de ellas dejara un aranazo en el alma. Empezo a recorrer el pasillo con brio y se aparto cuando se abrio la puerta de otra sala de interrogatorios y salieron dos inspectores forcejeando con un adolescente esposado.
– Venga, muchacho -dijo uno, pero el muchacho, con la cara cubierta de acne, largos rizos enmaranados y un tatuaje que ensalzaba las virtudes de un grupo de heavy metal en el brazo, en lugar de obedecer, choco con el. Los tres hombres se enredaron de golpe, se tambalearon tras perder el equilibrio y cayeron al suelo.
Mientras Robinson se acercaba rapidamente hacia ellos, los tres forcejearon un instante. El adolescente agitaba las piernas en el aire en su intento de dar patadas a los policias. Estos, a su vez, rodaron de modo experto por el suelo para situarse sobre el sospechoso, y lo dominaron inmediatamente. Robinson se detuvo a poca distancia de los hombres. De modo curioso, le recordo una pelea entre hermanos en la que los mayores se sentaban sobre el menor hasta que este dejaba de patalear.
– ?Necesitais ayuda? -pregunto casi con brusquedad.
– Oh, no, gracias, Walt -respondio uno de los inspectores mientras se agachaba con calma, sujetaba al adolescente por el pelo y le golpeaba la cara contra el suelo.
– ?Cabron de mierda! -grito el chico.
El policia lo golpeo otra vez.
– ?Hijoputa!
El segundo inspector los rodeo, apoyo una rodilla en la espalda del adolescente y le retorcio los brazos con fuerza.
– Por lo menos, tengo este derecho -solto entre dientes, mas irritado que enojado.
– ?Seguro que no necesitais ayuda? -pregunto otra vez Robinson.
– No con este gamberro de pacotilla.
– ?Vete a la mierda! -chillo el chico, pero sus ansias de seguir forcejeando iban disminuyendo rapidamente a medida que le golpeaban la cara contra el suelo-. ?Idos a la mierda los dos! -logro soltar entre dos golpes.
– ?De que va? -quiso saber Robinson.
– Lo timaron en una venta de droga. Cincuenta dolares de
– Y tu no te pareces a Don Johnson -comento Robinson.
El inspector, un hombre joven, sonrio y se encogio de hombros.
– Bueno, hago lo que puedo.
El adolescente se quedo sin fuerzas. Los dos inspectores lo pusieron de pie.
– Vete a la mierda, poli -gruno de nuevo. Inclino la cabeza hacia atras al notar que un reguero de sangre le bajaba por los labios y el menton-. ?Me habeis roto la nariz, joder! -gimio-. ?Cabrones!
– No hemos sido nosotros -replico el inspector mas joven con calma-. Ha sido el suelo.
– ?A la mierda! -repitio el chico cuando el otro inspector se rio del ingenio de su companero.
– ?No se te ocurre nada mas original, imbecil? Caramba, ?no sabes que hay tanta gente que nos manda a la mierda casi cada minuto, o por lo menos, cada hora, todas las horas de todos los dias, que ya no significa nada para nosotros? Ya no nos afecta, como insulto, ?entiendes, capullo? Asi que, ?por que no dices algo mas inteligente? Demuestra lo listo que eres. Se original, cono. Di algo que realmente nos cabree. Danos esta satisfaccion por lo menos.
– Idos a la mierda -contesto el sorprendido adolescente.
El inspector se volvio hacia Robinson.
– Da que pensar sobre los jovenes de hoy en dia, ?verdad, Walt? -sonrio burlon-. Demasiada television cuece el cerebro. Demasiada musica alta embota los sentidos. ?Verdad, imbecil?
– Vete a la mierda -insistio el chico.
– ?Ves a lo que me refiero? -Tiro de los brazos del adolescente y se los retorcio otra vez.
– ?Aaaay! -chillo el chico-. Idos a la mierda. De todos modos, soy menor, idiotas.
