telefonista era mistress Eunice Ball, viuda, abuela y, esta noche, a cargo de las tres companeras que atendian los silenciosos conmutadores. Esporadicamente, entre este momento y las siete de la manana, el trio de la centralita despertaria a los huespedes, cuyas instrucciones habian sido registradas la noche anterior en un indice, colocado frente a ellas, y dividido en cuartos de hora. Despues de las siete, el ritmo se aceleraria…
Con dedos expertos, mistress Ball recorrio las tarjetas. Como siempre, observo que el momento culminante seria a las siete y cuarenta y cinco, con cerca de ciento ocho llamadas. Aun trabajando a gran velocidad, las tres telefonistas tendrian problemas para completar tantas llamadas en veinte minutos, lo que significaba que tendrian que comenzar temprano, a las siete y treinta y cinco -suponiendo que hubieran terminado con las llamadas de las siete y media- y continuar hasta las siete y cincuenta y cinco, lo que determinaria que algunas solo podrian hacerse a las ocho.
Mistress Ball suspiro. Sin duda alguna hoy habria quejas de los huespedes a la administracion, alegando que alguna telefonista, adormilada en el conmutador, los habia despertado demasiado temprano o demasiado tarde.
Sin embargo, habia algo bueno. A esa hora de la manana pocos huespedes estaban con animo de trabar conversacion o de mostrarse enamoradizos, como ocurria a veces por la noche…, razon por la cual la puerta no tenia inscripcion y se cerraba con llave. A las ocho tambien llegarian las telefonistas diurnas, un total de quince en el periodo de agobio del dia; y a las nueve de la manana, el turno nocturno, incluyendo a mistress Ball, estarian en su casa y en la cama.
Era hora de despertar a otro huesped. Otra vez mistress Ball dejo a un lado el tejido, presiono una llave, y una campanilla comenzo a sonar estridente alla arriba.
Dos pisos mas abajo del nivel de la calle, en el cuarto de control de maquinas, Wallace Santopadre, mecanico estable de tercera clase, dejo a un lado un ejemplar en rustica de la
Inspecciono el sistema de agua caliente, advirtiendo un aumento de temperatura, lo que a su vez indicaba que el termostato funcionaba bien. Habria bastante agua caliente durante el periodo. de mayor demanda, que pronto vendria, cuando mas de ochocientas personas podrian decidir tomar un bano o una ducha a la misma hora.
Los grandes acondicionadores de aire, dos mil quinientas toneladas de maquinaria especial, funcionaban con mayor comodidad, como resultado del agradable descenso de temperatura del aire exterior experimentado durante la noche. El fresco relativo habia permitido desconectar uno de los compresores, y ahora los otros podian aliviarse en forma alternada, dejando hacer el trabajo de reparaciones que debio postergarse durante la ola de calor de las semanas pasadas. Wallace Santopadre penso que el jefe de mecanicos estaria complacido con eso.
El pobre hombre seria, sin embargo, menos feliz cuando se enterara de una interrupcion en el abastecimiento de energia de la ciudad, ocurrido durante la noche (alrededor de las dos de la madrugada), y que duro once minutos, debido sin duda a la tormenta del Norte.
En el «St. Gregory» no se habian presentado serios problemas; solo el breve apagon que paso inadvertido a la mayor parte de los huespedes, profundamente dormidos. Santopadre habia recurrido a la energia de emergencia, provista por los propios generadores del hotel, que trabajaron con eficiencia. Sin embargo, se habian necesitado tres minutos para hacer funcionar los generadores y llevarlos al maximo de capacidad, con el resultado de que todos los relojes electricos del «St. Gregory», doscientos en total, iban ahora tres minutos atrasados. El tedioso trabajo de volver a poner los relojes en hora, a mano, ocuparia la mayor parte del dia al hombre encargado de su mantenimiento.
No lejos de la sala de maquinas, en un recinto torrido y mal oliente, Booker T. Graham vertia los residuos y desperdicios de un largo dia de trabajo en el hotel. Alrededor de el, en las paredes tiznadas y sucias, se veia el resplandor de las llamas vacilantes.
Uno de los escasos integrantes del personal habia visto los dominios de Booker T., y aquellos que lo habian visto declaraban que era como la imagen del infierno de un evangelista. Pero a Booker T., que no dejaba de parecerse a un demonio amistoso (con ojos luminosos, dientes resplandecientes en una cara negra brillante de sudor) le gustaba su trabajo, incluso el calor del incinerador.
Uno de los muy pocos integrantes del personal a quien Booker T. Graham veia, era Peter McDermott. Al poco tiempo de haber ingresado al «St. Gregory», Peter decidio conocer la geografia y trabajos del hotel, hasta en sus lugares mas remotos. En una de sus expediciones descubrio el incinerador.
Desde entonces -en algunas oportunidades, como se habia propuesto hacer con todos los departamentos-, Peter habia llegado para preguntar a la persona indicada como andaban las cosas. A causa de esto, y tal vez a traves de una instintiva y mutua simpatia, a los ojos de Booker T. Graham, el joven mister Mc-Dermott estaba en algun lugar proximo a Dios.
Peter siempre examinaba el sucio y grasoso cuaderno en el que Booker T. llevaba con orgullo los apuntes de los resultados de su trabajo. El resultado se obtenia recobrando cosas que tiraban otras personas. Lo mas importante era la vajilla de plata del hotel.
Booker T., hombre sin complicaciones, nunca habia preguntado por que la vajilla de plata llegaba a la basura. Fue Peter McDermott quien le explico que era el eterno problema con que luchaba la administracion de todos los grandes hoteles En general, la causa se debia a los camareros que andaban demasiado de prisa, a los ayudantes, y a otros que no sabian o no les importaba que junto con los restos de comida, se mezclara una corriente constante de cubiertos que desaparecian con ellos.
Hasta algunos anos antes, el «St. Gregory» comprimia y congelaba sus desperdicios, que luego enviaba a un vertedero de la ciudad. Pero, llegado un momento, las perdidas de cubiertos y vajilla de plata eran tan grandes que se construyo un incinerador interno y se empleo a Booker T. Graham para que lo alimentara.
Lo que hacia era sencillo. Los desperdicios que provenian de todas partes del hotel, se depositaban en cajones que se colocaban sobre carretillas; Booker T. llevaba las carretillas adentro y, poco a poco, esparcia el contenido en una gran bandeja plana, cerniendolo con un movimiento de atras para adelante, como si fuera un jardinero preparando el mantillo de tierra de un jardin. Siempre que se encontraba un «trofeo» (una botella que podia devolverse, copas intactas, cubiertos, y algunas veces cosas pertenecientes a los clientes) Booker T. lo recogia. Al fin, lo que quedaba se empujaba al fuego, y se esparcia un nuevo monton.
La operacion de hoy demostro que el presente mes, ya casi finalizado, habia respondido al promedio de recuperaciones. Hasta ahora, la vajilla de plata habia totalizado casi dos mil piezas, cada una de las cuales costaba por termino medio un dolar, al hotel; unas cuatro mil botellas a dos centavos de dolar por pieza; ochocientos vasos intactos de un valor de veinticinco centavos cada uno; y una gran cantidad de otros chismes, incluyendo (cosa increible) una sopera de plata. Le habia ahorrado al hotel algo asi como cuarenta mil dolares.
Booker T. Graham, cuyo salario neto era de treinta y ocho dolares semanales, se puso la grasosa chaqueta y se marcho a su casa.
En ese momento, el transito por la entrada de servicio, de ladrillo pardo, en un callejon que daba a Common Street, aumentaba constantemente. Los trabajadores nocturnos salian, de uno en uno o de dos en dos, en tanto que los del primer turno diurno acudian de todas partes de la ciudad llegando en una continua corriente.
En la zona de las cocinas se encendian las luces a medida que los pinches adelantaban las tareas para los cocineros, quienes ya estaban cambiandose las ropas de calle por otras blancas y limpias, en los vestuarios proximos. Pocos minutos despues, los cocineros comenzarian a preparar los seiscientos desayunos; y mas tarde, mucho antes de que el ultimo huevo con tocino se sirviera a media manana, los dos mil almuerzos que preveia el calculo del dia.
En medio del monton de calderas hirvientes, hornos enormes y otros utensilios para la preparacion de grandes cantidades de alimentos, un unico paquete de «Quaker Oats» proporcionaba el toque hogareno. Era para los pocos forzudos que, como todos los hoteles sabian, exigian un potaje de avena caliente como desayuno, ya fuera la temperatura exterior de cero o de cuarenta grados centigrados a la sombra.
En el sector de la cocina donde se freia, Jeremy Boehm, un pinche de dieciseis anos, vigilaba la enorme y profunda sarten que habia conectado hacia diez minutos. La habia colocado a 95°, siguiendo las instrucciones. Mas tarde podria elevarse rapidamente la temperatura a los 180° requeridos para cocinar. Este iba a ser un dia muy ocupado en esa seccion, ya que el pollo frito al estilo sureno figuraba como plato especial en el menu del restaurante principal.