encontro. Siguio buscandola casi todo el dia, preguntandoles a unos y a otros, pero nadie la habia visto. Hablo con los remeros, que le prometieron que le avisarian si la veian.
De nuevo en la mision, cuando volvio a ver a Elgstrand, le dio la impresion de que este ya habia olvidado lo sucedido. El misionero estaba preparando el oficio del dia siguiente.
– ?No crees que deberiamos barrer la explanada? -pregunto Elgstrand en tono amable.
– Me ocupare de que se haga manana temprano, antes de que lleguen los fieles.
Elgstrand asintio y San le hizo una reverencia. Era evidente que, a juicio del misionero, Qi habia cometido un pecado tan grave que la joven no tenia salvacion.
San no alcanzaba a comprender que hubiese personas que jamas podian gozar de la gran misericordia, aunque su pecado no hubiese consistido mas que en amar a otra persona.
Observo a Elgstrand y a Lodin mientras conversaban ante la oficina de la mision.
Experimento la sensacion de estar viendolos realmente por primera vez.
Dos dias despues, San recibio un recado de uno de sus amigos del puerto. Se apresuro a acudir y, una vez alli, se vio obligado a abrirse paso a traves de la muchedumbre. Qi yacia sobre un madero. Pese a que llevaba una gruesa cadena de hierro alrededor de la cintura, su cuerpo habia vuelto de las profundidades. La cadena se habia enganchado en un remo que izo el cadaver hasta la superficie. Tenia la piel violacea, los ojos cerrados. Solo San sabia que llevaba un nino en su vientre.
Una vez mas, se habia quedado solo.
Le dio unas monedas al hombre que habia mandado el aviso, una cantidad de dinero suficiente para quemar el cadaver. Dos dias despues enterro sus cenizas en el mismo lugar donde descansaban los restos de Guo Si.
«Esto es lo unico que he conseguido en mi vida», se lamento. «Construyo y voy poblando mi propio cementerio. Aqui descansan los restos de cuatro personas, una de las cuales ni siquiera llego a nacer.»
Se arrodillo y toco el suelo con la frente varias veces. Oleadas de dolor arrasaban su alma sin que el pudiese hacerle frente. Como un animal, aullo de ira ante lo sucedido. Jamas se habia sentido tan indefenso como en ese momento. El, que un dia se creyo capaz de proteger a sus hermanos, habia quedado reducido a la sombra de un hombre destrozado.
Cuando, ya avanzada la tarde, volvio a la mision, el vigilante le dijo que Elgstrand habia estado buscandolo. San llamo a la puerta del despacho, donde el misionero escribia a la luz de su candil.
– Te andaba buscando -le dijo Elgstrand-. Has estado fuera todo el dia. Le pedi a Dios que no te hubiese ocurrido nada.
– No, no es nada -respondio San con una breve inclinacion-. Me dolia una muela que ya me he curado con unas hierbas.
– Muy bien. Sin ti no salimos adelante. Ya puedes irte a dormir.
San no les conto nunca a Elgstrand y a Lodin que Qi se habia quitado la vida. Contrataron a otra joven. San se guardo su inmenso dolor y, durante muchos meses, continuo siendo el criado indispensable de los misioneros. Nunca revelaba lo que pensaba ni que la atencion con que ahora escuchaba sus predicas habia cambiado.
Fue por aquel entonces cuando se le ocurrio que ya dominaba suficientes signos como para empezar a dar forma a su historia y la de sus hermanos. Seguia sin saber a quien dirigirla. Tal vez solo al viento, pero, de ser asi, obligaria al viento mismo a prestarle oidos.
Escribia por las noches, cada vez dormia menos, sin descuidar por ello sus obligaciones. Siempre era amable, siempre estaba dispuesto a prestar ayuda, a tomar decisiones, a organizar a los criados y a facilitar los trabajos de evangelizacion de Elgstrand y Lodin.
Habia pasado un ano desde su llegada a Fuzhou. San constato que llevaria mucho tiempo crear el Reino de Dios con el que sonaban los misioneros. Despues de doce meses, tan solo diecinueve personas se habian convertido y gozaban de la misericordia cristiana.
San escribia sin cesar, retrotrayendose a los origenes de su huida del pueblo.
Entre sus cometidos se incluia el de limpiar el despacho de Elgstrand. Ninguna otra persona podia entrar alli para ejecutar esa tarea y mantener la habitacion limpia de polvo y suciedad. Un dia en que San, con sumo cuidado, pasaba un pano por la mesa, se cayeron unos documentos y vio por casualidad una carta que Elgstrand le habia escrito en caracteres chinos a uno de sus amigos misioneros de Canton con el que solia practicar el idioma.
Elgstrand le hablaba a su amigo con toda confianza y le decia que «los chinos son como ya sabes muy trabajadores y capaces de soportar las penurias como los burros y los mulos soportan los palos y los azotes. Sin embargo, tampoco hay que olvidar que son simples y astutos mentirosos y estafadores, son altivos y avariciosos y tienen un instinto animal que a veces me repugna. Son, por lo general, personas despreciables y solo cabe esperar que el amor de Dios venza un dia su terrible maldad y crueldad».
San volvio a leer la carta. Despues termino de limpiar y salio del despacho.
Continuo trabajando como si nada hubiese ocurrido, escribia por las noches y, durante el dia, escuchaba los sermones de los misioneros.
Una noche de otono de 1868 abandono la mision sin ser visto. En una sencilla bolsa de tela llevaba sus pertenencias. Llovia y soplaba el viento cuando partio. El vigilante dormia junto al porton y no lo oyo trepar. Cuando llego a la parte superior del porton se sento sobre el a horcajadas y derribo los tablones en los que se leia que aquella era la puerta del Templo del Dios Verdadero. Los arrojo al barro, fuera del recinto.
La calle estaba desierta. Llovia a mares.
Lo engullo la oscuridad y desaparecio.
17
Elgstrand abrio los ojos. Por la celosia de madera que cubria los cristales de la ventana se filtraba en su dormitorio una tenue luz matinal. Oyo que fuera estaban barriendo la explanada. Era un sonido que habia aprendido a apreciar, un momento imperturbable en aquel orden de cosas a menudo tan quebradizo. El sonido de la escoba, en cambio, pertenecia a lo inamovible.
Aquella manana, como de costumbre, se quedo un rato en la cama dejando vagar el pensamiento hacia tiempos preteritos. Un maremagnum de imagenes de sus sencillos origenes en la pequena ciudad de Smaland lleno su conciencia. Jamas se habia imaginado que llegaria a vivir la revelacion de tener una vocacion, la de partir como misionero para ayudar a la gente a experimentar la unica fe verdadera.
Hacia ya mucho de eso, pero aun asi, justo despues de despertar, sentia aquel recuerdo muy cercano. En especial ese dia, un dia en que volveria a recorrer el rio hasta el barco ingles que, como era habitual, esperaba que le trajese dinero y correspondencia para la mision. Aquel seria el cuarto viaje que emprendia con tal objetivo. El y Lodin llevaban mas de ano y medio en Fuzhou. Pese a sus esfuerzos y su teson, la mision aun topaba con muchos problemas. Su mayor fuente de decepcion era el numero todavia insignificante de personas que se habian convertido. Eran muchos los que se habian declarado cristianos, pero, a diferencia de Lodin, que era menos critico, Elgstrand veia que la fe de muchas de las almas ganadas para la salvacion era hueca, y que quiza solo esperaban recibir algun presente de los misioneros, ropa o comida.
A lo largo de todo aquel tiempo hubo momentos en que Elgstrand se sintio flaquear. En esas ocasiones escribia en sus diarios sobre la falsedad de los chinos, sobre su despreciable politeismo que nada parecia poder erradicar. Los chinos que acudian a sus predicas le parecian animales, muy por debajo de los miserables campesinos que encontraba en Suecia. La sentencia biblica de no arrojar perlas a los cerdos habia adquirido alli una nueva dimension inesperada. Sin embargo, los momentos de abatimiento solian pasar. Rezaba y hablaba con Lodin. En las cartas que enviaba a Suecia, a la sede de la mision que apoyaba su trabajo y recaudaba el dinero necesario, nunca ocultaba las dificultades a las que se enfrentaban; pero el repetia una y otra vez que era preciso tener paciencia. La Iglesia cristiana necesito en sus origenes de cientos de anos para difundir su mensaje. La misma paciencia habia que exigirles a los enviados a aquel pais gigantesco y atrasado que era China.
Se levanto de la cama, se lavo y empezo a vestirse despacio. Invertiria la manana en escribir una serie de cartas que debia entregar para que se las llevara el barco ingles. Tambien sentia la necesidad de escribirle una carta a su madre, ya muy anciana y de memoria endeble. Una vez mas, deseaba recordarle que tenia un hijo dedicado a llevar a cabo el trabajo cristiano mas importante que pudiera imaginarse.
Alguien dio unos golpecitos en la puerta. Cuando abrio, comprobo que era una de las sirvientas con la bandeja