– Claro. Vamos.

Hawkins lo miro de hito en hito.

– No estes tan seguro. Siempre quieres verlo todo demasiado rapido. Esta vez no es nada agradable.

– Tambien es mi trabajo -replico Cowart.

El detective se encogio de hombros.

– Vale, pero tienes que prometerme una cosa.

– ?Que cosa?

– Veras lo que hizo y luego te llevare ante el. No le hagas preguntas, solo echale un vistazo, esta en la cocina. Pero asegurate de escribir en tu articulo que no es un muchacho cualquiera. ?Queda claro? Que no es un pobre chico desfavorecido. Eso es lo que su abogado empezara a decir en cuanto llegue. Quiero que hagas lo contrario, que digas que se trata de un asesinato a sangre fria, ?vale? A sangre fria. No quiero que nadie coja el periodico, vea una fotografia suya y se pregunte: «?Como podria este buen chico haber hecho algo asi?»

– Descuida, lo hare -dijo Cowart.

– De acuerdo.

El detective se encogio de hombros y luego se irguio. Echaron a andar hacia la puerta principal, pero cuando estaban a punto de entrar Hawkins insistio.

– ?Estas seguro? Son gente como tu y como yo. No lo olvidaras jamas.

– Vamos.

– Matty, por una vez escucha el consejo de un viejo.

– Venga ya, Vernon.

– Entonces, alla tu y tus pesadillas -dijo el detective, y en eso tenia toda la razon.

Cowart recordo haber mirado fijamente al ejecutivo y su esposa. Habia tanta sangre que era casi como si estuvieran vestidos. Cada vez que se disparaba el flash del fotografo de la policia los cuerpos destellaban por un instante.

Sin mediar palabra, siguio al detective hasta la cocina. El muchacho estaba alli sentado; llevaba zapatillas de deporte y vaqueros, el delgado torso desnudo, y tenia un brazo esposado a una silla. Vetas de sangre tatuaban su cuerpo, pero a el no le importaba y con la mano libre fumaba un cigarrillo sin inmutarse. Eso le daba aspecto de mas joven aun, un nino que quiere pasar por mayor y mas duro para impresionar a la policia cuando, en realidad, lo unico que logra es parecer un poco mas imbecil. Cowart vio en su cabello rubio una salpicadura de sangre que le enmaranaba los rizos, y una mancha de sangre reseca en su mejilla. Ni siquiera le crecia barba.

Levanto la mirada cuando Cowart y el detective entraron en la cocina.

– ?Quien es ese? -pregunto, senalando a Cowart con la cabeza.

Por un momento, Matthew clavo sus ojos en los del muchacho. Eran azules e infinitamente malvados, y parecian mirar el filo acerado del hacha de un verdugo.

– Un periodista del Journal -dijo Hawkins.

– ?Eh, periodista! -exclamo el muchacho con una repentina sonrisa.

– ?Que?

– Escribe que yo no hice nada -dijo, y solto una carcajada hasta quedarse casi sin aliento, tan estrepitosa que hizo eco detras de Cowart.

Aquella risa quedo congelada en su memoria mientras Hawkins lo conducia al exterior, de vuelta al ajetreado amanecer.

Despues de lo ocurrido, Cowart se habia ido a su despacho a escribir la historia del joven ejecutivo, su esposa y el adolescente. Habia descrito las sabanas blancas arrugadas y ensangrentadas, y las rojas salpicaduras que hacian de las paredes un espectaculo dantesco. Habia escrito sobre el vecindario y la elegante casa, sobre un diploma que colgaba enmarcado en la pared acreditando la pertenencia de la victima a un club de subastas de categoria, sobre suenos aburguesados y la tentacion del sexo prohibido. Habia descrito el extrarradio de Fort Lauderdale, donde los ninos hacian excursiones nocturnas de placer para alejarse cada minuto mas y mas de su juventud, y habia descrito los ojos del muchacho, para fulminarlos en su articulo como su amigo le habia pedido que hiciera.

Habia terminado la noticia con las palabras del muchacho.

Aquella misma noche, de regreso a casa con una copia de la primera edicion bajo el brazo y su historia ocupando la portada, habia notado un agotamiento que iba mas alla de la falta de sueno. Luego se habia metido en la cama, para acurrucarse tiritando junto a su esposa a sabiendas de que ella planeaba dejarle, incapaz de hallar calor en el mundo.

Cowart sacudio la cabeza tratando de disipar el recuerdo de aquella manana, y miro en torno a su cubiculo.

Ahora Hawkins estaba muerto. Lo jubilaron con una pequena ceremonia, le dieron una pension, y dejaron que pusiera fin a su vida con un enfisema. Cowart habia asistido a la ceremonia y aplaudido cuando el jefe de policia habia mencionado la elogiable trayectoria del detective. Siempre que podia, iba a verlo a su pequeno apartamento de Miami Beach. Era un lugar frio, decorado con viejos recortes de articulos escritos por Cowart y otros. Al final de cada visita, Hawkins siempre le decia: «Recuerda las normas, y si olvidas lo que te he dicho sobre la calle, entonces inventate tus propias normas y vive en funcion de ellas.» Cowart tambien habia ido al hospital siempre que podia: salia temprano y a escondidas de su despacho para visitar al detective y contarle historias, hasta aquel ultimo dia, en que habia llegado y encontrado a Hawkins inconsciente y entubado, sin saber si lo oia cuando susurraba su nombre o si lo sentia cuando estrechaba su mano. Habia pasado una larga noche sentado junto a la cama, y ni siquiera supo en que instante la vida del detective se habia apagado. Asistio al funeral junto con unos pocos policias veteranos: una bandera, un feretro, las palabras de un sacerdote; ni esposa, ni hijos, ni lagrimas. Tan solo una pesadilla de recuerdos que iba quedando lentamente bajo tierra. Se preguntaba si seria lo mismo cuando el muriera.

«?Que habra sido del muchacho? -se pregunto ahora-. Puede que haya salido del reformatorio y este en la calle. O en el corredor de la muerte, junto al autor de esta carta. O muerto.» Echo un vistazo a la carta. «Esto deberia ser una noticia -penso-, no un editorial. Deberia entregarla a alguien de locales y dejar que lo compruebe. Yo ya no llevo eso. Soy un hombre de opiniones. Escribo desde la distancia, formo parte de un equipo que vota y decide y adopta posturas, no pasiones. He renunciado a mi fama.»

Eso era exactamente lo que se disponia a hacer, pero entonces se detuvo.

Un hombre inocente.

Procuraba recordar si en alguno de los juicios y delitos que habia cubierto habia visto alguna vez a un hombre realmente inocente. Habian desfilado ante sus ojos multitud de veredictos de inocencia, cargos retirados por falta de pruebas, casos perdidos por pura habilidad de la defensa o torpeza de la acusacion. Pero no lograba recordar a alguien verdaderamente inocente. En cierta ocasion habia preguntado a Hawkins si alguna vez habia detenido a alguien asi, y el habia replicado: «?Un hombre de verdad inocente? Uno se equivoca muchas veces, y hay muchos cabrones en libertad que deberian estar entre rejas. Pero ?trincar a alguien realmente inocente? Eso es lo peor. No se si podria vivir con ello. No, senor. Eso es lo unico en la vida que no me dejaria dormir.»

Sostuvo la carta en sus manos. «Yo no cometi.» Se pregunto: «?A alguien le quita el sueno el caso Robert Earl Ferguson?» Sintio un ramalazo de agitacion. «Si es verdad…», penso. No completo la idea, pero trago saliva para dominar un arrebato de ambicion.

Recordo una entrevista que habia leido anos atras sobre un habil y veterano jugador de baloncesto que ponia punto final a una larga carrera deportiva. Aquel hombre hablaba de sus triunfos y sus fracasos con una especie de moderada y equitativa dignidad. Le preguntaban por que se retiraba, y el hablaba de su familia e hijos, de la necesidad de abandonar un juego de infancia para seguir adelante con la vida. Luego hablaba de sus piernas, no como si fueran parte de su cuerpo, sino viejas y buenas amigas. Admitia que ya no saltaba como antes, que cuando se disponia a elevarse hacia el aro, los musculos que una vez parecian haberlo propulsado con tanta facilidad protestaban a causa de los anos y el dolor, e insistian en su retirada. Y anadia que, sin ayuda de sus piernas, no tenia sentido continuar. Despues de aquella entrevista habia salido a jugar su ultimo partido y habia acabado marcando treinta y ocho puntos sin esfuerzo: corriendo, rotando y rebasando el tablero como antes. Era como si su cuerpo hubiera dado a aquel hombre la ultima oportunidad de imponer en los espectadores un recuerdo imborrable. Cowart habia pensado entonces que lo mismo podia aplicarse al periodismo: requeria cierta juventud que no conociera el descanso, un empuje que desplazara sueno, hambre y amor; y todo para salir en busca de la noticia. Los mejores periodistas tenian piernas que les llevaban mas alto y mas lejos, mientras que

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