chimenea, en la que ardia un buen fuego. El aire estaba caldeado y olia a sudor. Habria unos veinte monjes leyendo o conversando y otros seis jugando a las cartas. Todos tenian al lado una copita de cristal llena del liquido verde de una botella de licor frances que descansaba sobre la mesa de los jugadores. Busque con la mirada al cartujo, pero no vi ningun habito blanco. El sodomita desgrenado, el hermano Gabriel, y el hermano Edwig, el tesorero de ojos inquisitivos, tampoco estaban entre los presentes.
Un hermano joven de rostro alargado y barba rala acababa de perder una partida, a juzgar por su expresion apesadumbrada.
– ?Nos debeis un chelin, hermano! -exclamo regocijado un monje alto de aspecto cadaverico.
– Tendreis que esperar. Necesitare un adelanto del mayordomo.
– ?Nada de adelantos, hermano Athelstan! -le espeto un anciano grueso que tenia una enorme verruga en la cara, agitando un dedo en su direccion-. El hermano Edwig dice que os ha adelantado tanto que estais cobrando vuestro sueldo antes de haberoslo ganado…
En ese momento, los monjes me vieron y se apresuraron a levantarse y hacerme una reverencia. Uno de ellos, un joven tan grueso que la grasa le formaba arrugas incluso en el cuero cabelludo, golpeo su copa y la tiro al suelo.
– ?Septimus, pedazo de idiota! -mascullo su vecino clavandole el codo en el costado.
El aludido miro a su alrededor con la expresion alelada de un retrasado.
El monje de la verruga dio un paso adelante y volvio a inclinarse ceremoniosamente.
– Soy el hermano Jude, senor, el despensero.
– Doctor Matthew Shardlake, comisionado del rey. Veo que estais disfrutando de una agradable velada…
– Un pequeno descanse antes de visperas. ?Podemos ofreceros una copita de licor, comisionado? Es de una de nuestras casas en Francia.
Negue con la cabeza.
– Aun tengo trabajo que hacer -dije con severidad-. En los primeros tiempos de vuestra orden, el dia concluia con el Gran Silencio.
El hermano Jude titubeo.
– Eso fue hace mucho tiempo, senor, en la epoca anterior a la Gran Peste. Desde entonces el mundo ha seguido rodando hacia su fin.
– En mi opinion, al mundo ingles le va muy bien con el rey Enrique.
– No, no -balbuceo el despensero-. No queria decir…
El monje alto y delgado se aparto de la mesa de juego y se acerco a nosotros.
– Perdonad al hermano Jude, senor, dice las cosas sin pensar. Soy el hermano Hugh, el mayordomo. Sabemos que debemos enmendarnos, comisionado, y lo haremos de buen grado -dijo fulminando a su companero con la mirada.
– Bien. Eso me facilitara el trabajo. Vamos, hermano Guy. Tenemos un cadaver que examinar.
El joven monje grueso dio un vacilante paso al frente.
– Perdonad mi torpeza, senor. Tengo una llaga en la pierna que me esta matando -dijo mirandonos acongojado.
El hermano Guy le puso una mano en el hombro.
– Si siguierais mi dieta, Septimus, vuestras pobres piernas no tendrian que soportar tanto peso. No me extrana que protesten.
– Soy debil, hermano. Necesito comer.
– A veces lamento que el Concilio de Letran levantara la prohibicion de comer carne. Ahora perdonadnos, Septimus, tenemos que ir al panteon. Os alegrara saber que el comisionado Singleton podria recibir cristiana sepultura pronto.
– ?Alabado sea Dios! No me atrevo a acercarme al cementerio. Un cuerpo insepulto, un hombre muerto sin confesion… -Si, si. Ahora idos, casi es hora de visperas. El hermano Guy lo aparto, abrio otra puerta y nos condujo de nuevo al exterior. Vimos una extension de terreno llano salpicado de lapidas, entre las que se alzaba un punado de fantasmales formas blancas, que identifique como panteones familiares. El hermano Guy se cubrio con la capucha del habito para protegerse de la nieve, que ahora caia en apretados copos.
– Debeis perdonar al hermano Septimus -dijo el enfermero-. Es un pobre hombre sin maldad.
– No me extrana que le duelan las piernas -comento Mark-, con el peso que deben soportar.
– Los monjes pasan muchas horas de pie en el frio de la iglesia, senor Poer. Un poco de grasa no les viene mal. Pero permanecer tanto tiempo asi produce llagas varicosas. La vida monastica no es tan facil como parece. Y el pobre Septimus no tiene voluntad para dejar de atiborrarse.
– No hace tiempo para pararse aqui a charlar -dije yo con un escalofrio.
El hermano Guy levanto el candil y nos guio entre las tumbas. Le pregunte si aquella noche habia encontrado la puerta de la cocina cerrada con llave.
– Si. Entre por la puerta que da al patio del claustro, que por la noche siempre esta cerrada, y recorri el corto pasillo que lleva a la cocina. La puerta interior no suele estar cerrada con llave, porque solo se puede llegar a ella por ese pasillo. Nada mas abrirla, resbale y estuve a punto de caerme al suelo. Al bajar el candil, vi el cadaver decapitado.
– El doctor Goodhaps tambien ha dicho que resbalo. Asi pues, ?la sangre aun estaba fresca?
El enfermero penso durante unos instantes.
– Si, no habia empezado a coagularse.
– Por lo tanto, no podia hacer mucho que se habia cometido el crimen.
– No, no podia hacer mucho.
– Y mientras os dirigiais a la cocina, ?no visteis a nadie?
– No.
Me alegre al ver que mi cerebro volvia a funcionar, que mi mente trabajaba a pleno rendimiento una vez mas.
– El asesino de Singleton debia de estar cubierto de sangre. Llevaria la ropa manchada, dejaria un rastro de huellas de sangre…
– Yo no vi nada. Pero confieso que no tenia la mente lo bastante clara como para mirar a mi alrededor; estaba conmocionado. Mas tarde, cuando la noticia desperto a todo el monasterio, los que entraron en la cocina dejaron huellas de sangre por todas partes.
– Y el asesino podria haber ido a la iglesia, profanado el altar y robado la reliquia despues de cometer el crimen -dije tras reflexionar unos instantes-. ?Visteis vos, o cualquier otra persona, alguna huella de sangre en el trayecto de la cocina a la iglesia o dentro de la iglesia?
El hermano Guy me miro con una expresion sombria.
– Si, en la iglesia habia manchas de sangre, pero dimos por sentado que era del gallo sacrificado. En cuanto al claustro, empezo a llover antes del alba y no paro en todo el dia. De haber habido huellas, el agua las habria borrado.
– ?Que hicisteis inmediatamente despues de encontrar el cuerpo?
– Fui en busca del abad, por supuesto. Ya hemos llegado. El monje nos habia conducido hasta uno de los panteones mas grandes del cementerio, una construccion de la misma caliza amarillenta que el resto de los edificios del monasterio, erigida sobre un pequeno promontorio. Tenia una pesada puerta de madera, lo bastante ancha para entrar con un ataud.
– Bueno, acabemos con esto cuanto antes -dije, quitandome un copo de nieve de las pestanas.
El hermano saco una llave, y yo respire hondo y murmure una silenciosa plegaria para que Dios diera fuerzas a mi delicado estomago.
Tuvimos que agacharnos para entrar en la baja camara encalada. Dentro hacia un frio glacial, pues el viento penetraba por un tragaluz enrejado. En el aire flotaba el dulzon y penetrante hedor habitual de todas las tumbas. A la vacilante luz del candil, vi que las paredes estaban llenas de nichos que contenian sepulcros de piedra con estatuas yacentes de los difuntos representados en actitud suplicante. La mayoria de los hombres vestia armaduras de siglos pasados.